Bitácora de Aurora Pimentel Igea. Crónicas de la vida diaria, lecturas y cine, campo y lo que pasa. Relatos y cuentos de vez en cuando.

miércoles, 31 de enero de 2018

La buena educación

Nunca he pensado que las buenas formas en la mesa sean lo más importante de la educación.



Supongo que, como muchos de mi generación, nos espanta la estricta observancia de lo que pudieran ser formas "externas" mientras se desatiende lo que consideramos "el fondo". Es un tic de los que nacimos en los años 60, lo sé. Pensamos que se puede ser un tipo que sabe utilizar la pala de pescado y no sorber la sopa y, a la vez, un perfecto imbécil de los que miran por encima al prójimo.

Sí. Hace décadas podría pecarse en este sentido. Bueno, y ahora. Es una tentación que se puede tener y que, desgraciadamente, a veces se alimenta. Algunos anglos, ciertas clases sociales, etc., eran expertos en esto. La buena educación así entendida podría ser un código de reconocimiento, algo como de élites no al alcance de cualquiera.

Sin embargo, la vida te va a enseñando que las formas, si son auténticas, son precisamente un modo de respeto al prójimo y a uno mismo -esto casi lo primero- y que, desde luego, facilitan la convivencia.

Como ocurre con otros ámbitos, hoy en día podemos quedarnos prendidos de lo externo de lo supuestamente externo, valga la redundancia,  y no dar con el fondo de la forma, lo realmente importante. Hoy esto nos encanta. Echamos de menos algo pero nos quedamos en sus aledaños. Ocurre en otros ámbitos, y la buena educación -en esto de la mesa- puede ser otra carcasa más, un rey desnudo por mucho que se vista de seda.

Recuerdo a mi padre recogiéndome en la calle Lista al salir yo del trabajo. Él venía del antiguo INI en la plaza del Marques de Salamanca. Eran mediados de los 80. Un banco americano, mi primer sueldo, quería comer conmigo, subió a la planta aquella. Estaba muy contento de su hija con su primer empleo.

Era un día normal en el banco. Se oía a un jefe gritar a  alguien por algo que había hecho, una bronca, bastante habitual, en directo. Mi padre no daba crédito. Bajamos en el ascensor con dos compañeros hablando en un lenguaje que hoy nos parecería normal, pero que hizo respingar a mi padre (los tacos antes no se decían ni cuando te pillabas la mano en la puerta).

Bajamos a comer al Vips. Teníamos no lejos a varios compañeros con jefes comiendo. Muchos de ellos fuimos de esa generación con mucha suerte, nuestros padres dedicaron sus mejores esfuerzos para que aprendiéramos inglés, viajásemos y estudiásemos.

Hablé con mi padre de algo que no recuerdo, terminamos de comer y salimos. Y cuando mi padre se despedía camino a su trabajo y yo al mío, dejó caer como quien no quiere la cosa "Hija, me da mucha pena que en un banco con gente tan bien vestida y que tantos medios ha tenido y tiene se hable y se coma tan malamente".

Todavía lo recuerdo.




martes, 2 de enero de 2018

Balance 2017. Y general.

1. Puedo hacer pocas cosas, y las que puedo hacer sirven de poco.
2. Aún así, hago poco. O hago lo que no tengo que hacer. Y lo hago a menudo mal o manifiestamente mejorable, como las fincas.
3. Lo anterior importa, en todo caso, también poco.
4. Dios me ama.
5. Dios ama a los que amo más que lo que yo puedo amarles. Él se encarga de ellos. También de mí aunque no me deje.

Doy vueltas, solo el 4 y 5 cuentan.


Más bajo, por favor

Hace unos tres años pensé que podría tener problemas de oído de tanto como me molestaba el ruido. Fui a hacerme unas pruebas y el resultado fue que oía perfectamente "como si tuviera Vd. mis años", me dijo la encargada de Gaes, una veinteañera muy simpática.

Me molesta cada vez más el ruido y el ruido hoy está en todas partes. Y eso que vivo en Ávila.

Desde aquel día en Gaes estoy leyendo sobre el silencio. Pero no me vale leer sólo, necesito practicarlo. Sería un buen propósito para este año, más espacios de silencio y también, y en todo, un tono más bajo.

Hablo demasiado alto. No son los otros los que lo hacen, es mi propia voz interior la que me molesta, un runruneo inaudible para otros pero constante. Pienso demasiado en alto. Creo que debería pensar en voz más baja. Y, probablemente, menos. Quizás no es pensar lo que hago.

Quiero acabar el libro del Cardenal Sarah.