Bitácora de Aurora Pimentel Igea. Crónicas de la vida diaria, lecturas y cine, campo y lo que pasa. Relatos y cuentos de vez en cuando.

martes, 29 de junio de 2010

Hambre y pan


A los niños pequeños de mi familia se les calma con un currusco de pan cuando les están saliendo los dientes. Así se consuelan del dolor, lo anestesian. Roen incansables hasta que desintegran con babas e insistencia el pan. Hasta el más duro acaba siendo migas empapadas que suelen caer al suelo, tragan pocas, tal ansiedad tienen.

El hambre hace crujir las tripas. El sábado pasado lo noté de nuevo en el curso que hice. La sala estaba en silencio y mi compañero de al lado pidió que le dieran de comer sin palabras. Se le oía perfectamente.

Luego Eduardo el domingo me dijo lo siguiente “A ciertas edades no hay que pedir ya, estamos para dar lo que otros vayan queriendo”. Parecía él bien servido, contento y en paz. Cuando al final del curso se despidió, como siempre se hace en estos seminarios, con la frase "estoy completo" sonaba auténtico.

PS: Gracias a Eric y Anne Marie, co-lideres en el curso de Process de Coaching del pasado fin de semana, a Eduardo y Maria de Mar, ayudantes, Marta, traductora, y a todos los compañeros.

lunes, 21 de junio de 2010

Veraneo de los de antes (Cartas y postales cuando se pueda)

Antes no teníamos vacaciones, íbamos de veraneo. Recuerdo aquellos veraneos largos de casi tres meses en un pueblo en la casa de mis abuelos, llena de primos, tres familias juntas viviendo, comidas para un regimiento y un solo cuarto de baño.

Leíamos mucho porque las horas de la tarde se hacían eternas y no se podía hacer ruido durante la siesta. Hacíamos excursiones cuando no apretaba el calor, íbamos a los Escoceses andando a misa algunas veces, a las bodegas, al río, jugábamos al ping pong. Comíamos tomate con sal y sandías que sabían sentados en las escaleras. Montábamos en bicicletas que no hacían más que pincharse con las "pesetas", unos pinchos largos que tienen por un lado una púa más larga. Se entretenía uno cambiando ruedas y bañándose en el pilón que luego fue piscina. Había largas tertulias de sobremesas tras la cena.

Tenías tiempo para todo, incluso para quedarte mirando a los escarabajos zapateros. Y así me enteré yo de algunas cosas de la vida, con dos escarabajos zapateros, rojos y negros, enganchados y que no se soltaban. Nos aburríamos en definitiva algo. Formaba parte de la educación que los niños no tuvieran que entretenerse cada minuto, allá nos las compusiéramos.

Pensé en todo esto el sábado en la Igeada que tuvimos, una reunión familiar en la ermita de la Virgen de los Remedios, pasado Colmenar Viejo. Sigo afónica, con un catarro fuerte por el aire acondicionado, faringitis, tos, algo de fiebre. Pero fui a la Igeada, no me lo hubiera perdido por nada. Celebramos misa primero, luego comida. Después leyó mi hermano Juan un texto que nos hizo reír y luego pasó mi primo Alberto el montaje en power point que había hecho con fotos de mis abuelos hasta los ya tataranietos que, de vivir ellos, tendrían. Fue muy bonito, lo pasamos fenomenal. Recordé lo bueno del veraneo, el dejar la vida habitual en suspenso, un paréntesis largo, quizás demasiado extenso, que hemos perdido con la vida adulta y los tiempos modernos. Era otra manera de descansar o de cambiar de aires. De vez en cuando escribías una carta y lo hacías esperando la respuesta. Pero todo tardaba, nada era instantáneo. Como las llamadas de teléfono, que en Boecillo fueron con operador hasta los setenta y tantos. No se llamaba así como así, vivíamos desconectados con quienes estaban a cierta distancia y quizás más conectados con los cercanos a cambio.

Creo que no es mal plan para los meses que vienen, un veraneo como los de antes, largo y sin actividad aparente, cartas esporádicas escritas en aquel estilo infantil “Ayer fuimos de excursión a Portillo, subimos al castillo y luego compramos pastas. El coche se rompió en la carretera… ¿Qué tal lo estás pasando tú en Galicia? Cuando puedas escríbeme…” o una postal de aquellas "Estoy desde Salamanca, he venido con mis padres ... ¿A que es preciosa la Casa de las Conchas?"
Buen veraneo a todos.

sábado, 19 de junio de 2010

"Dos hermanos" (Finura de alma)





Fui al cine a ver "Dos hermanos". De vez en cuando hay que ventilarse con una película en sesión de tarde, casi sola en la sala, ir y volver al Renoir de Cuatro Caminos andando.

La historia va, naturalmente, de dos hermanos. Son argentinos, en torno a los sesenta años, ella, Susana, Mirtha Legrand, él, Marcos, Antonio Agasalla. Entre Buenos Aires y Villa Laura en Uruguay, uno vive en la ciudad, otro se va a vivir a un pueblo pequeño por diversas circunstancias que no hay que destripar. Conviven, tienen también su vida aparte. Uno de los dos es tramposo, manipulador, vitalista, hiperactivo, agotador, no hay quien le aguante y ha creado una ficción en la que vive y enreda a los demás, a su propio hermano. El otro es de esas personas que se "quedaron" cuidando a su madre, con un modo de mirar y de pedir poco, de dejarse hacer resignado. Hay un humor fino, argentino y judío, o a mí me lo parece, ternura y compasión, dos personajes muy bien tallados.

Pero además en Villa Laura aparece un actor de mediana edad que está montando "Edipo Rey" y en Buenos Aires un galán parecido a Clint Eastwood. Se puede aprender a montar en moto a los sesenta años o subirse a un escenario, solo hacen falta ganas. O sea, esos milagros constantes que tiene la vida. Y para eso está el cine, para recordárnoslo.

Me ha encantado la película. Los hermanos hacen muchas cosas por los hermanos. A veces se olvida porque se va demasiado rápido, o se es muy desgraciado, se está muy solo como para apreciar a quien se tiene o tuvo cerca. Y luego ese retrato, aunque no es el tema de la película para nada, tan medido en mi opinión, de un hombre homosexual que no va de loca ni va de nada, lejos de los tópicos habituales.

Creo que la dirección de Daniel Burman es estupenda, el guión excelente y diferente, nada ya contado o así contado. Está basado en la novela "Villa Laura" de Diego Duckobski. Y las dos interpretaciones son una desmedida y la otra medida, como corresponde a cada personaje. Los secundarios también son muy buenos. Da gusto ver a actores tan contenidos y creíbles. Conviene no perderse los títulos de crédito al final. Es posible que un piano, Irving Berlin con su "Tipping on the Ritz" y Edipo Rey casen.

Volví andando calle Raimundo Villaverde abajo. Oí a unos pájaros en mitad del ruido del tráfico. Me paré un rato. Identífique a tres o cuatro herrerillos. Javier Barbadillo o Jesus Dorda lo podrían decir con seguridad. Era curioso escucharles a pesar del estruendo reinante. Al lado un parque lleno de niños pequeños de todos los colores, como corresponde al barrio, también piando.

jueves, 17 de junio de 2010

Entrenamiento en el no (Ea)



Ayer acudí al fallo del III certamen de novela corta Zayas donde había quedado entre los diez finalistas, una sorpresa muy buena. Fui acompañada de amigos, sola intento hacer lo menos posible. El caso es que el premio se lo dieron a Juan Manuel que trabaja en el teatro Santa Marta de Jerez, un hombre encantador que ya ha ganado varios certámenes. No pongo el apellido porque no me acuerdo. En cuanto encuentre la nota de prensa que no han debido de enviar todavía, porque no veo nada en internet, lo pongo todo completo. Ahora me lío con el título de su novela y las otras dos menciones de honor que hubo. Uno era Julio Cesar Romano, que escribe cuentos para niños (es evidente, Julio Cesar… y Romano el apellido, no hay quien se olvide).

Creo que es un buen entrenamiento poner toda la carne que se pueda en el asador, la que una da de sí, que es la que es por el momento, santa paz. Me parece que la escritura es un cocido que se hace a fuego lento con gas, carbón o leña, la vitro o la inducción a mí no me convencen. A todo hay que dedicar tiempo de trabajo y de pausa para que lo que sea cale, poner todas las ilusiones y las esperanzas que se puedan sin temor al no (ni al sí tampoco, que existe). Hay personas que quizá no se ilusionan (y menos en voz alta, que da corte) para no sufrir al desilusionarse luego. No es mi escuela, yo no me quemo. Quizá es el entrenamiento profesional de hacer veintitantas propuestas para ganar una o ninguna durante años en agencias o consultoría, o el andar laboralmente sobre la incertidumbre a menudo. Me gusta la tienta, la exploración, el riesgo, el no, el sí, el puede ser, el luego, el ahora, y el seguir dale que dale cansada, disfrutando y, a veces con algo de sufrimiento, luego remontando y otra vez ea, qué bien, ahora con fuerzas, luego sin ellas. Y con amigos siempre.

Llegué a casa, cené y volví a repasar algo de lo escrito, de lo que guardo o he ido enviado estos cinco meses pasados a premios, cómo voy en la novela larga que empecé en agosto, la lista de certámenes ya fallados, pendientes y otros que van abriendo plazo para enviar textos. Volví a confirmar que estoy haciendo lo que quiero y con lo que disfruto. Éste, que para mí empieza mañana, será un verano de lecturas, cine, escritura y reescritura, algo de trabajo y preparación de clases que, afortunadamente, van saliendo. Me apetecen mucho estos 3 meses, sé que tengo suerte.

Esta mañana, como ayer, tenía clases en la Fundación Luis Vives, 7 horas casi seguidas hablando de nuevo. He amanecido totalmente afónica. Ayer estaba ya enferma por el aire acondicionado de Renfe, Socibus y los Amarillos (quieren que nos muramos, es un tema evidente), dos días llevo con faringitis. Hoy ni una palabra que no fuera un susurro, ni eso. No sé cómo he podido dar la clase, pero la he dado. Todavía no entiendo cómo lo he hecho.
Ea.

martes, 15 de junio de 2010

"Las identidades veladas", de Javier Molina Palomino (El artesano constante y templado)



Leí hace ya más de un mes “Las identidades veladas” de Javier Molina Palomino. Lo he vuelto a leer otra vez para intentar aprender: primera lectura de disfrute libre, segunda trabajada con anotaciones. A veces no hay que acudir sólo a manuales de escritura, aunque sean útiles más allá de la práctica constante, hay que mirar detenidamente cómo alguien talla tan bien, cómo pule, da una puntada o bruñe con calma.

Este libro contiene seis cuentos que, de tener un denominador común, sería precisamente esas identidades que quedan ocultas. Nadie, ni a menudo nada, es lo que parece. Además, el autor muestra un manejo excelente de la intriga, ese no saber qué va a pasar a continuación que se agradece tanto como lector, tan raro hoy porque en literatura y en cine se lleva lo previsible y sabido, el dos por cuatro. Por otro lado, Molina Palomino es capaz de recrear mundos muy distintos, ningún cuento se parece a otro, y lo hace de cada vez con detalle y sin que sobre ni falte nada. Notas que todo lo que cuenta es cierto en el sentido de documentado, pero, además, cada párrafo, frase y palabra están medidas con la precisión y el amor del buen artesano, de un escritor.

“El guardián de la luna” abre el libro con un aire de Poe. Te ves inundada por la poza, humedad, negro verdor y misterio, que alguien tiene que vigilar sin saber por qué, casi abocada a quedarte allí, atrapada con el guardián para siempre. Por eso es aconsejable leerlo a la luz del día. “Malpartida” es un mal sueño, la pesadilla de todo escritor que intente concursar en los mil certámenes que hay. Relata una suplantación de identidad peculiar con un humor fino y discreto que sale y entra por éste y otros relatos de Javier Molina, un leve guiño. “Mala suerte” se centra en el juego, entre la acción casi trepidante de 007 y el ansia que devora al jugador. “Las identidades veladas” te presenta otro marco, el del detective privado de una compañía de seguros, su modo de observar y pensar, la soledad y la rutina, con un desenlace de humana compasión. Ese es otro tema: la humanidad de los relatos de Javier que retrata algunas oscuridades y pliegues del alma con decisión y sin remilgos pero sin cebarse. El autor templa muy bien cada personaje y cada relato, los diálogos y las descripciones, todo tiene el ritmo que tiene que tener un cuento, está bien medido, acabado, siempre completo al cerrarse. “Un domingo a las cinco”, con un partido de fútbol como fondo, muestra el dominio del autor al contar el monólogo interno que se sobrepone a un pretendido diálogo, una gozada de técnica y de cuento, me hace muchísima gracia. El último, “Crimen en oleo sobre lienzo”, es inicialmente una intriga policiaca que luego se cierra con un giro de suave miedo.

Javier Molina Palomino ganó con este libro de cuentos el primer premio de la IX edición del Certamen de Relatos “Rafael González Castell”. Escribe desde hace más de quince años. Tiene en su haber más de veinte premios literarios y ha sido finalista en importantes certámenes a nivel nacional. Yo sólo he leído estos cuentos suyos que me han parecido excelentes. Por eso creo que hay que seguirle la pista, lo que escriba, lo que publique, que espero que sea pronto. Se lo deseo de corazón. Da envidia ese artesano constante y templado cuyo resultado es que los demás disfrutemos. Quiero que más gente lo pase bien leyéndole.

Las identidades veladas. Javier Molina Palomino.
IX Certamen de Relatos Cortos "Rafael González Castell" 2009.
Excmo. Ayuntamiento de Montijo. Badajoz.
ISBN-10: 84-934511-6-9
ISBN-13: 978-84-934511-6-5

Y se puede adquirir aquí.

domingo, 13 de junio de 2010

Madrid-Sevilla-Ronda-Madrid (y Baaría y la mosca ¿viva o muerta?)



Viajo a Sevilla, llueve todo el trayecto, pero está precioso el campo. Cómo lo echo de menos. Llego a la ciudad y sigue el agua. La logística es lo mío, si no puede ser militar, porque el ejército no me quiere, que sea de transportes al menos. Como con J. y luego voy a casa de un amigo. Ya no llueve, da gusto pasear tranquilamente. Había reservado hotel, pero al final me insiste y me quedo. Me recuerda I. mi promesa de las estampitas, término sevillano o andaluz, no sé bien, para lo que en Madrid llamamos cromos. Yo, para que termine el álbum ese de más de 600 tipos en camiseta del Mundial, hago lo que sea, 9 sobres le regalo. Me pregunta luego que si vivía cuando los dinosaurios, le aclaro que no soy tan vieja. Después me aconseja que no me ponga las gafas, que estoy muy fea con ellas. De verdad, ¿los niños dicen siempre lo que piensan?

Por la noche he quedado en ir a cenar a casa de A. y J., no les conozco apenas, pero me han invitado, suerte que tengo. Realmente hay mujeres que con la gracia que tienen son capaces de transformar lo que les rodea, es un don siempre envidiable. Encima ceno de muerte. Ay Dios, qué rico está todo. Cocina él estupendamente y su suegra el postre, el tatín de manzana es de reclinatorio. Estoy muy cómoda. Miro de repente de reojo el reloj de J. ¡son ya las 12.30! Lo he pasado tan bien que no me he dado cuenta de la hora. Llego y duermen todos. Duermo también a pierna suelta. Al día siguiente tengo una entrevista de trabajo. Como con otro amigo, su mujer y sus niñas, también mucho y bueno, griego. Hablamos de la envidia, de escribir, de viajes, de la familia, etcétera. Y de nuevo ¿son las 5 ya? Se me pasa el tiempo volando. Me han prometido las niñas un comic para cuando vuelva. A Babe, el cerdito, y los corazones sonrientes que me pintaron los tengo en el corcho junto a horarios, cosas pendientes, etc. Necesitan renovación de alguna manera.

Esa tarde aprovecho para ver la exposición de Antonio del Junco en la estación de San Bernardo, "Paisajes urbanos. Metro de Sevilla" . Ni a él ni a Marga puedo ir a verles, me da pena. Me gustan las fotos de Toi, es un paisaje humano del metro de Sevilla -y alguno no humano- que tiene ese calor de mi amigo. Me parece curioso siempre cómo Toi hace eso hasta con los objetos, no digamos con la personas que fotografía. Siempre hay calidez en las fotos de Antonio del Junco, es su mirada que queda, y da alegría siempre hasta cuando hay tristeza. Lo que no me gusta es lo desangelado, lo frío que parece el metro en realidad cuando viajo en él. Por curiosidad me paseo por unas cuantas estaciones, salgo y entro, explorando, sin ir a ninguna parte realmente. Quizá es que es muy nuevo, pero a mí me parece que un metro tiene que tener gente que toque música, más animación, no todo tan puesto, tan distante, tan grandielocuente, una escala más humana, más cercana o que lo parezca. No sé cómo explicar esto.

Por la noche vamos a ver Baaría de Giuseppe Tornatore y música de Morricone. La película a veces te desespera por desmesurada. Incluso en algún momento se te hace hasta esperpéntica. Te recuerdan algunas escenas a Fellini, otras puntuales a "Novecento" (por cierto, qué mal ha resistido ésta el tiempo). Un "Novecento" hecho desde el desencanto, por supuesto. Bueno, pues a pesar de que a veces te pone a 100 y dices “podías haber sido más medido con esto, te estás pasando un par de pueblos”, tiene momentos memorables, verdaderamente geniales, y al final te traga visualmente y de corazón, de ambas maneras. Te devora la película, te convence: ese sol cegador, los amarillos urbanos, el paisaje rocoso y seco del campo de Sicilia, el trazado de un pueblo que luego crece hasta hacerse una ciudad moderna y horrorosa y, sobre todo, el niño que corre por una calle larga, larga. Es un niño pobre al que se le comen las cabras los libros, luego otro niño con jersey a rayas, también con ojos grandes. Y, casi al final, la peonza que gira sobre sí misma, dando vueltas y más vueltas, y a la que un mudo puso el huso y una mosca viva dentro. Se rompe la peonza por la mitad, se raja de parte a parte por otra que la golpea y, expectante tú con el niño miras qué hay dentro, si la mosca viva que metieron cuando pusieron el huso saldrá ahora o no. Me emocioné en ese momento. Es la vida la peonza, la mosca atrapada viva para meterla en el hueco, luego el huso que la encierra, y tras mucho giros, mucho juego con ella, un choque de otra peonza y la rotura exacta, la sorpresa con que miramos a ver qué ha pasado, qué pasa, qué pasará... ¿vive la mosca o ha muerto? Hablamos mucho José y yo. Más de veinte años de amistad dan para conocerse mucho, contarse y saber también que se puede estar en silencio sin preguntar o contestar.

Voy el viernes a Ronda en autobús, otro viaje perfecto. Vuelvo a “Los jardines de Hielo” primer libro de poemas de José María Moreno Carrascal y accésit del premio de Poesía Fundación Ecoem. Ayer le leí a Jose poemas en alto y le encantaron. Hay algunos, "Ofrenda en la ciudad", "She used to sing the blues", entre otros muchos, el libro es espléndido, que emocionan como la mosca de Baaría ¿viva o no? Lo dejo en suspense. Almuerzo sola, si voy a hablar 4 horas seguidas necesito estar en silencio antes. Doy las clases en el Círculo de Artistas, lo paso fenomenal, conozco a gente interesante. Luego me voy con una alumna a tomar algo y me cuenta una historia impresionante, varias para ser exacta, sin conocerme de nada. La literatura está en la calle, en la gente, en mitad de un río en Mozambique donde se cae un coche y una salva el pellejo contra todo pronóstico, el agua entrando a borbotones, las puertas que no se abren, las ventanas cerradas, mientras que un hombre de veintiocho años tiene un accidente en mitad del campo malagueño teniendo tiempo para llamar por teléfono. Cuando llegaron estaba muerto, sólo una gota de sangre en el oído, el cuerpo intacto.

Vuelvo a Madrid el sábado, llueve otra vez. Ronda me ha gustado mucho, ese tajo que atrae al vacío, los vencejos arriba, nubes corriendo, fresco. He paseado por Sevilla. He tenido tiempo de estar con gente que quiero, no toda, no siempre se puede. Estoy contenta.
(9 - 12 junio de 2010. Escrito en mi cuaderno a la vuelta en tren, mientras jarreaba de nuevo. Pasado al blog en Madrid el domingo 13 anocheciendo).

sábado, 12 de junio de 2010

Iguales para que nadie envidie nada (y II). Ese deseo que nos hace humanos





Ay, la envidia tan presente detrás de tanto afán igualitarista. Constante siempre, en cualquier caso. Llevo pensándolo un par de días, porque el tiempo y los comentarios a la anterior entrada me han hecho cambiar mi posición, curioso: ahora creo que cierta envidia es buena y deseable.

¿Qué está en el fondo de todo? Estamos desnudos. Los seres humanos somos limitados, con necesidades, carencias y deseos constantes, a veces hasta cambiantes. Nos hacen de esa pasta. Dos tercios de la población mundial son necesitados de verdad de lo más elemental, pero el otro tercio también lo es aún de modo distinto. Es posible que los de ese tercio rico abusemos del deseo, del quiero y lo quiero ya, lo quiero todo y en este instante. Mala cosa, desde luego, fuente de muchos males, de la insostenibilidad no solo medioambiental, sino económica y humana. Vivir con deseos constantes que “tienen” que ser saciados da muy malos resultados a todos los niveles, lo estamos viendo. Pero creo también que detrás de la pretensión de no desear, del ocultamiento de querer algo que otra persona tiene, se encuentra algo casi peor: una envidia perversa que machaca al que la siente, que le ahoga y le obsesiona acabando por crear a veces un ambiente irrespirable a su alrededor.

Veo algo que tiene alguien o que alguien es algo. Me gusta muchísimo, me encantaría tenerlo o ser así, como es ella, él. Puedo disfrutar ya de mucho, pero eso precisamente que "tiene" esa persona me parece bueno, lo deseo para mí: escribe como a mí me gustaría, tiene tiempo (ay), un compañero que le quiere, qué suerte, ojalá yo lo tuviera, bien que lo echo de menos, una casa preciosa, es amable, pacífico, o constante, o, también, ¿por qué no?, no pasa apuros económicos. Lo veo y lo quiero. Y puedo hacer dos cosas.

Puedo notar que me gusta y aceptar el deseo con paz y sin machacarme. Está ahí. No significa no apreciar lo que uno ya tiene, es, ha recibido o ha conseguido por pura chiripa o con algo de su parte. Se puede estar contento y agradecido con lo que hay y querer más u otras cosas diferentes que otras personas tienen o creo que tienen. Pero hay una censura interior al respecto que no trae nada bueno, pienso. Puede pasar que ese deseo me dé hasta rabia, y que lo primero que haga es negar que eso que tiene el otro –virtud, regalo, don, resultado, lo que fuere, hasta simple suerte- sea tan bueno o exista siquiera. No escribe tan bien, no es tan buena persona, su marido no es tan agradable, su casa al fin y al cabo no es tan grande, debe de ser muy molesto además vivir con tanto espacio. Más que constante esa persona es una pesada, como no tiene talento por eso se esfuerza tanto, etc. Me miento y niego mi deseo porque me molesta desear algo, no tenerlo, echarlo de menos, quererlo. Me da rabia, vergüenza. Soy una puritana. Y se instala a veces vía esa pretensión zen de no desear, que puede ser tan poco humana, en el fondo celos y de los peores. No quiero quizás verme desnuda, necesitada, limitada siempre. No quiero tampoco aceptar la diferencia porque él o ella tienen eso o aquello que a mí me gustaría y no tengo. Y fabulo: niego que haya un hueco, algo que me falta o que quisiera, niego lo que veo en el otro, niego, en tercer lugar, hasta mi deseo, malo, malo, malo.

Creo que España es un país de envidiosos que llegan a la patología porque quizá entendemos equivocadamente aquellos mandamientos que prohíben codiciar los bienes ajenos. Es algo que lo tenemos muy metido, un tema de orgullo más que nada. Me parece que lo terrible es cuando matarías o pisarías suelo sagrado, cuando venderías tu alma al diablo por tener eso que tiene otro. Pero no pienso que sea malo verlo, reconocerlo, ni tampoco desearlo. Tenemos ojos y corazón que están hechos para ver, desear y querer lo que es bueno o así lo consideramos. Es humano que tengamos necesidades o deseos, que estemos desnudos, que nos veamos y seamos limitados, con carencias, o como las fincas, manifiestamente mejorables en todos los sentidos, siempre huerfanitos de Dickens, mendicantes de algo. Forma parte de la vida que a nuestro lado haya siempre gente que tiene o parece tener justo lo que uno no tiene o desea. Es estupendo que seamos diferentes, que haya personas que tienen cosas mejores, o que simplemente a nosotros nos parecen mejores o muy deseables, en ese sentido son envidiables.

Creo que es parte de la madurez y la consciencia saber que la vida está hecha precisamente de deseos que se logran dándote una alegría. Y de otros que no, y no pasa nada. También de algunos que se logran y luego te dices "Dios mío, casi mejor que no se hubiera cumplido", pasa. Me parece que no se trata de negar los deseos, sino de vivir con ellos jugando, tomándoselos en serio y por eso en broma, con esa envidia que no es oscuridad, es luz por ver lo bueno y lo bello, o lo que nos parece que es así en otros, y ese deseo que nos recuerda que somos humanos. No creo que una sociedad que intenta tener todo lo que tiene el vecino a la voz de ya sea buena. Pero mentirnos sobre lo que deseamos y no es nuestro, sobre la diferencia que hay en dones, regalos, meritos o fortunas y suertes simple y llanamente, no creo que sea sano. Puede acabar por hacer daño. Y sin querer uno puede llegar a ser un envidioso de los peores bajo la pretensión, por ejemplo, hasta de hacer justicia poética, de revelar las verdades de alguien o ponerle en su sitio con la palabra, en la literatura, con la ficción o el ensayo. Bajo la apariencia de sinceridad, hasta de bondad y buenas intenciones, puede haber a menudo envidias que se han enquistado. Detrás de algunos afanes justicieros insistentes puede haber celos, me parece.

Hablé con un buen amigo bueno –valga la redundancia- sobre esto, uno de esos amigos envidiables. Le dije que necesitaba tiempo para escribir, que en la negación de la carencia o del deseo me parecía que está parte de la raíz de la peor envidia. Me dijo que él decía siempre “qué bien” cuando alguien tenía algo, lo que fuera, para alegrarse por el bien ajeno. Es la posibilidad mejor sin duda alguna, poder ver, reconocer y alegrarse siempre en el bien ajeno, un ejercicio muy saludable. Si hay una punzada porque el éxito de otro molesta, duele un poquito, malo. Si esto acaba en negación, todavía peor. Y puede ocurrir. Yo, desde luego, no estoy nada a salvo.

martes, 8 de junio de 2010

Iguales para que nadie se ofenda (I)




Desde hace largo tiempo noto que, sin querer, se pega un sentido de la igualdad que me parece que no es bueno. Ayer lo comentaba Cotta. No estoy hablando de igualdad ante la ley o de la igualdad cristiana que recuerda que somos hermanos porque Dios, que es Padre, nos ama a todos como hijos, no hay un favorito u otro, a todos nos quiere con amor personal e inigualable. Me refiero a un sentido de igualdad perverso que se fragua en la enseñanza y se difunde luego. A ver si lo puedo explicar sin que sea muy largo.

“Fulanita es muy guapa, qué barbaridad de mujer…” “Bueno, hija, no lo es tanto, pero es que la pobre es tonta del haba...”. Los dones naturales, aquellos que Dios o los genes dan, se minimizan y se busca el espíritu de igualdad como si el Creador o la naturaleza fueran el Ministerio de Hacienda. Si alguien tiene algo, si es que se llega a reconocer, hay que recortarle luego por otro lado. Es como para consolarnos de un don, el que sea, que sabemos que algunas personas tienen sin haber hecho nada. Y eso molesta a veces. ¿Por qué molestan los regalos, los dones, lo gratuito? Habría que preguntárselo. La gratuidad se entiende mal en una sociedad donde todo tiene que ser el do u ut des o ese ir por el conducto reglamentario: todo a todos, lo mismo y del mismo grado, porque somos todos iguales y, si alguien tiene más o diferente, hay que nivelarlo.

Pero no sólo es negar esas diferencias naturales que se dan al nacer , lo que, por otro lado, tampoco tienen mucha importancia, son y no pasa nada. También negamos sorprendentemente junto al regalo el mérito, cualquier mérito personal por el que alguien logra algo. Ante un rico automáticamente se piensa que es un sinvergüenza y habrá robado o que tuvo una suerte injusta que se nos niega al resto de los mortales. Sólo los futbolistas o los artistas se salvan algo, pero el resto, especialmente los empresarios, son en este país mal vistos, no se les perdona y, desde luego, no se piensa que su esfuerzo puede explicar algunas cosas, no siempre, pero sí a menudo. Por eso en televisión triunfan tanto los impresentables, las personas muy zafias. Molesta menos su vulgaridad que la excelencia. Consuela incluso verles tan desastre ahí en ese parnaso televisivo, triunfando. Es el éxito de la ordinariez, de lo peor, siempre menos doloroso que el de quien es más o mejor que nosotros en algún aspecto. Éste es un país de envidiosos, por eso el igualitarismo crece bien y sano y se alía con la vulgaridad.

La teoría de la excelencia por la constancia y el esfuerzo tampoco es aplicada. Aquí todo tiene que ser espontáneo y fruto del genio personal, donde, ahí sí, somos todos inigualables. Es el complejo denominado "Lola Flores", el “yo too lo llevo dentro”, de oficio, horas y técnica, nada, se calla. Sólo hace falta que nos den una oportunidad para que salga, que no nos machaquen mucho con imposiciones académicas o de otro tipo. Esto en enseñanza me dicen que está a la orden del día. Junto a no querer dar ni chapa muchos chicos, y lo que es peor, sus padres, creen verdaderamente que son geniales y únicos, y que el instituto o el colegio son muy molestos lugares donde se les coloca en un sitio que no es el que les corresponde.

“Son unos valientes impresionantes” le comentó un familiar mío a una persona a raíz del modo en que viven algunos en ciertos lugares de España sin querer marcharse de su tierra por miedo o amenazas, sin pagar el impuesto revolucionario, resistiendo con valor. “Bueno, pero eso no les hace mejores que nosotros” le contestó el otro. “No, perdona, sí que son mejores que nosotros en eso al menos, son más valientes que otros muchos...” dijo mi hermano. No todo es exigible, claro, pero desde luego hay personas más admirables en algunos aspectos, comportamientos, momentos de su vida, etc. Los hay.

Es un ejemplo, pero hay otros muchos. Lo notas cada vez que alabas a alguien en algo que hace o que es, se intenta minimizar en cuanto se puede: “Ha vendido muchos libros”, “su libro es elemental y lo hace cualquiera, ella es puro marketing”; “liga una barbaridad”, “es que exige poco, así cualquiera liga...”; “es un hombre muy inteligente”, “bueno, no tanto, ¿tú has visto su última metedura de pata del otro día?”. Es como si molestase la luz del otro, la que tiene, la suya, única, con sus sombras, claro. ¿Quién no tiene sombras? A veces es como si prefiriésemos que todo el mundo fuera una bombilla con una luz exactamente igual a la otra, a la de al lado. O buscamos la sombra, que siempre existe, la hacemos más grande, como si así ésta pudiera ocultar el hecho de que en algo o alguna vez alguien tiene una virtud, algo bueno, digno de admirar o de reconocer al menos. O que hace algo heroico o muy bien hecho, aunque luego pueda ser un desastre en otros aspectos. Pues no: "no será para tanto", "fue la casualidad", "sí, sí, muy listo, pero mira lo mal que le va en..." Somos de traca.

Hay más aspectos de la igualdad que ya no caben, volveré mañana. Por ejemplo, la mención a los diversos “colectivos” (lo siento por la palabra, que alguien me dé otra) siempre con pinzas, por si acaso. Ya le pasó a Juanma hace unos meses, un poema a una mujer madre … que quiso explicar bien... no fuera a ser que las que no lo son madres se dieran por ofendidas. Y es que estamos a la que salta y así no se puede hablar de nada. El maldito igualitarismo es un peñazo. Y está bien metido para nuestra desgracia. Quizás el lema hoy es por la igualdad al desastre.

domingo, 6 de junio de 2010

El síndrome del impostor


Voy a la feria del libro el jueves con J. Hacía tiempo que quería quedar con él y hablar de literatura, de escritura, saber cómo hace para dar esas puntadas que ni se notan, pero que están ahí sosteniendo el andamio del cuento. J. compra un libro precisamente de cuentos, yo “Diario de Adán y Eva” de Mark Twain y “Arte de distinguir a los cursis” de Francisco Silvela, ambos de Trama Editorial. El primero ya lo tengo, pero es para un amigo. El segundo es porque el tema de los cursis me interesa, es un clásicoen mi bitácora y en mi cabeza. También me hago con un ejemplar de “La hija de Robert Poste” de Stella Gibbons. El viernes copa en mi casa sólo de mujeres, casi todas están de puente, pero nos vemos las que quedamos. El sábado subo con N. a la sierra, a Miraflores, a Canencia. Hacemos casi 4 horas de caminata hacia la Morcuera por una senda llena de árboles, fresquita. Olimpia al final casi no puede, está mayor. Cena con el senado en una terraza, pero con el ruido ambiental no les entendemos, no nos entienden y se quieren ir a la cama, aguantan mal ese estar tranquilamente, ellas en su casa, a retirarse pronto.

Hace ya un calor agobiante en Madrid, pongo el aire acondicionado en casa y ¡funciona! Esto es vivir bien, qué gusto. Acabo de evaluar. No me gusta hacerlo en caliente. Doy una segunda vuelta siempre que puedo. Como al escribir, hay cosas que se ven después, pasado el tiempo, y a mí me gusta el tiempo, soy muy partidaria. Claro está que hay que ir cerrando frentes, y si por una fuera nunca entregaría nada, siempre empantanada y con cosas pendientes. Benditas fechas límites de todo –qué bien llamadas “deadline”- que hacen que cerremos página, aunque a veces volverías a escribir todo de nuevo, a a hacer las cosas de modo diferente, o a mirar de otro modo al menos. No es perfeccionismo en mi caso. Los que corremos mucho o abarcamos más de lo que debemos metemos más la pata, es un tema de probabilidades simplemente (y de calma también, es cierto).

Hay una tristeza propia de cuando entregas lo que sea, las notas, un texto que envías a un concurso porque ya lo cierran, hasta ver lo que escribes impreso. Ocurre que a menudo ese vistazo a lo hecho se salda en vergüenza, mucha vergüenza. No es eso, algo le falta, le falla, no sabes qué es, o sí lo sabes. A veces te das cuenta sin pensar sólo con el tiempo y otras pensando y durmiendo. Y se añade al síndrome del impostor, omnipresente, como un saboteador lo tengo. Por lo visto es muy frecuente en mujeres, aunque mi hermano Paco me dice que también les pasa a muchos hombres. Es ese síndrome por el cual jamás darías clases. El mismo que hace vomitar hasta la primera papilla cuando te enfrentas a un tema nuevo, el que te come cuando vas a una entrevista de trabajo, a vender tus servicios, en fin, un largo etcétera. Aunque no se note a menudo absolutamente nada, porque son ya muchos años y la procesión va por dentro, sólo faltaba. Es también el que hace pensar para qué escribes, descontenta siempre con el resultado cuando terminas y ves, sabes, más bien, que no es eso todavía, que no llega a ser lo que quieres o lo que tiene que ser. Piensas que estás engañando a todo el mundo y que has hipnotizado como la serpiente Kah de “El libro de la selva” al pobre Mowgli o a quien sea. Un día se darán todos cuenta de todo y te echarán a patadas de donde sea. Me voy a dar una vuelta a ver si se me pasa y a cenar luego. Tengo gazpacho, bien. Y jamón ibérico de Barcarrota, mejor todavía. Y Pink Martini que quita las penas.



viernes, 4 de junio de 2010

Monstruos de frente

En los abismos marinos hay monstruos, seres vivos extraños, deformes, incoloros, transparentes, sin ojos, ni oídos, la piel rugosa o inexistente, apenas un esqueleto. Están aplanados por el peso del agua, hechos a la falta de luz, a la oscuridad perpetua. Atacan por sorpresa cuando detectan el más pequeño movimiento, lanzan su veneno con una sola púa larga que tienen. Llevan mucho tiempo a la espera con mucha presión que los aplasta. También es la falta de alimento, el hambre, lo que les hace aprender una sola regla: atacar para luego retraerse. A veces quieren comer y no ser devorados, el resto no existe para ellos en su cueva eterna, no hay juego ni descanso. El sufrimiento siempre engendra sufrimiento, hasta en el mar se cumple esta máxima terráquea.

Realmente cualquier criatura puede inspirar miedo al verla diferente, y también si se la percibe amenazante por la dimensión que tiene, aunque sea pacífica y no coma peces. Muchos animales marinos grandes son así a menudo inofensivos, no necesitan atacar ni para alimentarse ni para defenderse. Pero su sola presencia puede asustar a muchos seres vivos que se apartan a su paso. Abren la boca estos animales y entra todo el alimento que necesitan con el agua, se filtra por sus barbas que no son dientes, comen sin lucha alguna, sin forcejeo. El mar gratuitamente les llena así, les nutre, no sólo les sostiene generoso en su inmenso peso. Van llenas de mar, literalmente, no matan.

Pero hay otros cetáceos que cazan con una técnica muy depurada, como el cachalote. De pacíficos, nada. Son velocidad y un perfecto radar, no solo peso y dimensión. Se sumergen largo tiempo en lo más hondo, y allí en las profundidades detectan, eligen y matan. No sólo son grandes, son impresionantes en su rapidez y precisión letales, monstruos reales.

jueves, 3 de junio de 2010

Fondo marino

Amortiguado el ruido, ya casi inexistente, desplazando agua con el movimiento. Mil peces distintos, corales, algas y estrellas, también extrañas criaturas a las que hay que mirar de frente.

Más adentro la oscuridad se hace presente, salir a la superficie solo cuando necesite coger aire, mientras pueda sigo nadando, dejándome llevar por la corriente.

Todo en calma, cada cosa sucede a su tiempo. Mil colores, como me dijo Perlado, muchos de ellos imperceptibles al ojo humano, puestos ahí, en lo más hondo del mar para que nadie los vea. Es el derroche de la naturaleza.

Se está bien suspendida y flotando en el agua salada que sostiene todo, pasado, presente y futuro. Agua de mar, en ti no hay miedo.

Intento detectar las señales que emiten otros seres vivos que están muy lejos, también en el fondo marino, el ruido exterior imperceptible ya. Es el propio, el interior, la contaminación acústica y lumínica más fuerte, la que hay que hacer callar poco a poco hasta hacer silencio, más silencio, mucho más silencio. Más adentro, todavía más lento, a la escucha, observo, me muevo. Paciencia.

martes, 1 de junio de 2010

Jardines y religión



Hace unos años fui a una escuela de negocios, asistí a un seminario. En el descanso estuve en el jardín un rato. Era como aquel de Ásterix y Obelix en Bretaña, ese que un inglés regaba y cortaba con dedicación cada pequeña hierba que salía mientras decía “me faltan 300 años para que sea perfecto” (antes de que pasaran los galos y no sé cuantos más por encima dejándolo todo hecho polvo y a él anonadado). Le dije a quien me guiaba que era muy bonit -vi hasta un picapinos, el primero de mi vida-, pero que era un jardín "protestante" y le hacía falta un poco de imprevisión, flores que salen donde no esperas, árboles un poco dejados a su aire, algún yerbajo en un rincón esperando, para que aquel jardín fuera "católico". Me salió del alma y nos reímos los dos, mi amigo y yo.

El caso es que hace unos días en una peluquería vi un pequeño jardín portátil japonés de los que llevan un rastrillo, con piedrecitas, su fuentecita y una pequeña planta. Pensé que cada tipo de jardín tiene que ver con la religión a veces, con el modo de mirar al mundo, no a Dios solo, a las personas y a la vida. Este pequeño jardín llamaba a la calma, al orden, a la visión, en cierto modo, de la armonía. Pero una armonía suspendida en la nada. Lo oriental –es una forma de hablar, hay 20 maneras de ser oriental- tiene su atractivo. Especialmente lo de la paz y el equilibrio, en fin. Hasta la nada tiene a veces su atractivo. Pero ese no desear nada que implica a veces -me acuerdo hoy de Tamara y las clases de yoga en El Boalo, "liberaros del deseo"- creo que es poco humano, o a mí por lo menos no me sale.

Pensé hoy, al hilo de una conversación en la comida, en las casas del Escorial esas que están en el monte Abantos hechas de granito, con sus pinos alrededor, su tierra roja, sus jardines a menudo dejados un poco de la mano del dueño, pero con sombras, rincones, frescura en verano. O en la casa de mis abuelos en Valladolid, hoy de mi tío, y ese jardín donde se riega y se riega y no sale nada. Es arena, tierra de pinares, se filtra el agua y cuesta que nazca. Aunque al final algo sale y todos nos ponemos muy contentos. En ese césped de grama que mi tío logró que creciera cuando éramos chicos había “pesetas”, así las llamábamos. Eran unos pinchos pequeños, irregulares, con un púa más larga en un lado que en los otros, que nos clavábamos en los pies descalzos a veces.

No sé si me he metido en un jardín con esta entrada. Pero bueno, es igual, ya saldré.

Me he quedado pensando en los jardines franceses, es esos otros romanos sin flores, sólo verde, en járdines árabes. Creo que mi teoría no se sostiene o necesita mucho más trabajo. Lo tengo que pensar mejor otro día o buscarme otra teoría que diría Groucho (creo).

Mientras tanto, Pink Martini, en francés aquí debajo y arriba en español. Me he hecho fan, me encantan.

PD: No un jardín, todo un bosque inauguran hoy en Espartinas, "El bosque de los libros", donde uno de los árboles llevará el nombre de Siltolá. Espero que no les haga mucho calor y ese árbol y otros crezan con mucho espacio. Y den sombra, que falta nos hace.