lunes, 1 de noviembre de 2010
Esperando a nuestro Papá (o Mamá)
Vivo en una calle de Madrid donde hay cuatro colegios. Muchos días coincido a la entrada o salida del cole, un verdadero follón de autobuses y, especialmente, coches de papás y mamás. Hay también muchos niños que se suben al 150 con su cuidadora para volver a casa, adolescentes a su bola en manadas o en solitario absortos con su musiquita, lío general, diario y doble, que los vecinos nos tomamos con bastante filosofía y humor. Los niños dan mucha alegría al barrio.
Cuando bajo o subo mi calle a eso de las cinco de la tarde observo que en medio de ese follón monumental hay siempre varios niños o niñas esperando solos a su mamá, a su papá. Muchos de ellos, pequeñitos, están dentro del recinto escolar. Con fe inquebrantable saben que su mamá, su papá, aunque sean unos pelmazos, aparecerán de un momento a otro, vendrán a por ellos.
Como en la película "Los niños del Coro", aunque ahí era más triste. El pobre Pepinot salía a la verja del orfanato a ver si de una vez su papá venía a buscarle. Oye tú, pues que al final viene su papá, es su papá al fin y al cabo el maestro que se lo lleva. Y lloras a moco tendido.
Yo creo que cambiamos muy poco del niño o la niña que fuimos en el colegio. Veo a antiguas compañeras y la verdad creo que en lo básico somos las mismas, exactamente iguales. Por eso es tan difícil mantener una identidad forjada a posteriori tanto con los hermanos como con los amigos de infancia. Jolín, Fulanita, que ahora irás de super mega guay y darás conferencias mundiales sobre el agotamiento del petróleo, pero yo te he visto copiando. Es un decir, pero creo que ilustra.
Hay muchas películas que van de esto. "El chico" con Bruce Willis es una: uno no puede traicionar, engañar, a quién uno fue. Se puede ser aparentemente un triunfador pero en tu fondo queda el gordito que fuiste, el niño solo al que le caneaban y a quien tu vida actual le parece -esa sí, no la otra- una mierda. "No te has casado, no tienes hijos, no tienes perro: eres un fracasado" sentencia el niño que fue Bruce. "Claro que entiendo lo que haces para ganarte la vida: mientes a la gente". Y da igual que Bruce le diga que trabaja como asesor de imagen, el niño sabe de qué va su trabajo realmente. Los niños saben siempre de qué va la vida, de verdad.
Hay otra, que me encanta, porque retrata un tipo de perfil que se da con cierta frecuencia en nuestro competitivo mundo, "El Club del Emperador". Sí, a veces se puede necesitar ganar por goleada en la vida, y más que ganar: que los demás nos vean como ganadores, serlo públicamente y por aclamación popular. Y si hay que hacer trampas, se hacen, pero luego vamos de guay. Hay gente educada para ese tipo de éxito social donde las trampas son celosamente ocultadas. Pero en el fondo somos niños, todos. Hay algo muy infantil en las trampas.
Volviendo al tema de la entrada, que me voy por las ramas.
Esperando a nuestro papá, a mamá. Día duro en el cole. Es posible que estemos solos, que hayamos sufrido, como dicen ahora, acoso escolar. No es posible muchas veces: es seguro. También que la maestra haya sido dura con nosotros. Y que la comida fuera un asco. También que lo hayamos pasado medianamente bien o incluso muy bien. Hay días estupendos en el cole. Hay de todo.
La vida es como un colegio, pero de verdad, es el colegio de verdad, el otro es una imitación. No somos muy distintos a lo que fuimos de niños y el caneo varía, la soledad varía en matices, y la compañía también, pero en lo esencial es igual. Clases, cuatro cosas que hay que aprender -no son nunca muchas- y que a veces nos cuestan, no somos el centro de la atención, porque en nuestra casa podemos serlo pero en el cole somos demasiados para serlo. Siempre hay un caradura, un matón, una cursi, se pasa bien y se pasa mal. Pues eso.
"¿Llevabas mucho tiempo esperando?" "Eres una pelmaza, mamá, siempre haces igual..." La mamá pide mil disculpas, siempre se lían las mamás, más ahora que hay poco tiempo. Se enfurruña el niño. "Venga, que ya verás qué merienda te tengo preparada" Y se nos pasa.
Tenemos mucha suerte los que sabemos que nuestro Papá, nuestra Mamá, siempre vendrán a por nosotros tras ese día duro o menos duro de cole. Da mucho calorcito por dentro tener esa seguridad. Aunque algunos nos digan como a Pepinot que somos huérfanos: no es verdad. ¿Veis como aparece su Papá?
PS: Publicado en 2008, lo vuelvo a hacer hoy día de todos los Santos cuando la orfandad se siente mucho más profunda. Con paz y esperanza, pero orfandad al fin y al cabo.
domingo, 29 de noviembre de 2009
Blanca acompañada
Machús tiene uno de los secretos de estado mejor guardados: su edad. Y otro todavía mejor: no he visto mujer más alegre y mas divertida. Esa sí que da abrazos que te tumba y te deja sin aliento, ¿qué tendrá por dentro que es así, incombustible?
Un día de calor horroroso hace un par de veranos me dijo que ella donde estaba bien era en su casa, que les agradecía mucho a todos todo, pero que no, que no quería tanto lío, que se aturdía. Carmen y otras vecinas han estado pendientes de ella, acompañándola a misa cuando ya era un suspiro. Blanca se ha ido quedando transparente, todavía más blanca.Una Blanca cada vez más blanca.
Nunca más sola, Blanca, nunca más. Con Santiago por fin, ¿eh?, tú siempre con tu marido al lado has estado y estás, pero ahora más. Un abrazo, Blanca, y no me tengas en cuenta lo de chivarme, por favor te lo pido.
lunes, 31 de agosto de 2009
Sagrado
Diría casi ese sagrado que va más allá incluso de los credos que yo conozco.
En lo sagrado hay algo profundamente humano, ni siquiera de un dios o de Dios, póngase como cada uno crea.
Sagrada es la conciencia y por eso hay que entrar descalza hasta en la propia, no digamos ya en la ajena. Hay personas que por un tema de conciencia sin volver la vista atrás y con un par se lían la manta a la cabeza o justo todo lo contrario, cuando sería mucho más cómodo en todos los sentidos hacer oídos sordos a ésta. “Entre el Papa y la conciencia, elijo la conciencia” dijo el cardinal Newman. Yo sólo sé que la conciencia es un espacio, un lugar interno, donde hay que descalzarse, ir con una delicadeza extrema para saber realmente dónde te arde la llama esa que no se consume de la que hablaba Moisés y donde lo que hay son otras cosas, conveniencia, comodidad, etc., no sé si me explico.
Sagrada es también la naturaleza. Estos días debatíamos en el blog de Cotta al respecto. Creo que la naturaleza es sagrada, otra cosa es que tengamos que alimentarnos, obtener la energía que es la clave del desarrollo, que cada vez que encendemos la luz, pescamos un pez o le abrimos un tajo a la tierra haya un impacto medioambiental, hagamos sangre de alguna manera, ya lo escribí a propósito de Palin. Cuando voy a la matanza miro con respeto no sólo a los matanceros y la gente que sabe qué hay que hacer y cómo hacerlo, miro con respeto hasta al cerdo gracias al cual me alimentaré yo y muchos más (y si es de Barcarrota, divinamente). Hay algo de sagrado en lo que nos proporciona alimento y tiene vida.
No creo en nuestra inocencia ni en la imagen idílica ni posible del buen salvaje, tampoco en la de que somos malvados per se, todos y todo el tiempo. Pero otra cosa, muy distinta, es que crea que esto está a nuestra disposición sin cortapisas, que podamos arrasar con todo. Y no solo por los recursos, que serán ilimitados pero no infinitos, es algo más: la sombra, el rastro de vida o la evidente vida, tan plural, tan impresionante siempre, la nave tierra, dicen algo de sagrado que no debemos despreciar, que tenemos que respetar de alguna manera. No sólo en sentido utilitarista (para poderla explotar a más largo plazo, qué horror), es otra cosa también: hay algo muy sagrado en la naturaleza. No somos sus dueños de ninguna manera, como no somos dueños de nada, realmente de nada. Si uno sale al campo sabe que aquello no le pertenece ni aunque sea su propia finca.
No voy a insistir en otra cosa sagrada como es la vida humana, hoy despreciada. Bueno, siempre lo ha sido de alguna manera. He escrito lo suficiente, creo, sobre el aborto. Pero desde luego una vida humana es sagrada siempre. Y yo, que no he estado embarazada en mi vida, siento una verdadera reverencia (me da igual si suena cursi) ante las personas que son madres (y padres). No envidia, tampoco me considero peor, pero no es lo mismo. No por llevar a un niño 9 meses dentro –hay madres no biológicas tan madres como las biológicas-, sino porque acunar, custodiar, educar, alimentar, animar, perdonar y aguantar y muchos más “ar”, “er” o “ir” es algo que no tiene comparación con absolutamente nada. Nada es comparable a la maternidad ni a la paternidad. No solo la vida es sagrada, también lo es la paternidad y la maternidad entendidas como donación para toda la vida, eso sí que es eterno. Insisto: no me considero menos, pero no es lo mismo. Cada uno tendremos aquello con lo que daremos más fruto, santa paz.
Hay más territorios sagrados, espacios, tiempos. La siesta es un tiempo sagrado y no de va coña esto, lo saben bien mis sobrinos que como me armen jaleo después de comer en casa los cuelgo de los pulgares.
Por cierto, otro ámbito sagrado: la infancia. Los niños son sagrados, no en el sentido de ineducables o intocables, sino en el sentido de que hay que respetar sus tiempos y protegerles con la propia vida –aunque no sean tuyos- de esa mierda tan variada que nos rodea y que les amenaza en convertirles antes del tiempo debido en Britney Spears o cosas peores. “Cambio un polvo por un hada” titulaba la situación actual no sé qué bloguero, razón tenía. Hay muchos intereses, muchos -de sinvergüenzas, empresas, individuos, lo que sea- en quemar la infancia, en robarle ese sentido sagrado que tiene, la edad no sé si de la inocencia, pero de otros tiempos, ritmos, temas, de una mirada propia, la suya, que hay que preservar. Hay que protegerles también de nosotros mismos, de nuestras miserias, siempre que sea posible, desde luego si de mi depende no ven determinadas cosas ni oyen determinadas conversaciones, tampoco les expongo a otras cosas, no. Conmigo, no.
Del mismo modo la ancianidad tiene algo de sagrado, de honorable, también lo hemos olvidado y hemos hecho de ella algo innombrable o ridículo en vez de sagrado. Como la muerte, era y es sagrada, no un tema del que no hablar, es eso, sagrado, pero no un tabú, son dos cosas distintas y las equivocamos.
Hay un último terreno que creo que es sagrado, aunque ya sé que no se lleva y que esto puede mover a la sonrisa o hasta la risa, cosa buenísima por otra parte.
El matrimonio, las parejas –a estos efectos es lo mismo- pueden ser todavía un terreno sagrado para algunas personas, no digo ya si hay niños de por medio: doblemente sagrado. Líbreme Dios de, habiendo dicho lo que he dicho más arriba –la sacralidad de la conciencia, de todas las conciencias- vaya a valorar comportamientos de terceros, de ninguna manera. Pero sí voy a decir, al hilo de cierta discusión en otro blog, que precisamente porque es un terreno sagrado el matrimonio, "la castidad" tiene un sentido de virtud.
Sí, he escrito "castidad", aunque suene raro, antiguo, incomprensible: me es igual.
Para una persona casada será un tema de fidelidad primero quizás, pero para el que vuela libre como un pájaro no es cuestión de fidelidad –no se tiene otro compromiso-, sino de castidad. Una virtud que lleva a moderar el propio goce, en este caso a abstenerse totalmente, y no por un tema de áscesis, porque se sea mojigato o insensible o no se tenga valor, o porque a los curas o a la iglesia, que ya se sabe que tienen todos muy mala idea y, como ellos no, pues los demás tampoco o muy reglamentado todo, se les haya ocurrido reunidos todos en cónclave antisexo.
Para áscesis se puede hacer yoga o cosas bastante mejores, la sensibilidad y el goce suelen estar en perfecto estado, el valor a algunas personas les puede hasta sobrar en todos los sentidos, y los curas o la iglesia, de verdad, vamos a dejarles de lado. Créanme si digo que a la hora de la verdad se puede no pensar en absoluto en el Santo Padre echándote al fuego de los infiernos, sino en otra cosa más cercana y hasta más honda, más cierta.
Es algo todavía más profundo, más de dentro, más ¿humano? La castidad es algo humano, espero las risas o las sonrisas de condescendencia, toda virtud tiene algo de sentido del humor, sin él estamos perdidos, y esta virtud no es una excepción, provoca sonrisas y risas, es bueno que lo haga.
Se deriva esa castidad de la justicia, del respeto, de la prudencia, de la fortaleza: todo ello hace que a alguien se le ocurra que tiene un sentido respetar ese suelo sagrado de otros, aunque ni siquiera sea el propio, el que uno ha labrado. ¿Que otros entran o se pasean, hasta en el propio, con botas Doctor Martens? Ellos sabrán qué hacen, otros siempre descalzos al bordear suelo sagrado, ni siquiera al entrar: al aproximarte.
Incluso sucede que se puede pensar que ese sagrado y esa castidad convergen además, curiosamente, mira que son ya ganas de fastidiar, en la denominada regla de oro del "no hagas a los (las) demás lo que a ti no te gustaría que te hiciesen", lo cual puede ayudar un poco para mirarse por las mañanas en el espejo y seguir encontrando siempre al miserable que la condición humana impone, pero no a un o una canalla. Y facilitar en su caso el maquillaje y el arreglo personal después, bastante más que el mejor cosmético, aunque de esto no hablen las revistas femeninas, una pena. Al final es una cuestión hasta estética, no solo moral: porque es feo, poco delicado entrar en suelos sagrados sin descalzarse, como elefantes en una cacharreria, envejece además un montón.
Por supuesto que porque todos somos humanos se puede tropezar no una sino doscientas veces en una piedra hasta ya conocida. Pero, por Dios, al menos con conciencia -y consciencia- anterior, durante o posterior de que aquello que se está haciendo no está bien, es feíto: no vamos a negar la mayor por nuestras debilidades personales que pueden tener hasta su encanto. La verdad puede ser la verdad la diga Agamenon o hasta el porquero de la propia conciencia. O incluso esa institución tan denostada, risible, antigua y ya superadísima: la iglesia. Joé, la iglesia puede tener hasta razón y decir simplemente la verdad, una verdad realmente incómoda, porque fastidia un poco que te digan que no está bien tener relaciones con un señor casado. Pero vamos, lo dicho, sobra la iglesia, con ver el suelo sagrado basta, no hace falta más, de verdad, nada más.
Uf, he mezclado primero la conciencia con la naturaleza, luego con la vida, los niños, la siesta, la ancianidad y la muerte, la paternidad y la maternidad y, pa'rematar, con el matrimonio, todo sagrado. Lo peor es que me tomé un Ribera de Duero al empezar a escribir esta entrada y luego un Rueda frío porque hacía calor, y claro, conviene no mezclar, es malo para la escritura y para todo.
Parece que no hay hilo, pero lo hay: pisamos o bordeamos suelo sagrado todos los santos días y a veces podemos no daranos ni cuenta de que ahí está la zarza esa que no se consume, es impresionante, no se consume.
El fuego que arde ahí está, constante, guardando algo importante que sobrepasa a algunos: sagrado.
Luego hay más terrenos sagrados pero totalmente secundarios, por ejemplo, el dinero del contribuyente que debería ser sagrado también, ay. O hasta el de la empresa, que porque pague ella no te vas a llevar los folios a casa.
sábado, 22 de agosto de 2009
Historias de fantasmas
Me gustan las historias y cuentos de fantasmas además de las de mujeres ratón o las desconocidas. No sé si creo o no creo en los espíritus, en los fantasmas, pero sé que me encantan, como le gustaban a mi padre.
El primer cuento de fantasmas del que tengo recuerdo es "Cuento de Navidad" (A Christmas Carol) de Charles Dickens. El fantasma de las Navidades pasadas, presentes y futuras se deja caer en casa del roñoso Mr. Scrooge y le muestra su soledad, otra vida posible, la alegría del que comparte, la frialdad del que murió rico.
Es un cuento para leer otra vez al llegar las Navidades, a muchos niños, a pesar del miedo que a veces pasan, les encanta. Y hay varias películas preciosas. En una, transformada en musical, Sir Alec Guiness aparece como espectro, verde y con cadenas. Está genial, aunque la mejor película es otra en blanco y negro.
El segundo, quizás fue el primero, ya no me acuerdo, es "El fantasma de Canterville", de Oscar Wilde. Me lo regaló mi padre, sabía bien lo que me iba a gustar. Es un libro genial. Ves a esos americanos pragmáticos y descreidos aplicando el quitamanchas pinkerton a la terrible mancha de sangre de la mansión que compraron; al fantasma hecho polvo por el poquísimo respeto que le tienen; y esa mujer joven, muy joven, capaz de deshacer el hechizo. Creo recordar también una película en blanco y negro, muy antigua. Esa mezcla magistral de humor, melancolía y algo importante que decir que siempre tiene Wilde.
Hay muchas más.
No me gustó nada "Ghost", me pareció cursi, pero en cambio me encanta "El fantasma y la Señora Muir", una película de Mankiewicz con Gene Tierney y Rex Harrison que para mí tiene una gran delicadeza y poesía.
Pienso también como Mulán, la heroína de Disney, como en tantas culturas y religiones, que nuestros antepasados, las personas a las que quisimos mucho y nos quisieron tanto, velan por nosotros, nos guardan de alguna manera que no llegamos a entender.
Si algo queda es lo que hemos querido, el amor que nos han tenido. Para siempre, más allá de la muerte.
Aparece el fantasma de un abuelo, roto el corazón, legionario, valeroso y se esfuma de repente. Con él, la charla constante de su mujer. ¿Sabía Vd. que yo he visitado al Papa? Las manos quemadas por los rayos X de otro abuelo, a su lado una mirada azul y mandona de mujer. Se desvanecen los cuatro y dan paso a unos jóvenes alegres y bromistas, mis tíos muertos en la guerra, ninguno superaba los veinte años. Entra una niña que siempre fue niña, otra más que no reconozco.
Siempre la huella del dolor, constante y al final ya suave, forma parte de la vida, de la familia.
Más fantasmas.
Aparece mi tío contando chistes, fosforito hasta el fin, el caballo lo dejó al lado, menos mal, estaba demasiado gordo, pobre caballo. Su hija aparece, ella también vela por sus hijos, seguro.
Mi padre y sus manos, tan calentitas, la chaqueta de punto, el libro siempre abierto, los ojos verdes.
Mi hermana, sin palabras, ruiditos de niña eterna, de nuevo no quiere que le corte las uñas de ninguna manera.
Todos se esfuman de nuevo, pero todos están.
No tengo miedo.
Desearías que la tierra les haya sido leve, muy leve.
Rezas por ello, por ellos.
Aunque a algunos sabes que no les hace falta.
Pasitos cortos siempre, andar titubeante y sin embargo tan firme, te echamos mucho de menos todos, Luisa.
Le pedí al sacerdote que vistiera de blanco, aceptó sin reserva alguna. Blanco y gerberas de colores.
Regalo, dulce carga. Mira a ver si tú nos guías ahora.
In God's own time we shall meet again. Lo leí en un cementerio inglés. Lo espero.
Publicado el 1 de noviembre de 2008. Vuelvo a hacerlo: las vacaciones son muy malas, se llega a no dar un palo al agua ;-). Leí ayer algo que me hizo pensar: los fantásmas dan más miedo de lejos que de cerca. Es de Maquiavelo.
jueves, 20 de agosto de 2009
Jane Eyre y las mujeres ratón I
Haciendo limpieza de libros, viendo los que me voy a llevar y los que voy a dejar en casa de mi madre, me encontré con Jane Eyre, la vieja edición de Penguin, un libro que casi todos los años leo de nuevo.
También vi la película más reciente sobre la novela de Charlotte Brontë protagonizada por Charlotte Gainsbourg, hija de Jane Birkin y Serge Gainsbourg. Una maravilla de mujer, una estupenda actriz. Charlotte hace una Jane de libro, está perfecta. No así William Hurt, para mi gusto tiene demasiados tics. Nada espectacular en Jane, quizás uno o dos rasgos hermosos en su físico, un aire ligeramente desvaído y, a la vez, una increíble fuerza interior que la mantiene y mantiene su alrededor.
Jane Eyre es el prototipo de las mujeres ratón. Hay muchas, ella es una.
Otra mujer que me recuerda a Jane, y es también prototipo de las mujeres ratón, es Joan Fontaine en la película de Hitchcock, "Rebeca". "Anoche soñé que volvía a Manderley", otro novelón de la misma autora de "La posada de Jamaica", Daphne du Murier, un relato también estupendo.
La nueva señora de Winters, enamorada de su marido hasta los tuétanos; la sombra permanente de otra mujer, Rebeca, primera mujer de su marido; el ama de llaves, mala, malísima, que la quiere hacer dudar y sentirse inferior ante quien supuestamente era más. Pero no, realmente nunca Rebeca estuvo en el corazón de él, demasiado perfecta y demasiado fría. Es ella, la mujer ratón, la que sin parafernalia de iniciales bordadas, ni una contundente presencia o ausencia, es el amor verdadero.
La mirada de Joan Fontaine es una de las miradas más hermosas. Ternura y solidez de quien ama a una mujer ratón o es amado por ella.
¿Quiénes son las mujeres ratón? Como los ratoncitos de campo tiene un color parduzco, marrón o gris. El pelito sedoso. Ojos bonitos o alegres a veces. También muy posiblemente ojeras. Se pueden mover rápido o lento, pero son silenciosas. Se cuelan por un hueco cuando pensabas que la casa estaba cerrada a cal y canto. En cuanto te descuidas ahí han anidado: debajo de la cama, en un rincón de la cocina, se han hecho fuerte y no se irán. Siempre contigo, ahí. Listas también como los ratones coloraos.
Piden realmente muy poco. A veces despeinadas. Prisas y poco tiempo para mirarse al espejo. Hay que meterse en la caja de cornflakes silenciosamente y ver qué puedes sacar. Roedoras de vida, construyen nidos para los suyos, prole propia y ajena, también otro tipo de nidos.
Asun es una perfecta ejemplar de mujer ratón. Paciencia infinita. Generosidad de madre ratona.
Frente a tantas mujeres tan completas, tan perfectas, tan que lo tienen todo, y todo muy claro siempre, ("Sé lo que quiero en la vida y cómo llegar a ello" declaración que leo de no sé quién en no sé qué revista), las mujeres ratón se asoman con una mirada tímida o a veces burlona, pegan de vez en cuando un brinco y defienden su territorio, interior o exterior, con firmeza y pequeñas armas de mujer ratón. La constancia o el silencio, aunque sean charlatanas.
Construyen, reconstruyen una y otra vez, roen el corazón hasta llegar adentro. Una y otra vez.
Cogen un hilito de aquí, un algodón por allá, ese trocito de queso o de chorizo que olvidamos, restos mínimos que sólo ellas ven, saben evitar bien el veneno o el cepo. Ellas a lo suyo. Que es lo nuestro. Espero que los ratones de campo, las ratonas de campo, aniden en mi nueva casa.
(Lo publiqué ya en noviembre de 2008, hoy vuelvo a hacerlo porque ayer conocí a otra mujer ratona, Sunsi, y porque no he escrito nada. Estoy tumbada al sol en una playa, literalmente: qué sitio tan bonito es Altafulla y qué amigos tan generosos tengo -gracias Pepa, Capitán, Carmina, José, Luis, abuela Carmina, también a los perros que me han despertado esta mañana con un lametón)
miércoles, 19 de agosto de 2009
Esperando a nuestro Papá, a nuestra Mamá
Vivo en una calle de Madrid donde hay cuatro colegios. Muchos días coincido a la entrada o salida del cole, un verdadero follón de autobuses y, especialmente, coches de papás y mamás. Hay también muchos niños que se suben al 150 con su cuidadora para volver a casa, adolescentes a su bola en manadas o en solitario absortos con su musiquita, lío general, diario y doble, que los vecinos nos tomamos con bastante filosofía y humor. Los niños dan mucha alegría al barrio.
Cuando bajo o subo mi calle a eso de las cinco de la tarde observo que en medio de ese follón monumental hay siempre varios niños o niñas esperando solos a su mamá, a su papá. Muchos de ellos, pequeñitos, están dentro del recinto escolar. Con fe inquebrantable saben que su mamá, su papá, aunque sean unos pelmazos, aparecerán de un momento a otro, vendrán a por ellos.
Como en la película "Los niños del Coro", aunque ahí era más triste. El pobre Pepinot salía a la verja del orfanato a ver si de una vez su papá venía a buscarle. Oye tú, pues que al final viene su papá, es su papá al fin y al cabo el maestro que se lo lleva. Y lloras a moco tendido.
Yo creo que cambiamos muy poco del niño o la niña que fuimos en el colegio. Veo a antiguas compañeras y la verdad creo que en lo básico somos las mismas, exactamente iguales. Por eso es tan difícil mantener una identidad forjada a posteriori tanto con los hermanos como con los amigos de infancia. Jolín, Fulanita, que ahora irás de super mega guay y darás conferencias mundiales sobre el agotamiento del petróleo, pero yo te he visto copiando. Es un decir, pero creo que ilustra.
Hay muchas películas que van de esto. "El chico" con Bruce Willis es una: uno no puede traicionar, engañar, a quién uno fue. Se puede ser aparentemente un triunfador pero en tu fondo queda el gordito que fuiste, el niño solo al que le caneaban y a quien tu vida actual le parece -esa sí, no la otra- una mierda. "No te has casado, no tienes hijos, no tienes perro: eres un fracasado" sentencia el niño que fue Bruce. "Claro que entiendo lo que haces para ganarte la vida: mientes a la gente". Y da igual que Bruce le diga que trabaja como asesor de imagen, el niño sabe de qué va su trabajo realmente. Los niños saben siempre de qué va la vida, de verdad.
Hay otra, que me encanta, porque retrata un tipo de perfil que se da con cierta frecuencia en nuestro competitivo mundo, "El Club del Emperador". Sí, a veces se puede necesitar ganar por goleada en la vida, y más que ganar: que los demás nos vean como ganadores, serlo públicamente y por aclamación popular. Y si hay que hacer trampas, se hacen, pero luego vamos de guay. Hay gente educada para ese tipo de éxito social donde las trampas son celosamente ocultadas. Pero en el fondo somos niños, todos. Hay algo muy infantil en las trampas.
Volviendo al tema de la entrada, que me voy por las ramas.
Esperando a nuestro papá, a mamá. Día duro en el cole. Es posible que estemos solos, que hayamos sufrido, como dicen ahora, acoso escolar. No es posible muchas veces: es seguro. También que la maestra haya sido dura con nosotros. Y que la comida fuera un asco. También que lo hayamos pasado medianamente bien o incluso muy bien. Hay días estupendos en el cole. Hay de todo.
La vida es como un colegio, pero de verdad, es el colegio de verdad, el otro es una imitación. No somos muy distintos a lo que fuimos de niños y el caneo varía, la soledad varía en matices, y la compañía también, pero en lo esencial es igual. Clases, cuatro cosas que hay que aprender -no son nunca muchas- y que a veces nos cuestan, no somos el centro de la atención, porque en nuestra casa podemos serlo pero en el cole somos demasiados para serlo. Siempre hay un caradura, un matón, una cursi, se pasa bien y se pasa mal. Pues eso.
"¿Llevabas mucho tiempo esperando?" "Eres una pelmaza, mamá, siempre haces igual..." La mamá pide mil disculpas, siempre se lían las mamás, más ahora que hay poco tiempo. Se enfurruña el niño. "Venga, que ya verás qué merienda te tengo preparada" Y se nos pasa.
Tenemos mucha suerte los que sabemos que nuestro Papá, nuestra Mamá, siempre vendrán a por nosotros tras ese día duro o menos duro de cole. Da mucho calorcito por dentro tener esa seguridad. Aunque algunos nos digan como a Pepinot que somos huérfanos: no es verdad. ¿Veis como aparece su Papá?
Lo sé, esto ya lo publiqué el 11 de octubre de 2008 cuando vivía en Madrid, pero de nuevo sigo con la novela y no puedo perder el ritmo. Espero que los que lo hayan leído antes me disculpen y los que no, 1ue les guste. Hala, a seguir, sin parar, y perdón por el morro, me lo piso, lo sé.
sábado, 25 de abril de 2009
Oh sister
Un 17 de abril con retraso, nadie es tan puntual como tú, nadie tan rápida y cumplida. Pendiente de todos y cada uno de tus hermanos, que son más de los que dicen los genes. Una vez te retraté:
“Adopto perros, acojo a maltrechos y me gustaría debutar en Broadway”
Lo primero ya es plural, lo segundo consta a cualquiera. Tratándose de ti, no me extrañaría verte cumplir tu deseo cualquier día en un musical. Déjame fabular con el género. Ha de ser algo dificilito. Lo tengo: una historia irlandesa pero de amor y lujo (¿?).
Tu ilusión recuerda a la infancia, un tiempo de bailarines y grandes coreógrafos. Te veo ahora en las nubes, un sitio digno de ti, donde habitas con frecuencia, para qué negarlo, hermana. Suerte que tienes: como bien sabes (a estas alturas lo sabemos todos) la tierra es un elemento áspero y mundano.
También estás en El Boalo, en esa casa por la que habrán desfilado ya las siete tribus de Israel, los descendientes de Sem y los de Cam, los filisteos, los etíopes y los hititas; parados, funcionarios, agnósticos, argentinos, primos, expertos en marketing, profesores, alumnos, funambulistas, cocineros, rentistas, ¿Quién más? Ah sí, transportistas, muchos transportistas. No importa, todos tienen plato en tu mesa, a todos bendices con tu sonrisa.
Tu generosidad no conoce frontera. Ojalá sigas paseando por las nubes largos años y sigas invitándonos a ver las cosas desde las alturas. Tú sola encarnas la palabra más bella: fraternidad.
jueves, 16 de abril de 2009
Envidias tontas
Siempre prefiero pensar que detrás de todos los pecados capitales lo que hay es una falta de sentirse querido, real o falsa, una necesidad de cariño muy humana que de alguna manera sale por peteneras.
Casi todo pecado tiene su forma de ternura, creo yo.
Por eso pienso que en la envidia a menudo hay una persona que quiere que la quieran a ella, que la presten atención, y que siente que ese cariño o atención que se presta a otro, a otra, es como si se lo robaran a él o a ella de alguna forma.
Como si la luz que arrojan o atraen algunas personas hiciera sombra a la que cada uno tiene o atrae.
Creo que nadie estamos a salvo. Yo desde luego no. Y se pueden tener las envidias más estúpidas y peregrinas.
De pequeña envidiaba a las niñas que se rompían una pierna, un brazo, por eso de que la escayola molaba un montón. Venían al colegio recién puesta la escayola y hala, todas te firmaban y te ponian tonterías. Pero yo no me rompía nada ni esquiando. Y eso que siempre lo hice fatal, pero, mierda, si me caía, que era continuamente, aquello no acababa con un hueso roto. Había que saber esquiar realmente bien para romperse algo de verdad y que te pusieran la envidiada escayola para que ésta se llenara de firmas, dibujitos y cosas cariñosas.
Hay que tener cuidado con la envidia, especialmente con la que deriva no en sentirte mal sino en querer el mal. Y puede pasar.
España no funciona bien por muchas razones, entre otras porque en vez de una "sana envidia" que nos lleve a reconocer primero lo bueno que tienen los demás y, en segundo lugar, a emularlos, a intentar hacer nosotros algo bueno, empezamos por negar la mayor, el simple reconocimiento. En algún caso se puede reconocer por fuera, pero por dentro se minimiza, se niega, se desprecia.
Se dedica mucho tiempo a mirar el cesped del vecino y no a pensar en la estupenda hierba que una tiene a poco que la riegue. Porque todos tenemos una hierba muy buena, y si no es hierba, son árboles, o flores, o un jardin zen o mediterraneo, lo que sea. Todo el mundo tiene su jardín que es estupendo. Y más: "hierba que está para ti no hay vaca que se la coma", que dice el refrán indio. Pues eso, tranquilos. Hay hierba, cariño, para todos, y si hay una hierba específica para ti, ninguna vaca (o toro) se la va a llevar... a no ser que estés pendiente de otros prados, de otros cercados.
Si es un rico habrá robado, si es una guapa será tonta, si es un buen escritor, tirará a cursi, atormentado o se mirará el ombligo, si tiene una bitácora con éxito, ay, y encima está contento con el invento, entonces ¿qué se piensa del autor o de la autora? No tengo la menor idea pero seguro que cosas curiosas y un tanto peregrinas.
En el fondo todo es muy humano: porque la riqueza es estupenda, la belleza también, escribir bien una gozada y tener un blog con lo que cada uno, o los demás, consideran éxito, otro placer inmenso, como tener amigos es la mayor de las alegrías.
Y estamos hechos todos nosotros para los placeres, para lo bueno. Que yo sepa ni la pobreza, ni la fealdad, ni lo mal hecho o la soledad atraen, sino que repelen. Y en esa atracción que se siente por lo bueno uno puede pasarlo muy bien y alegrarse, reconociendo lo bueno y deseando aquello para nosotros ¿qué hay de malo en ello? O, por el contrario, mal y negando la mayor -no es tan rico, no es tan guapo, no escribe tan bien, no tiene tantos amigos...- a menudo de modo interno, ni siquiera externo, cantaría mucho y la gente no es tonta, nos llamarían envidiosos...
A mí, que he envidiado hasta escayolas y piernas rotas, tiene delito, todo me parece muy bien y muy humano. Todo menos la mala leche y las ganas de fastidiar que no suelen ir de frente, sino de lado. Entiendo muy bien hasta ese sentido del ridículo tan español como la envidia, esa cosa que nos impide atrevernos a hacer las cosas por temor a si nos salen mal o simplemente regular, por lo que pensarán otros, por si se reirán de nosotros: desde abrir un blog hasta llamar a una chica. De todo hay.
De frente solo van los hombres y las mujeres buenas.
Honradamente creo que ese es el problema de la envidia, no tanto el no reconocer lo bueno como bueno, minimizarlo, o, en su caso, pensar que lo que le dan a otro te lo quitan a ti. En todo ello veo a un hombre o a una mujer que pide ternura. El problema de la envidia no es el movimiento interno, tan humano, que dice, aunque no lo diga abiertamente, "queredme un poco, eh", "que estoy aquí", "que yo también".
Todo eso se quita con un achuchón: hoy en día nos achuchamos poco y se nota. Hay mucha hambre de achuchón y en algunos casos de achuchón del sexo contrario, más claro, agua.
Lo terrible de la envidia es la puñalada trapera de, por poner un ejemplo, un anónimo con simple y llana mala leche, que tira a dar a quien puede dar porque es más sensible.
Esto se da mucho más, con otras variaciones, en ambientes ilustrados, supuestamente ilustrados, que en otros. En la universidad, en la cultura. Ríete tú de la empresa, joé con la intelectualidad y la envidia.
La foto es de Sangre de Oda y está colgada en http://www.flickr.com/photos/sangre_de_oda/91616602/
sábado, 28 de febrero de 2009
Paula, heredera

Ojos muy abiertos desde el principio. Tu padre, como si fueras el Rey León, te sacó ante los que esperaban fuera, risas.
Todo recién nacido es un heredero y, si no la selva, algo muy importante es tuyo ya.
Recibo un sms con tu foto en mitad de lo que nada importa, intensa tarde de trabajo, llego tarde, llego tarde, llego tarde, corriendo, como la liebre de Alicia.
Y en éstas eres tú la que vienes sin prisas, que es el modo de llegar a tiempo, ya podíamos aprender.
Rompo a llorar al llamar a tu madre. Una horita corta ha tenido, con lo mucho que le has costado, Paula, el final, que es otro principio, lo ha tenido fácil.
Todo niño es un milagro, una desmesura total que rebasa la biología y nuestra torpe medida de las cosas y hasta del amor. La sensación es de reverencia, aunque no sabes muy bien ante quién arrodillarte y a quién rendir pleitesia.
En la duda siempre rezar dando gracias aunque sea moqueando.
Bienvenida, Paula, sol, heredera.
sábado, 21 de febrero de 2009
Vida perra VIII) La anciana
Tiempo extraño éste. Mi ama está con un ojo y un pie aquí y otro allá, bajamos a estar con su madre, no es momento de que esté sola.
La muerte de un anciano siempre produce inquietud a quien ve la suya más cerca. Eso que llevamos ganado o no, vaya Vd. a saber, los perros, inconscientes de nuestra edad y nuestro fin.
Los ancianos tienen un olor diferente, como los bebés tienen el suyo. Notas esa vida que se va o que llega. También tienen su propia temperatura. Menos calor en los cuerpos con la edad, se quedan fríos en seguida. En cambio, los bebés como Tana, cachorrita, desprenden un calor constante, llevan la calefacción incorporada.
Se levanta la anciana y va a desayunar. Vuelve luego a echarse en la cama. La miro como va y viene con su bata azul. Se oye el ruido del agua del baño. "Mamá, no te cierres mientras te bañas, por favor".
Ritmo lento, es un descanso estar en esta casa, mi ama lo tiene acelerado y puede agotar a cualquiera.
Me gusta esta casa, soy ya perra que inicia su vejez con casi nueve años, y la juventud de Tana o la velocidad de Aurora me marean a veces.
Me siento a los pies de la anciana. Sé que molesto, pero me gusta estar a su lado. Yo negra e imponente todavía, ella cada vez más pequeña, ojo azul, pelo blanco y encorvada.
Te comprendo bien, anciana, te sientes a veces sola y apartada. Vienen a verte, te llaman, están contigo, pero tú ya no estás en sus cosas, te pierdes en idas y venidas, te marea el trajín. Quieres ver a los niños y a la vez te cansan. Quieres sentirte útil y necesaria y ellos no lo saben hacer. Otras veces te agobias si tienes que hacer un recado o tienes algo pendiente.
Olvidas lo que te dijeron o dijiste. No recuerdas por dónde ibas en el libro que comienzas una y otra vez y vuelves a leer sobre lo leído. Te entretienen ya pocas cosas, tu mundo se va cerrando a lo de fuera, ya sólo tus hijos y poco más.
Te gustaría salir más pero luego te da pereza y dices que no. A los diez minutos de ver un museo te quieres ir. Tu noción del tiempo cambia, vienen a comer y dos horas antes ya les esperas. Se te hacen largas las películas, larga la tarde, larga la vida ya.
Me empieza a pasar lo mismo. Tana me rejuvenece y a la vez me agota, todavía la puedo dar un ladrido, te recomiendo que hagas lo mismo cuando te den la vara.
Mi independencia de perra, siempre relativa como animal doméstico, se hace mayor y sin embargo menor. Necesito estar sola y, a la vez, acompañada.
Nos entendemos bien, anciana. Llega lentamente la vejez a mi vida perra.
jueves, 12 de febrero de 2009
Cuidadoras, cuidadores. Y 4 y final.
Cuidar a quienes tenemos más cerca. Es muy fácil sentirse solidario con la tribu amazónica y más complicado con un adolescente pelmazo, una madre que te dice 200 veces lo mismo o un hermano con el que discutes.
Por eso me creo poco la solidaridad y hasta me fastidia la palabra en cuestión, más falsa que Judas a menudo. Prefiero el cuidado, siempre personal.
Este invierno que estoy pasando, casi con más días sin calefacción que con ella, me he dado cuenta de lo difícil que es hacer subir la temperatura de una habitación una vez que se ha bajado mucho.
A 6 grados, hasta que la pones a 19 para vivir, cuesta un montón. Se gasta más energía, más combustible, lleva más tiempo. Por eso es bueno no quitar la calefacción, dejar sólo una distancia corta a recorrer, a lo sumo 4 grados, de 17 a 21 por ejemplo, cuando no estés en casa.
Se puso muy enfermo un tío mío lejano, era un "liberalote" que decían en mi familia, descreído, anticlerical, vividor y tal. Al llevarle al hospital preguntó si ese hospital era laico o religioso. Con miedo se le dijo que, por supuesto, era laico, y para nuestra sorpresa nos contestó "Si no os importa, llevadme a uno donde haya monjitas, de esas que te cogen la mano y te dicen "pobrecito, qué malito está Vd"." Debían de ser de la misma orden de monjitas que cuidaron durante 14 años a Eluana Englaro.
La luz es estupenda. Es bueno que nos ilumine y veamos el contorno de las cosas, los colores, las sombras, su profundidad. Me encanta la luz, no puedo vivir sin ella. Pero una luz que sólo ilumina y no tiene calor te acaba echando para atrás. Miras lo bien que ilumina, miras lo que ilumina, y luego te vas al calorcito, al cuerpo que desprende calor, como los cachorritos.
El cuidado necesita del calor, es alegre, se alimenta de la amabilidad, esa que nos permite esbozar una sonrisa a pesar de cómo está el patio. Precisamente por cómo está.
No estoy hablando de la sonrisa zapateril o de idiota. Aunque algunas sonrisas de discapacitados de verdad darían para explicar el mundo, no solo para dar calor. Doy fe de ello.
Estoy hablando de la inteligencia práctica que hace que algunas personas tengan esa rara capacidad, el deseo también, de hacer un mundo más agradable a su alrededor, para quienes les rodean, también para ellos mismos a menudo.
No sabes cómo lo hacen, pero sucede. Son cuidadores, gente siempre de inteligencia práctica.
Sin cerrar los ojos a la realidad, precisamente por no cerrarlos, mantienen el calor, propio y ajeno, ambiental, no ceden en la alegría ni un ápice ni por resultar más listos, más brillantes o acertar más en lo que dicen. Les da igual, no es su prioridad, eso queda para otros.
Hay un tipo de inteligencias estupendas que nos explican los muchos y variados desastres que padecemos. Es cierto que para ver el mal no hace falta mucha inteligencia, solo abrir los ojos.
Pero para levantar el mapa de la maldad con mano segura hace falta ser inteligente, tener cierta técnica también. Hay inteligencias que trazan a veces un diagnóstico certero. Calibran a la perfección qué pasa y por qué. Dominan las palabras y encuentran el nombre exacto de las cosas.
Son inteligencias muy atrayentes, la verdad, y escuchándoles o leyendo lo que escriben se disfruta mucho, se piensa, se aprende. Aunque a veces te quedas triste, hecho polvo. No es que no tengan razón, es que no tienen toda la razón, creo.
Y lo que ocurre es que las personas no vivimos de diagnósticos, por muy acertados que sean, sino de cariño y buenos alimentos, que diría mi tía Charo.
Así que para convivir, para tenerla cerquita, la inteligencia práctica, la del cuidador que tan a menudo tiene esa alegría sandunguera que te hace levantarte -o quedarte en la cama si estás malito- con otra actitud. Sin despreciar para nada otras inteligencias, de quienes siempre podemos aprender leyendo o yendo a una conferencia suya. Luego en casa y con amigos, calorcito, por favor.
Que Dios nos ponga cuidadores cerca, en la familia, con los amigos, en el amor.
Inteligencia práctica.
Calor que acaba dando luz. Además.
miércoles, 11 de febrero de 2009
Cuidadoras, cuidadores. 3)
Hace años leí sobre la ética del cuidado. Me gustó mucho, y pensé, también, que era algo que las mujeres practicábamos desde tiempo inmemorial, aunque no es privativo nuestro y ojala estuviese más extendido.
Sé, no obstante, y de modo casi intuitivo, que la ética del cuidado de Virginia Held y Carol Gilligan hace algunas aguas en su fundamentación, no puede sustituir por si sola una ética de la justicia, creo. Sería tema de otra entrada, no de ésta. No me importa tanto la filosofía como la práctica del cuidado a nivel personal, también social. Creo que nos iría mejor si todos fuéramos más cuidadores, mujeres y hombres.
La palabra inglesa "care" sirve tanto para cuidar como para hacer referencia a si algo, alguien, te importa. Curiosa coincidencia. Do you care? Si te importa alguien, le cuidas, la cuidas, les cuidas.
Pienso que el cuidado tiene que ver, para empezar, con tener tiempo o, al menos, un ritmo interior pausado. "Para la ternura siempre hay tiempo" cantaban Ana Belén y Victor Manuel, pero el problema es que solemos tener poco, corremos mucho, mal podemos ver las necesidades ajenas y hasta las propias, menos cuidar. Con todo, la falta de tiempo de hoy algunas personas que son cuidadoras la suplen con un ritmo interior lento y eso compensa. Creo que a veces es casi más importante tu pausa interior a la hora de cuidar que el tiempo en si.
Contra lo que pueda parecer, esa ética del cuidado tiene difícil arraigo si la sustentamos sólo en los sentimientos, por buenos que sean. Especialmente en algo tan resbaloso como es la compasión. La compasión puede llevarnos a cuidar a alguien, pero también a eliminarle. Lo discutimos ya en entradas pasadas. O sea, una ética del cuidado o tiene detrás una idea de la persona o se queda cojita, porque la compasión es estupenda pero hoy es peligrosa, en muchos sentidos. Más que eliminar por compasión, que hoy se da, podemos llegar a hacer muy flacos favores a quien tanta pena nos da. La compasión tiene que estar sujeta por la cabeza.¿A quién cuidar? Primero a nosotros mismos. Cuidar el cuerpo es importante, como el alma, los dos. Todo deja huella, no sólo en el alma, en tu cuerpo. O mejor dicho, las huellas del cuerpo se hacen también en el alma, y viceversa. Es imposible que no se resientan la una con el otro, no va el alma por un lado y el cuerpo por otro. Ni el corazón. Ni la cabeza. Creo que quien no sabe cuidarse bien -alma, cuerpo, corazón, cabeza- mal cuidará a otros.
Pienso que hay que ver nuestra propia fragilidad, aceptarla, sin sentimentalismo, pero con comprensión, para poder acoger luego a otros, cuidarles. Verse las heridas, reconocerlas como tales y vendarlas, pero no regodearse en ellas. Se acaba una por cerrarse a los demás y ellas tampoco curan.
Hay fríos internos que acaban congelándonos, alma, cuerpo y corazón, haciéndonos ciegos y un poco sordos también. Así es difícil cuidarse y mal puedes cuidar a otros, estás demasiado ocupada tiritando, metida en ti misma. Pero hay veces que no queremos salir del frío. Se está bien así, con frío y diciendo que el mundo es terrible. Esto hoy se lleva mucho. Por eso hay pocos cuidadores. Hay falta de calor interno, no sólo externo.
domingo, 8 de febrero de 2009
Cuidadoras, cuidadores 2)
Ser cuidador puede agotar. No es sólo el trabajo físico que conlleva ayudar alguien a ducharse o moverle en la cama, por ejemplo, es, sobre todo, el cansancio mental que puede implicar.
Algunos cuidadores no llegan a dormir bien, están en un duermevela pendientes de un anciano que se despierta continuamente o tiene que ir al cuarto de baño y solo se desorienta. Ellos pueden descansar luego durante el día, pero el cuidador a menudo no puede.
Ser cuidador implica a veces serlo 7 días de 7. En algunos casos no hay otros familiares que puedan echar una mano, no hay posibilidad tampoco de contratar una ayuda externa. Y otras sucede que el resto de la familia se desentiende un poco, o incluso mucho. Puede pasar.
Hay otros casos también. Cuidadores que no descansan ni se dejan ayudar, al menos unas horas o unos días, por un exceso de celo. Piensan que nadie como ellas cuidan de sus padres o de su hijo, no se fían de otros, o se sienten culpables si les dejan a cargo de otras personas, incluso de confianza.
Así algunas cuidadoras reconocen que estan agotadas y les encantaría descansar, evadirse por unas horas. Por otro, ellas mismas no se permiten hacerlo por exceso de responsabilidad. Y ocurre en alguna ocasión que la propia familia se aprovecha, a veces sin intención, de ese celo o culpa para no echar una mano y se forma un círculo vicioso.
El cuidado de mayores o discapacitados puede tener muchas recompensas. A veces tus padres o la persona que cuidas te dan mucho cariño, te lo agradecen de algún modo, eso basta. O simplemente recibes la sonrisa de alguien que parece que no se da cuenta y sólo te sonríe a ti así. O ves cosas que sólo el amor y muchas horas de convivencia te permiten captar. También sabes que haces lo que tienes que hacer. Les quieres, y notar que haces su vida más cálida, mejor, es suficiente recompensa.
Sucede también que te ves reflejada en sus propias limitaciones de anciano o de discapacitado, te recuerdan tu humanidad, siempre necesitada de otros.
Creo que esa es la gran enseñanza de la ancianidad y la discapacidad: nos ponen delante de nuestra propia fragilidad, no sólo la suya. Y puedes hacerte más sensible, más consciente, mejor, si aprendes de esto, si lo incorporas a tu vida.
Lo más habitual en los cuidadores es una mezcla de sentimientos que te pueden hacer crecer y de otros que cuestan mucho y te pueden minar.
Hay ancianos acaparadores que todo les parece poco, otros que no se dejan cuidar, tienen mal carácter o la edad se lo empeora y lo pagan con el cuidador. Por eso hay que entrenar el carácter, para no acabar siendo un anciano difícil. Siempre me acuerdo de lo que le dijeron a San Pedro "algún día otro te ceñirá y te llevará donde no quieres ir..." Pues eso, admitir que nos van a ceñir, y, eso, con suerte. Y acostumbrarse a pedir ayuda, hasta cariño, y a depender de los demás sin absorberles o ser celoso es buen entrenamiento para la vejez. Nos pillará acostumbrados.
Sucede en alguna ocasión que, quienes visitan de vez en cuando al anciano, no llegan a entender el cansancio, el nerviosismo quizás, del cuidador. No se ponen en su lugar o, peor, juzgan qué debe hacerse o qué no, pero a la hora de apechugar ya no son tan protagonistas. Y pasa también que el anciano puede poner una cara de vinagre a quien le cuida todos los días y se deshace con el visitante. Esto sucede con cierta frecuencia y hay que estar al quite.
Por todo esto, una de los temas que se plantean las organizaciones que trabajan con ancianos o con discapacitados severos es ese "cuidar al cuidador". No en vano éstos pueden acabar literalmente rotos. Se pueden sentir además atrapados y culpables cuando desean huir de algún modo de la situación, liberarse. No deseas la muerte de nadie, pero querrías no sentirte con ese eterno peso encima. Porque a veces es como se siente uno, con una losa que no te deja vivir.
Por eso, aunque los cuidadores y las cuidadoras son ese sol de invierno, que no sólo dan calor sino que también iluminan con su ejemplo, lo tienen muchas veces muy difícil.
Y una llamada, una salida, un café, un "vete unos días, que me quedo yo", hasta un simple blog propio o ajeno (¿a que sí, Maripaz?) y muchas otras cosas son tan importantes.
miércoles, 4 de febrero de 2009
Cuidadoras, cuidadores 1)
No he leído la ley de dependencia, no he tenido tiempo. Tengo la sensación de que en este ámbito poco se puede legislar. No es que no crea en los servicios sociales o en la necesidad de apoyo de la Administración, es que mi experiencia en este área me dice que la realidad es tan rica, variada y compleja que, incluso con buenas intenciones, el legislador, y luego el funcionario, a poco pueden llegar a veces, poco pueden afinar a menudo.
Hay muchas personas que llamamos "dependientes", cada vez más.
A aquellas que nacen con una determinada discapacidad severa o les es sobrevenida, se une hoy el número cada vez más creciente de ancianos. La esperanza de vida está en torno a los 83 en mujeres, 76 los hombres. Y es frecuente que los últimos años no sólo impliquen achaques, sino, en muchos casos, la imposibilidad de vivir solo, la necesidad de que te ayuden para las tareas más elementales, como vestirte o asearte, no digo ya cocinar, ir a la compra, etc.
Conozco bastantes mujeres que se dedican a tiempo completo o parcial a esto. Son lo que se llama "cuidadoras" habituales de sus padres ya muy mayores.
Mi amiga Marta, fiscal, volvió a Burgos a cuidar de su madre enferma. Se pudo permitir un traslado y, también, cierta ayuda en casa. El último año había noches en las que su madre no dormía y, en consecuencia, ella tampoco. Los últimos meses ni trabajó. Ha muerto su madre hace más de un mes y Marta se encuentra desubicada. Por lo visto es una sensación habitual entre quienes se dedicaron con tanta intensidad a alguien: de repente se encuentran con una gran sensación de vacío.
Maripaz también ha cuidado de su madre hasta el final. Fue una gozada oír su voz ayer, porque la voz humana es importante. Y porque decirle a alguien que sientes su pérdida pide hacerlo de viva voz, aunque sea por teléfono.
Hace años pude colaborar con Desarrollo y Asistencia, cuando estaba al frente José María Sáenz de Tejada, una de las personas que más admiro, siempre sin darse importancia, ayudando a los demás y con mucho sentido del humor, un señor. En DyA la mayoría de los voluntarios son personas mayores de 65 años que visitan a mayores de 75 en sus casas. Les acompañan, otras veces van con ellos al médico o a hacer algún recado, también están con ancianos que viven en residencias, con marginados. Desafortunadamente hoy en día ser anciano es estar en gran medida marginado. Como DyA hay otras muchas organizaciones.
Marta, Maripaz, los voluntarios de DyA son motivo de esperanza y de alegría, pienso yo.
Es como cuando sale el sol.
A veces, en medio de esta crisis, que no sólo es económica, ocurre cuando lees las noticias que no sabes quién es más malo o más tonto o las dos cosas (no hablemos ya de la televisión). Parece que hay pocos motivos para la esperanza o la alegría. Es entonces cuando hay que pensar en este tipo de personas. Y más: intentar verlas, hablar con ellas. Y el corazón se te esponja.
Cuando el desánimo, por lo que sea, se abre paso, o surge la tentación de quedarse prendido en una visión de la vida pesimista y triste, que es hasta razonable, una se pone a pensar en estas personas y vuelves a tener fe.
Y no sólo en Dios.
Foto de anciana con nieto.
domingo, 1 de febrero de 2009
Vida perra. VII) La otra / No es nada personal
No me lo esperaba. La vida era clara. Pero ha aparecido alguien. Y hay que saber quién es quién y dónde estamos cada uno.
Tana, cachorra de 2 meses, boxer. Brinca y no para un momento, salvo cuando duerme. Me sigue a todas partes. Sigue a mi ama a todas partes. Y no acaba de entender que aquí la antigüedad es un grado.
Mi ama está preocupadísima, quiere que nos llevemos bien.
Pero no es eso, Ama. Y Jesús Dorda te lo ha vuelto a recordar, gracias.
Porque me da igual su tamaño, que sea cachorrita. Si no asume su posición de sumisión ante la perra más mayor, cuando crezca podremos tener un problema, enfrentarnos de verdad. Por eso me porto así. Es mejor ahora, Ama.
La ignoro la mayoría de las veces.
La ladro cuando se acerca demasiado.
La saco los dientes si se acerca a mi comida o me sigue.
No tengo celos, no es envidia. Y ella tampoco me guardará rencor por un ladrido o un bufido. El mundo de los perros es más simple, Ama. Estará ella más cómoda también si sabe dónde está y su lugar, si no hay dudas desde el principio. No hay afectos y no nos hacemos daño, tal y como tu entiendes ambas palabras, afectos y daño.
No hay nada personal. Sólo perruno.
Tenemos que saber simplemente quién manda más, quién un poco menos y quién es el último. El jefe de la manada y luego todos los demás, que siguen una jerarquía. Come mi ama, como yo y luego comerá Tana. Llega mi ama y debe saludarme a mí primero, aunque Tana se haya meado.
Si la das atención primero a ella, Ama, no es que me duela, es que me sacas de mi posición. Me lo haces más complicado, y a ella también.
Es una cuestión de poder, Ama, cambia el chip.
Nota de Aurora: Agradezco mucho a Jesús Dorda sus consejos. Y a cualquiera sobre cómo demonios hago para que la perrita aprenda a hacer sus necesidades fuera. Siempre he tenido perros adultos. Tengo jardín y Olimpia siempre me pide salir, además de que andamos fuera todos los días. Pero con un cachorrito ¿cómo se hace? ¡Y a no morder cables, se va a electrocutar!
La foto es de mi sobrina, Marta, con Tana en sus brazos y Oli detrás. Ayer chuletón y compañía. Gracias prima, Agustín, Carlota, Katia y Marta, por supuesto.
jueves, 29 de enero de 2009
Huérfanos. y 2)
Entre las historias de huérfanos me gustan las de huérfanos hermanos. Por lo menos se apoyan unos en otros.
La imagen de Hansel y Gretel, huérfanos de madre y con una madrastra naturalmente perversa, me viene a la cabeza. Es un cuento siniestro donde los haya en el que los dos niños se las ven y se las desean para que no se los coma la bruja. No entiendo cómo lo pude leer con tranquilidad. Supongo que hay cosas que nos espantan más cuanto más mayores somos.
En la misma línea de hermanos huérfanos me encanta la película de "Una serie de catastróficas desdichas", también siniestra un rato largo. Te ríes, pero tiene momentos de espanto y hasta angustia.
La orfandad con hermanos pienso que es menos orfandad. No es que desaparezca, es que se suele hacer más llevadera. Se borran a veces ciertas rivalidades o encontronazos, el roce entre hermanos se suaviza.
Sé que en otros casos ocurre justo lo contrario.
Muerto el padre o la madre podemos llevarnos peor, fatal. Se levanta la veda a veces. Renacen con más fuerza las envidias, tan habituales entre hermanos. O se discute por la herencia, algo relativamente frecuente.
Hay figuras de hermanos que suplen parcialmente al padre que perdimos o de hermanas que hacen las veces de madre. Dan sombra, proporcionan cobijo, se hacen un poco más adultos para que tú puedas ser todavía niño o más joven. Aunque seas tú la mayor.
Hay huérfanos que son niños libre o liberados. Tom Sawyer es uno, haciéndoselas pasar a su pobre tía Polly un poco canutas. Otro huérfano famoso hoy es Harry Potter, también un perfil de niño libre. Hay cientos. Se repite el patrón, es curioso.
En el fondo algunas historias de huérfanos nos cuentan el secreto anhelo de algunos niños de que les dejen hacer lo que les pete. A la vez temes que tus padres te falten, claro. Pero alguna vez sueñas en escaparte y en llevar una vida libre donde no haya que hacer los deberes, levantarse a tal hora y dar los buenos días.
Supongo que éste es un sueño más de chicos que de chicas, en cualquier caso.
Naturalmente hablar de huérfanos es hablar de horrorosas madrastras y padrastros perversos casi siempre sin excepción.
Y luego hay huérfanos porque mataron al padre, bastante más a menudo que a la madre. A la madre se la mata menos. Huérfanos que no se sienten solos, que no quisieron al padre, que querían usurpar su sitio, heredar o cosas peores. No pueden echarle de menos. Están tan campantes.
La historia y la literatura estaban llenas de huérfanos. Pero, como Antonio Azuaga comentaba el otro día, hoy la orfandad biológica ha dado paso a la de los niños cuyos padres no ejercen. Esos padres que están y no son. Los profesores saben mucho de esto. Y la sociedad también.
Triste mundo el de los huérfanos. Triste.
PD: La casita de Hansel y Gretel de mi jardín. Pero no da ningún miedo a los niños.
miércoles, 28 de enero de 2009
Huérfanos 1)
Como me ocurre con las mujeres ratón (I y II) o con los fantasmas, siempre me han gustado las historias de huérfanos a pesar de la tristeza que desprenden.
El huérfano era una figura omnipresente en la sociedad hasta bien entrado el siglo pasado. Huérfanos de madre la mayoría, porque las mujeres morían en el parto o tras él con una frecuencia espantosa. Dejaban a veces detrás varios niños, a menudo muy pequeños, y un hombre que mal podía hacerse cargo. Todo muy triste.
Gracias al progreso médico en occidente, esta mortalidad ha descendido desdibujando casi hasta lo puntual esta orfandad infantil antes tan habitual.
La orfandad es un modo de acceder a la edad adulta con un duro mazazo, sea cual sea nuestra edad. Eso, mucho más que otros hitos vitales, marca nuestra vida. "Antes de que muriera papá, después de que papá muriera". Lo que ocurre en nuestra vida acaba teniendo esa referencia a menudo. Un antes y un después.
Es ley de vida que nuestros padres mueran antes lque nosotros y así lo aceptamos teóricamente, pero cuesta. Lo temes cuando eres niño, a veces de mayor. Sin embargo, me dice una amiga psicóloga que hoy es más frecuente el temor infantil de que tus padres se separen o divorcien que la idea de poder perderlos por muerte. Los niños hoy están menos habituados a la muerte en general, y a la muerte de padres en particular.
Muchas historias de huérfanos es como si estuvieran hechas de frío y humedad, dedos ateridos y escarcha. En ellas suele haber un niño que añora la figura de una madre a la que dibuja una y otra vez si la conoció, o a la que imagina o idealiza si no existe el recuerdo o éste va muriendo en él.
Creo que hay pocas películas más bonitas que "Marcelino Pan y Vino", con esos paisajes como fotografías de Ortiz Echagüe, ese niño tierno pero no cursi y esos frailes que tan padres son. Tiene una belleza que permanece, salvo lo de la canción de las campanas, un pequeño detalle que no soporto, y algunas músicas de fondo que ahora suenan fatal. "¿Cómo son las madres?" le pregunta Marcelino a Jesús. Lloras a moco tendido. Se pasa francamente bien de lo mal que se pasa.
Dickens es un maestro retratando huérfanos. Me encantan David Copperfield o Oliver Twist, uno huérfano de padre y luego de madre, el otro de madre desde el principio. Ambas son novelas tristes, a veces desoladoras, incluso duras. Pero tienen un final moderadamente feliz de calor familiar. Ese calor que un huérfano siempre echa de menos.
Pero hay muchos más. Los cuentos infantiles estaban llenos de huérfanos, por ejemplo.
"Soy guerfano de Jaén. No tengo casa. Alludenme".
Así rezaba el cartel del mendigo que vive en mi barrio desde mediados de los 90. Teniendo en cuenta que puso el cartel cuando tenía unos cincuenta años, resulta enternecedor que alguien tan adulto nos recordara su orfandad para alentar la limosna.
viernes, 23 de enero de 2009
Y amé cuanto ellas puedan tener de hospitalario
Hace unos días Suso del Barullo habló, al hilo de los viajantes, de los hoteles.
Yo los odio cordialmente. He trabajado como consultora para un par de cadenas. Vista una, vistas todas. No soporto los hoteles.
Cada vez que tengo que viajar y alojarme en uno me mustio. Alguna noche tonta incluso me pongo a llorar hasta que me duermo. No me pasa nada extraño, es el hotel que me pone muy triste y, como a los niños, el lloro me relaja.
Tengo una sensación de desamparo de la que no me recupero hasta que estoy de vuelta en casa y en mi cama.
Me he acordado de los hoteles porque en inglés son lo que llaman la hospitality industry. Y yo creo que son todo menos hospitalarios.
Los hermanos de San Juan de Dios, para los que he tenido también la suerte y el honor de trabajar, sí que han entendido lo que es la hospitalidad. El acoger a otros. El cuidar de ellos. Es impresionante su labor.
Atalantar decía Joaquín Araujo, desde otra perspectiva, admirado profesor y naturalista. Me encanta la palabra: atalantar. Hay que proteger esa palabra. Y lo que conlleva.
Me dice un amigo muy viajero que en el desierto lo de la hospitalidad es un deber. Si no te acogen, mueres. Por eso siempre que llegas te dan de comer, te ofrecen tienda, no puede ser de otra forma.
Me acordé también esta tarde tras leer un precioso poema de Olga, en su blog Caricias perplejas, de la sensación de abandono de tantas rupturas. Del desamparo en que nos pueden dejar.
Es muy duro, pero quizás hay fríos de amor peores.
Como cuando, en ese espacio de dos, antes de que tenga lugar la ruptura, no nos sentimos acogidos, atalantados, amparados.
No sentirse acogidos en algo creado para atalantarse mutuamente te hace sentir una pena muy honda.
A mí me da igual el vaivén de la pasión y el trepidar, lo digo como lo veo. Vamos, que es divertido y tal, a qué negarlo. Pero que lo que calienta y mantiene el corazón, la vida, es sentir eso que decía Antonio Machado:
"Ni un seductor Mañara, ni un Bradomín he sido,- ya conocéis mi torpe aliño indumentario-, más recibí la flecha que me asignó Cupido, y amé cuanto ellas puedan tener de hospitalario".
Sé que hay otra sensación de desamparo, quizás más calmada con el tiempo, pero no menos dolorosa. La que se tiene cuando muere la persona que tanto te cobijó, a la que tú también diste abrigo. Esa intemperie merece nuestra delicadeza y respeto siempre.
Qué importante poder acoger, amparar, darnos mutuamente techo o suelo físico, espiritual. Proporcionarnos ese calor lento pero constante de brasas que es la ternura, no sólo la llamarada viva que se apaga pronto.
Hablamos mucho de confort hoy. Hay una multitud de novedades domésticas, y, en los hoteles, mil y una ideas para hacer tu estancia más cómoda y agradable e incluso lujosa.
Pero a mí me sobran jacuzzis y spas y me faltan sonrisas sinceras.
No hay hospitalidad, de verdad. Porque la verdadera hospitalidad la dan las personas y no el servicio estandarizado y frío. Nada peor que la frialdad aunque sea perfecta.
Amé cuanto ellas puedan tener de hospitalario.
Que tengan mucho de hospitalario, por favor. Todo de hospitalario.
En el espacio de dos, de amistad, de familia, hasta de trabajo, si fuera posible.
Démonos calor y cobijo mutuo todos un poco.
Si no, nos morimos, como en el desierto.
Porque fuera hay mucho desierto.
Foto: Hecha por Alberto Guerrero Gil. Ella es Patrapa en Carnota, este verano.
miércoles, 21 de enero de 2009
Miedo al ridículo
Creo que hay pocas cosas tan españolas como el miedo al ridículo. Lo tenemos metido hasta los tuétanos.
Claro que, quizás, las nuevas generaciones son distintas, o es una cuestión de educación, simplemente.
Un vistazo a la televisión te demuestra que ese miedo al ridículo puede ser cosa de unos pocos seres extraños, una especie en vías de extinción a quienes nos deberían proteger de algún modo, como al lince o al oso pardo. Somos pocos ya, al parecer
El miedo al ridículo alterna, en muchos casos, con cierto arrojo. Así es la vida.
El chulito (o chulita, tanto da), otra forma de ser también muy española (nada que ver con el chulo francés o italiano), combina el atrevimiento, que no la valentía, con el temor que te asalta de vez en cuando o la simple vergüenza (¿torera?) que te hace retirarte antes de tiempo si intuyes que puedes no salir por la puerta grande. Sino, más bien, escaldada o con silbidos. En cualquier ámbito.
Por si acaso, más vale un paso y marcha atrás, no vaya a ser que se rían de nosotros. Que a veces es simplemente con nosotros.
Todo menos que quede patente que algo o alguien nos viene grande, calculamos. Cuando no hay nadie que nos esté tomando medidas. Pero el temor a no estar a la altura, a la profundidad de una mirada, es algo superior a muchas fuerzas.
Ese miedo al ridículo pienso a veces que explica por qué los españoles hablamos tan mal otros idiomas o no los hablamos en absoluto. O que no toquemos apenas instrumentos musicales. Porque claro, para llegar a hacer ambas cosas, hace falta haberse atrevido a hacerlo muchas veces de modo penoso hasta que, por fin, uno comienza a defenderse con el inglés o arrancar algo que no sea un quejido del violín.
Quizás el miedo al ridículo tiene que ver más con la falta de paciencia o el miedo al fracaso.
Vives fuera de España y te das cuenta de la cantidad de aficiones que tienen muchas personas. ¿Por qué? No tienen sentido del ridículo, les han educado de otra manera, alentándoles a atreverse por un lado, sin olvidar la constancia y perseverancia.
Sucede que atreverse en principio puede no ser tan difícil si hay ese sustrato de espadachín a la que no le hace falta que la citen mucho para que entre a trapo donde sea.
El tema es si, transcurrido un tiempo, aquello exija un esfuerzo y una constancia a los que no se está acostumbrada. O que haya que practicar con un arma a la que no se está habituada. Entonces puede surgir el cansancio o el aburrimiento que no es tal: simple pereza o impaciencia de la que está hecha a salir en diez minutos a hombros o llegar antes a los sitios, mala cosa.
El miedo al ridículo enlaza en otros casos con la vergüenza de reconocer que no se sabe o se sabe poco. Los yankis con los que yo he trabajado son formidables en esto. No les importa reconocer que no saben y preguntan. Siempre quieren aprender.
El miedo al ridículo tiene que ver mucho más a menudo con el temor de la que no tiene ni idea de por dónde va a salir aquello. Esto último da inseguridad a algunas personas que necesitan tener cierta claridad en la cabeza y que se asustan si la pierden.
Miedo al ridículo, en definitiva, por falta del sentido de juego.
Porque no hace falta ser un profesional de nada, y puede ser divertido ser un simple aficionado, amateur, esa palabra tan bonita. Pues no, algunos no pueden: o todo o nada. Cuando realmente se debe de disfrutar mucho intentándolo, jugando simplemente: play an instrument; play como teatro, también. Play en general.
Qué cantidad de cosas y oportunidades de pasarlo bien (y hasta mal) nos perdemos por miedo al ridículo.
Pero es un miedo real y casi invencible.
Producto del orgullo y de la gravedad, de tomarse demasiado en serio, de inseguridad interior.
Y paraliza un montón.
Hace falta ser tonta.
Foto: Alvaro, amigo, que no tiene sentido del ridículo alguno, con mi sobrina Carlota, que tampoco lo tiene. Ambos, muy felices, haciendo tortitas en mi casa mientras Olimpia observa...
martes, 13 de enero de 2009
Me paso la vida
Me paso la vida buscando móvil, gafas, monedero, llaves y facturas que nunca encuentro.
Lo del móvil es lo que tiene mejor solución. Te llamas a tí misma por un fijo o pides a alguien que te haga una perdida. Ahí suena el movil entonces, en la honda caverna de un bolso que has revisado siete veces, o encima de los libros de un estante, imposible averiguar por qué lo pusiste ahí, tan alto. Y no hay nadie para echar la culpa.
Lo de las gafas es más complicado. Ser miope, no ver tampoco ya de cerca, usar lentillas para lejos y tener cuatro pares de gafas además -2 para lejos; otras 2 para leer, una por si llevas las lentillas puestas, y las otra por si no- amplia las oportunidades hasta el infinito para la pérdida, el olvido o tener justo a mano el par que no necesitas. A veces en el fondo de la cama aparecen las gafas, o en el suelo, hay que mirar menos a las nubes, guapa.
Quisiera una solución que me permitiera ver de una vez por todas y de modo constante, para distinguir pájaros y trabajar en el portátil sin cambios, sin pérdidas ni olvidos posibles. Pero sólo pensar en un quirófano me echo a temblar.
Quisiera un milagro, como en los evangelios, por favor. Me da menos miedo que una operación y lo necesito tanto.
Monedero de espanto, tarjetas engordando la cuenta de alguien, adelgazando la mía siempre. Y otro tipo de tarjetas que luego nunca recuerdas por qué guardaste: "casa rural la epifanía", "peluquería la intemerata", "no olvide su cita con sacamuelas el viernes a las tres". Incluso mazacote como es este monedero mío, no lo encuentro a veces y suspiro en el taxi desesperada. "Ya lo perdí". Pues no, desgraciadamente aparece siempre, estoy atada a él.
Llaves para abrir puertas. Las de mi casa, las de casa de mi madre, las de la casa de Galicia que, como un judío de Toledo, guardo por si vuelvo, las de otra casa en la que fui muy feliz y que tengo también por la misma razón. Y las de la oficina en la que ya no trabajo. En semejante maremagnum de llaves, malamente encuentro las que necesito. Se ríen las llaves sueltas, se desternillan todas en el mismo apartado del bolso donde duermen también varios pendrives, otro follón. ¿El rojo era el de Indra y el azul el de los Hermanos de San Juan de Dios? ¿Y éste? ¿Qué demonios puse en éste?
Facturas o extractos de banco que se pierden. Dejar siempre el iva y el irpf trimestral para el último momento. Procastinar -gran verbo- para prometerse, otra vez agobiada, que en el próximo trimestre no ocurrirá. Propósito de la enmienda tan infantil: "llevaré mis cuentas al día, sabré siempre lo que le debo a caja o caja me debe, guardaré todas las facturas y por su orden a medida que las emita o las soporte". Da igual. Cada trimestre ocurre lo mismo. Mañana intensa de intentar poner orden en el caos, viene el contable y yo con estos pelos. Pelos que vuelvo a tener exactamente tres meses después, otra vez.
Me paso la vida también llamando a amigos y familia, por eso necesito tanto del móvil o de un fijo. Hay que verse y lo hago, pero, si no es posible, tengo que saber qué ocurre con cada uno. Ahí sí que llevo una excelente contabilidad, casi al día, siempre hay caja, la tesorería marcha. Retrasos trimestrales creo que ni uno tengo, espero.
Me paso la vida enfadándome con mi madre. Siempre son demasiados los enfados que se pueden tener con una madre anciana. Te das cuenta que da igual que dijeras a las 8, que ella entendiera a las 6, que la volvieras a llamar para recordárselo y que volviera a entender lo que no es. ¿Y qué más da? A veces no sólo necesito un milagro en los ojos, sino también oír mejor, recordar, tener presente. No ella, yo.
Me paso la vida buscando cosas, ordenando en pocas hora mis papeles para caer en el más espantoso de los desórdenes de nuevo y vuelta a empezar, teniendo un cash flow de impresión en cuestión de afectos y amigos, y sabiendo, al final de cada enfado, que toda ternura es poca para quien rebasa los 80.
Y así se me pasa la vida.