Bitácora de Aurora Pimentel Igea. Crónicas de la vida diaria, lecturas y cine, campo y lo que pasa. Relatos y cuentos de vez en cuando.
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viernes, 18 de septiembre de 2009

Tras





Tras lo de la Pelas no me queda ya nada más que contar. Creo que ya lo he dicho todo. Bueno, de Nati apenas hablé, pero vamos, que me la encontré de casualidad, como ya dije, cuando todavía Mario estaba.

Pedimos juntas las dos, dormimos juntas las dos, nos entendemos bien aunque también nos peleamos. Nati es un poco lenta, todavía más que yo, y a veces no entiende las cosas y se empeña en algunas que no pueden ser. Pero es una buena mujer. Sale conmigo temprano para la misa esa de primera hora que si nos la perdemos pues tampoco pasa nada porque, como ya saben, a esas horas todo el mundo está todavía dormido y dan poco o nada, tienen mucha prisa y salen como disparados.

Dice Nati que nos debíamos ir a su pueblo este invierno, por eso del frío en Madrid que es muy duro. No sé, no lo veo claro y me he acostumbrado a lo que me he acostumbrado. Lo de pedir en un pueblo de la costa me suena como raro. Claro está que allí tendríamos casa y no estariamos como estamos ahora, de un lado para otro. En fin, ya veremos. Yo tengo a mi hija aquí y de vez en cuando paro en su casa, la veo y veo también mis nietos un rato.

A la salida de misa de una en esta parroquia de San Fernando por lo menos sé con qué me encuentro, son ya muchos años. Me daría pena perder de vista a tanta señora viuda, al cura gordo y calvo y al otro de gafas de culo de vaso, a la Pelas y a su olor, a Jaime con su cartel de "soy güerfano y de Jaén", al negro tan extraño, tan listo y que habla tan raro, a los recuerdos de Mario, el Cantinflas, siempre por todos los lados aquí en el barrio. También, la verdad, a la perra negra, peluda y vieja a la que cuido cuando su dueña está en misa. Como a mí, a esa perra no le quedan ya muchos años, y yo la he cogido cariño.


Fin de "Preposiciones".
(En memoria de Mario, el Cantinflas. En recuerdo de los mendigos de San Fernando que siguen ahí, siempre. Con mi agradecimiento. Dice el evangelio que valemos más que gorriones, que ni siquiera uno de ellos cae si no es con la voluntad del Padre. En fin).

jueves, 17 de septiembre de 2009

Sobre


Sobre la Pelas, que ya he dicho que vive la que mejor, hay mucho que contar.

Ella no pide, simplemente espera. Y esa es, como decía Mario, la mejor manera de pedir a veces, sólo esperar, que algo ya caerá. Ya te ven ahí a la puerta del supermercado o de la iglesia como eres y estás, no hace falta decir nada. Con tener la bolsa ahí abierta, el cartón en el suelo o la mano extendida debiera bastar. No hay que dar explicaciones, se hacen cargo de tu situación los que quieran hacérsela, claro. Y los que no, no valen la pena. Todo eso al menos piensa la Pelas.

Aunque es cierto que hay gente que está muy hecha a que anden detrás de ella: "Señorito, deme pa'esto y pa'lo otro, que me pasó lo de allá o lo de más allá". Por lo que sea, son señoritos o señoras que le encuentran como el gusto a ese no responder a la primera, ni a la segunda, ni tampoco a la tercera. Quieren que estés trás de ellos porque son ricos de alguna manera y viven acostumbrados a que se les persiga, a que les rían siempre las gracias y hasta a que les cuenten las penas. También porque entre los que pedimos hay algunos que piensan que tenemos que contar historias verdaderas o a inventadas para dar así más lástima, que si no, no hay manera. Como decía Mario también, "quien no llora, no mama". En fin, que de todo hay.

Pero la Pelas, sin pedir, y pareciendo ella la que da a quien le da, que es que no hay quien se lo crea, y mira que tiene delito, es la que al final obtiene más entre nosotros. No por nada, ella es así. Y aunque no tenga ni dónde caerse muerta, pobre como todos nosotros, ni pueda decir esta casa es mía, porque tener, lo que se dice tener, no tiene nada ni a nadie, al final sobrevive y acaba saliendo a flote. Es la que consigue más monedas y algún billete que otro que guarda para cuando vengan malas y de verdad.

Se coloca al final de la iglesia la muy sinvergüenza. Escucha al cura como si se enterase, muy atenta. Piensan los feligreses que es hasta piadosa y los que asisten a misa se acaban sintiendo conmovidos, no porque pida, sino porque espera ahí, callada y quieta.

Bueno, también es por el olor ese que desprende la Pelas, todo hay que decirlo.

Es un poco sucia, se lava muy de tarde en tarde, y no por pobre, sino porque no le da la real gana hacerlo. Y al final es esa pobreza suya tan olorosa con la apariencia de piedad, con el orgullo o su dignidad, vaya Vd. a saber, es precisamente esa mezcla lo que les hace darle.

Pero ya digo, ella, pedir, no pide nunca. Simplemente está, y va como sobrada pero con el bolsillo del delantal bien abierto, que se vea vacío como está siempre, y al final, oye tú, que le da su resultado. Es la más vieja de nosotras y todavía sigue en esto. Así que es posible que esa manera suya de pedir sin pedir, con su presencia muda y constante, como de mula, funcione mejor que la nuestra.

Sin



Sin esperanza no se puede vivir o se vive mal, pienso yo. Bueno, sí, hay gente que vive así, claro, y no sólo en la calle. Los hay que tienen casa, trabajo y familia, pero esperanza como que no tienen. Como diría Mario, el Cantinflas, el mundo a veces está hasta bien repartido, y esperanza a algunos les queda poco o nada. Tampoco quizás la quieren o necesitan ya tenerla, todo es posible: que los que tengan, precisamente porque tienen ya mucho, no les haga falta tener esperanza, les sobre ésta, que incluso la desprecien o hasta que se rían de ella y de nosotros, los pobres, que algunos la tenemos.

A menudo se cree que quienes estamos pidiendo, viviendo de lo que nos dan los demás, no tenemos esperanza porque nunca tuvimos nada, porque lo perdimos casi todo. Pero yo creo que puede ser al revés. Porque vivimos en la calle, y dependemos de la bondad ajena, tenemos algunos todavía esperanza.  Porque cada día es distinto al otro, y aunque sabemos que lo más seguro es que jamás tengamos una casa, que encontremos un trabajo o que alguien nos quiera sin pegarnos, nos queda siempre un hueco para esperar. Aunque no nos hacemos idea muy bien de qué ni cómo, pero es lo único que realmente tenemos.  No sólo son las monedas que hoy podamos conseguir y con las que comeremos, pagaremos una pensión o lo que sea. Es otra cosa distinta que no sé explicar y que algunos llevamos por dentro, muy metida en nuestra pobreza, entre las penas, en medio de la soledad, del frío o de la tristeza, dándonos calor unas veces más y otras menos, pero ahí está, aunque a veces no se vea.

Llueve en Madrid, acaba el verano y empieza el otoño, más frío y menos luz, pero ya nos arreglaremos de alguna manera como siempre hacemos Nati, la Pelas y yo. Por cierto, me falta contar lo de la Pelas, esa sí que es lista y vive bien.

Bajo el techo del atrio de San Fernando vinieron corriendo del parque las cuidadoras, que las llaman ahora, negras unas, otras muy blancas, casi todas extranjeras, que estaban con unos niños tan pequeños que no van ni al colegio ni a la guardería todavía, casi todos en sus carritos. También llegó la perra esa negra toda mojada con su dueña. Sin paraguas habían salido porque hacía bueno y el chaparrón las pilló en mitad de la calle. Las ayudamos a secarse entre risas, las pobres, caladas las dos hasta los huesos.

miércoles, 16 de septiembre de 2009

Según



Según vinieron se tuvieron que ir del barrio. Se pusieron a dormir en el patio entre Padre Damián y Hurtado de Mendoza y armaron tal escándalo, eran tan sucios, restos de comida por todos lados, ropa dejada de cualquier manera, caca y pis iban dejando a la vista y sin ningún cuidado, que en unos meses los vecinos hicieron vallar el patio y luego acabaron echándolos no sé dónde. Si hubieran sido más discretos no les hubiera pasado.

Nosotras continuamos aquí, por el parque de San Fernando. Nos aliviamos a veces detrás de los setos, cuando no hay más remedio, pero no a la vista de todos. Sólo los jardineros municipales, los curas, los de los perros y algunas madres que salen al parque o las que cuidan a los niños saben que por detrás de los árboles y pegando a la iglesia no se debe ir.

Alguna parejita que no lo sabe se ha llevado alguna sorpresa y salen aullando de los setos cuando pensaban estar tan tranquilos ahí metiéndose mano. Nati y yo nos reímos al verles intentándose limpiar los zapatos, un pie, un brazo, con asco.

Si no nos reímos con estas cosas, díganme Vdes. con qué nos vamos a reir ahora que ya no está Mario y suelta las gracias esas suyas que, aunque no fueran nunca para mí, me gustaban.

"Eres chiquita pero muy guapa. Te lo dice un pobrecito que no pierde ni gana nada en ello". Esto lo decía como Cantinflas, con acento mejicano, a una bajita.

 "No se preocupe, que las bolsas, sólo por volver a verla y dárselas a Vd. en la mano, se las guardo yo", eso a una de cuarenta que venía toda cargada.

Y luego ya muy crecido con las ancianas que le miraban incrédulas a la entrada de misa de una: "Señora, Vd. seguro que es buena, pero es que encima está Vd. hoy muy guapa, y cómo se nota que ha ido a la peluquería, si no se lo dice su marido, aquí estoy yo para decírselo". Alguna ya le contestaba que el marido llevaba criando malvas hacía unos cuantos años, pero él ni se inmutaba. "Pues por eso, para eso estoy yo, para decírselo a Vd, porque él ya no se lo puede decir". Y claro, se acababan riendo todas.

Lo dicho, se le echa mucho de menos a Mario. Se nota a todas las mujeres más tristes, éste que es un barrio de personas mayores y solas, de mucha viuda.

martes, 15 de septiembre de 2009

Por



Por primavera, ya bien entrada ésta, cuando Mario se puso muy mal y estaba en los huesos, dejó de salir y yo lo hice por los dos. Fue entonces cuando conocí a Nati y empezamos a ir juntas a pedir como yo con Mario al principio, ella, como yo, aprendía rápido.

Un día cuando se puso a hacer calor, como pasa en Madrid de repente, que no tenemos un respiro y pasamos casi del frío a no poder parar sin darnos ni cuenta, quiso Mario acompañarme a San Fernando, se empeñó. Llegamos muy malamente, pero llegamos. Quiso ir con el carro suyo de siempre, el del Topo Gigio atado al frente, el ratón ese que él había crucificado extendiéndole las patas en aspa. Él, vestido como Cantinflas, la ropa se le caía de verdad, todo le venía muy grande, estaba hecho un cuadro.

Se sentó en las escaleras de donde viven los curas, y allí se fue quedando dormido, con su carro al lado, apoyado en la verja y al sol que pegaba lo suyo ese día a últimos de mayo. Nosotras, la Nati y yo, estábamos a lo nuestro, cuidando a la perra negra peluda, esperando a que acabara la misa de mediodía. Salieron todos, primero en tromba y hablando sin parar, todo mujeres, luego al final ya de uno en uno. Iban a cerrar la iglesia y pasó al lado de Mario Don José, el  cura gordo y calvo, y se le quedó mirando mientras dormía. Le tocó, luego nos llamó y nos acercamos todos rápido. Al intentar despertar a Mario se cayó de lado.

Hubo un poco de revuelo aquel día. Se lo llevaron y a los dos días murió en el hospital. Le enterraron no sé muy bien dónde. Yo ya estaba con Nati que, como es mujer y más joven que yo, no me pega. Por eso no llegué a llorar a Mario como tampoco lloré a Martín, aunque a los dos les quería.

Hemos conseguido mantener nuestro puesto, antes de Mario y mío, ahora de mí y de Nati, en la parroquia de San Fernando. Estamos ya casi todo mujeres, hombres van quedando menos o no aparecen por aquí.

Aunque hace tres años una banda de gente de fuera, de rumanos, búlgaros o de polacos, no sé bien, pero todo hombres, jóvenes y fuertes, nos amenazaron, nos querían echar.

Pero resistimos y aquí estamos.

Para



Para mi el invierno es lo peor. Con ese frío lo paso mal y siempre acabo acordándome del día en que Mario, el Cantinflas, me lo contó, porque era una madrugada de esas de heladas, como algunas en Madrid en enero, que te duele la nariz y entre los ojos si estás en la calle.

Se le escapó una noche de borrachera donde también acababa pegándome. Es como si algunos hombres bebieran a propósito para poder pegar a alguien luego y no sentirse mal por ello. Hay que saber cuándo están bebiendo así y cuándo empiezan a estar fuera de sus cabales para quitarse rápido del medio. Luego se les pasa y se quedan tranquilos, se duermen y ya.

Me había escondido detrás del lavadero viejo de la casa donde estábamos, era cuestión de tiempo, hasta que le hiciese efecto todo lo que había bebido y se cayera redondo.  Entonces le oí gritar  "¡La quiero! ¡La quiero! ¡La quiero!" mientras me buscaba a tientas porque había bebido y porque no había luz suficiente, furioso. Yo no sabía a quién quería, por quién era esa letanía, pero tampoco me importaba ni mucho ni nada, la verdad. Yo quieta donde estaba, a salvo en el lavadero. Él era demasiado grande y yo cabía en el hueco ese donde él no podía ni verme ni encontrarme. Hasta que agotado se dejó caer en un rincón y mientras lloraba repetía ya cada vez más bajito "Te voy a matar, te voy a matar, no la tratas como merece, la dejas sola mucho tiempo y yo la quiero, yo la quiero, yo la quiero". Luego se acabó durmiendo.

Entonces supe lo qué había pasado, por qué no se había ahogado Martín, mi marido, por descuido o porque se cayera. Por qué Mario apareció al mes siguiente de muerto y no hablamos apenas de él. Y lo entendí todo y a la vez no entendí nada, como siempre me pasa. Cuando lo veo todo claro es cuando es peor, porque es cuando ya no comprendo nada y lo paso muy mal.

Nunca le dije a Mario que yo lo sabía. Él ya estaba muy enfermo y por eso también bebía más, tenía dolores. No quería pasarse por el hospital, cada vez más delgado y con un ardor que no le dejaba dormir. Un día en la parroquia de San Fernando un médico se lo llevó, le hicieron unas pruebas y le dijeron que  podía curarse si se trataba. Se ofreció el mismo médico a internarle en el hospital, a hacerle todos los papeles, porque sabía que él no iba a ir al tratamiento sin estar dentro. También sabía que yo no podía cuidarle. Pero Mario dijo que nones, que él en el hospital no se quedaba de ninguna manera, que se lo agradecía mucho, pero que le dejasen en paz.

lunes, 14 de septiembre de 2009

Mediante



Mediante el juego o bebiendo el tiempo se pasa antes, todos lo sabemos.

Pero, por prudencia, si pides, no debes de beber alcohol delante de quienes te pueden dar dinero, especialmente si eres una mujer. Una mujer bebiendo en la calle produce mucho rechazo, más que un hombre. Luego les cuesta más, te dan menos, no sé qué pasa, aunque hay excepciones, claro. Hay gente que entiende que bebamos como beben ellos, pero lo normal es que no guste, es como si no nos pudiéramos tomar una cerveza, ginebra o un tinto en público.

En nuestras manos una botella o un tetra brik que no sean de zumo o coca cola parece la confirmación de que estamos aquí porque queremos y que el dinero es para el vicio.Y algunas personas lo del vicio en los que pedimos lo lleva muy mal. Ellos pueden beber, pero que lo hagamos nosotros no gusta nada, tendríamos que ser todos abstemios, y sólo beber cuando tienes algo detrás: casa, trabajo, mujer o marido, amigos, dinero o posición, si no, no hay premio.

También otros piensan que algún vicio, algo malo, tuvo que pasarnos para que estemos ahí, pretenden que merezcamos de algún modo estar en la calle, buscan el rastro del mal comportamiento. Es como si así se tranquilizasen, pero en el fondo al final no quieren que el vicio se vea tanto, prefieren que quede oculto, en silencio. Que haya como una justificación, vamos, pero no que la mostremos.

Y la mayoría sienten que su dinero es inútil si nos ven con vicios que ellos pagan. Piensan que nos dan para vivir, no para el vicio, como si éste no formara parte de la vida, ni tampoco de sus vidas.

Lo mismo ocurre con otras cosas, se ve a pocos de nosotros darse un beso, un abrazo, meterse mano, en público, claro.

Que nos queramos o nos gustemos, que nos deseemos o nos busquemos, tanto da, choca a veces. La gente piensa que todo eso para quienes vivimos en la calle pidiendo no existe, o, si existe, que es distinto, más sucio y oscuro que lo que se da entre ellos. Pero hay líos entre nosotros, parejas que se hacen y se deshacen, hombres o mujeres que buscan sólo compañía, algunos amor, otros un cuerpo, hay dinero de por medio, a veces ganas simplemente, y luego soledad, tristeza y mucho miedo, también hay mucho miedo. De todo hay, como entre quienes nos dan, pero en nosotros sin casa fija a menudo, y sólo con más suciedad por fuera quizás, pero todo lo demás igual por dentro. Por dentro siempre es igual, yo creo.

Hasta



Hasta que aprendes a hacerte invisible para que no te vean cuando no interesa, es decir, cuando dormimos o estamos cansados o en nuestras cosas, pasa un poco de tiempo. Hay que ser discretos o incluso familiares, formar parte de lo que la gente no ve ni mira o, al contrario, de lo que ve y reconoce como parte del sitio y les hace sentir cómodos.

Por ejemplo, si duermes como hace el huérfano de Jaén en la tienda de caballeros de Cristobal, hay que saludar a los que pasan, hacerte amigo de los porteros vecinos. En este caso el dueño es un hombre bueno, y,  pese a los precios de lo que allí vende, todo gente de mucho dinero, no le parece mal que él se refugie cuando tiene necesidad. Luego le pide que deje libre el paso y quite sus cosas cuando vienen los señores a comprar.

En otros, en las casas abandonadas o medio destruídas, conviene también no armarla de cada vez si no quieres llamar la atención, la de los vecinos o la de otros que te pueden acabar quitando el sitio, o venirse a donde estás tú y llenarse aquello de gente, y seguro que entonces hay pelea. Ahí se impone el silencio casi, nada de atraer la atención, como si por allí no hubiera nadie. Claro que es difícil a veces, acabas por creerte que estás en tu casa y que de allí no te va a mover nadie.

Otras veces, cuando ya no pedimos porque no se puede estar todo el día con la mano extendida, nos sentamos a jugar a las cartas en algún lado, nos echamos la siesta o hablamos, también algunos leemos, y entonces estamos de descanso. No vamos a pedir a quien se acerca, no estamos ya trabajando, pero tampoco conviene que te vean mucho desocupado, porque en nosotros el descanso de pedir parece raro, es como si tuviésemos que estar todo el rato esperando la moneda,  y si no pues como que qué hacemos ahí.

domingo, 13 de septiembre de 2009

Hacia


Hacia las diez y media o así, cuando ya hemos desayunado, nos ponemos en marcha para hacer algo hasta el mediodía. La gente piensa que estamos todo el día pidiendo o mano sobre mano, pero no es así. Vamos a comprar algo para luego, visitamos a alguien, nos damos una vuelta por el barrio, algunos hacemos algún recado. Madrid es grande y hay que organizarse bien.

Cantinflas, Mario, decía siempre que se nos tiene que ver bien y luego que no ver casi, dependiendo del momento del día, de lo que queramos.

A él, para que le vieran, y porque le gustaban estas cosas, se hizo un disfraz como el Cantinflas del cine, igualito que él estaba, como además se llamaba Mario, pues le iba. Se acompañaba de un carrito del Día con un muñeco en la cabecera del carro que ató, que crucificó, los brazos y las piernas extendidas le puso al Topo Gigio ese, una especie de ratón que salía en la televisión de hace muchos años y que encontró en la basura. Así se sabía que era su carro y además gustaba más a la gente.

Allí llevaba sus cosas y con él hacía el número de Cantinflas al que se le iban cayendo los pantalones mientras empujaba el carro. Atraía a los niños que se quedaban mirándole siempre y, con ellos, a las mujeres que suelen ir detrás de los niños. Y es que las mujeres, cuanto más mayores además, mejor, parece más fácil que den algo. Y si él les decía algo agradable pero chistoso, y ellas no eran muy serias y tenían posibles, las tenía aseguradas con la gracia esa, algo acababa cayendo.

Que conste que en esto del pedir ser mujer a veces es una ventaja, da más pena y movemos más a que nos den. Otras, son los hombres los que inspiran mayor lástima, es como si diera vergüenza verlos, aunque también se puede pensar que ellos pueden trabajar en otra cosa, que son todos unos vagos.

Yo, la verdad, creo que nos acaban dando igual, salvo si los que piden son jovenes, que entonces la gente cree que podían estar ganándose el dinero de otra manera y les dan menos o nada. Pero cuando ya eres mayor, seamos hombres o mujeres, por pena, con sospecha o hasta con reproche, porque hay más mujeres que dan y los hombres suelen dar menos, pero somos más mujeres que hombres las que pedimos, no sé qué pasa pero al final algo te dan, siempre eso, que tengas una edad.

Entre



Entre las nueve y media, que ya han salido todos de misa, y el mediodía, que es la siguiente, tenemos tiempo. Como no hay nadie en la iglesia nos vamos a desayunar Nati, la Pelas, si está, y yo.

Tomamos un cafelito en la barra de una cafetería que está como en un hueco del parque de abajo, el de enfrente del ministerio. Todavía no bajan los que trabajan allí, que van un poco más tarde. Nos conoce la dueña, nos saluda siempre, y de vez en cuando nos pone un chorrito chico de algo en el café sin preguntarnos siquiera ni cobrarnos tampoco, como para no ir.

Pero algún día vamos a la cafetería nueva, con nombre de fuera, la que está en Padre Damián. Ahí no hay camareros ni dueño, sino chicos jóvenes vestidos de negro con delantal  verde. Es muy cara, pero el café está bien porque le puedes poner cosas raras: chocolate, canela, vainilla, lo que quieras. Eso sí, te lo dan en vaso de papel, con tu nombre escrito en él y tienes que hacer cola aunque no haya gente, todo un poco extraño hasta que te acostumbras.

Nosotras al principio no nos aclarábamos como era la cosa esa, por dónde había que ponerse a pedir y esperar, ni cómo y qué pedir. Era un lío de nombres que no conocíamos y decíamos "un café con leche" en vez de "late" que es como dicen ellos, nos tuvieron que enseñar. Tampoco entendíamos por qué había que dar tu nombre y tanta historia para tomarse además un café tan caro. Pero luego pensamos que valía la pena ir, porque está bueno y es diferente, aunque a nosotras el que más nos gusta es el café el de toda la vida con un poco de coñac y los churros mojados, pero allí no sirven nada de eso, una faena.

Te puedes quedar dentro de la cafetería esa, es muy grande. A la hora que vamos nosotras no hay gente en el piso de abajo, allí nos sentamos en unos sillones que tienen muy cómodos, se está caliente en invierno. Otras veces, como hace la gente, salimos a la calle con los vasos esos de papel que te dan, con la pajita que coges para tomarlo como hacen todos, está muy caliente siempre el café, algunos que pasan se nos quedan mirando.

Luego guardamos bien el vaso ese para pedir, que es muy bueno.

viernes, 11 de septiembre de 2009

En



En una ocasión le robaron la mochila a Jaime, o la perdió él, no se sabe. Estuvo como loco el hombre, ofreció hasta dinero por ella, pero no apareció. Por eso ahora escribe más, para recuperar lo que descuidó o le quitaron, y no se separa ya de la mochila azul, como sus cuadernos, ni a sol ni a sombra la deja ni se la confía a nadie.

Otra vez fueron unos gamberros que entraron en el cajero donde dormía Jaime con intención de molestarle. Él se lío a guantazos y casi deja tiesos a los muchachos. Vino la policía y estuvo detenido, pero al final salió. Debió de ser la familia de Jaime que de vez en cuando responde por él.

Jaime se mezcla con nosotros pero tampoco mucho, habla poco, va a su aire, no necesita de nadie. Dice que se ha acostumbrado a la calle y que no podría vivir ya de otro modo.

A mí me gustaría ser como Jaime, sólo le importan sus cuadernos y a los demás que les den. Y tener su dinero, claro. Porque aunque podría pedir, porque la historia que cuenta esa de que se fue de casa por no matar a la mujer mueve a alguna gente a ayudarle, él se empeña en que no, erre que erre.

Está claro que él o su familia tienen posibles, porque de algo hay que comer. Y Jaime es grande y tiene hambre siempre, aunque sólo escriba y no se mueva apenas.

Durante



Durante la noche pasan cosas, duermas por detrás de Bravo Murillo o te quedes en este barrio. La noche es tan larga, sobre todo en invierno, que tienes que acostumbrarte a ella, a lo que trae.

Lo primero es la oscuridad, pero también esa luz, la de las ciudades, si te quedas al aire libre, en un subterráneo, en un cajero o un portal. A la vez que está oscuro y da tristeza, hay esa luz artificial que no se va hasta que amanece. Si fuera noche cerrada como en el campo sería mejor,  porque no es la luz que hay dentro de una casa, que ilumina pero que la apagas tú cuando quieres, sino la de las farolas o la de algunos letreros, ahí permanente, todo el tiempo. Y no hay quien duerma a veces.

No sólo molesta a los ojos, es que hay un ruido que llegas a oír, el de la electricidad, de las bombillas o yo qué sé, que suena cuando ya quieres silencio, a las cuatro, las cinco, o las seis de la mañana, como un zumbido de fondo de abejas que no para, bizzzzzzzzzzzzzzz. Por eso se rompen las farolas y algunas luces, para poder pegar ojo y acabar con ese sonido. Tampoco me acaban de gustar del todo los cajeros por lo mismo, demasiada luz para dormir. En cambio, Jaime, que está en la calle como nosotros, pero que no pide nunca, es donde prefiere estar por la noche.

Jaime es grande y alto, calvo y de ojos azules, tendrá unos cincuenta años y escribe sin parar. Lleva siempre una mochila donde va guardando todos sus cuadernos de tapas azules con papel blanco y de cuadritos. Durante el día se coloca a la salida de una iglesia o de un supermercado. Lo hace por costumbre y como por compañía, no porque quiera nada, se ofende si le dan. Allí escribe mientras puede, mañana y tarde, luego ya en un cajero donde tiene luz cuando anochece y puede quedarse sin llamar la atención.

Algunas personas les choca el verle escribir sin parar o cuando rechaza el dinero y le preguntan. El cuenta que vive en la calle porque quiere, que no necesita nada y que escribe desde que se marchó de casa. Que no aguantaba a su mujer y que prefirió irse antes de tener un disgusto de los serios. Lo dice así tan tranquilo y sin darle importancia, que impresiona más. A la gente a veces les acaba de parecer bien la decisión de Jaime, eso de que viva en la calle y se dedique a sus cuadernos en vez de armarla. Y asienten como si estuvieran de acuerdo con él ,en cómo él lo razona: mejor irse de casa y escribir, que hacer daño y sin remedio.

jueves, 10 de septiembre de 2009

Desde


Desde donde pido hasta donde suelo dormir no hay mucha distancia. Sólo cruzar la Castellana.

De un lado, la iglesia de San Fernando con su parque, más arriba la otra parroquia, la que todos conocemos como la de los peces porque hay unos peces en la puerta. San Jorge está más abajo, en el centro del barrio hay un supermercado Día, luego algunas tiendas y casas de pisos donde vive sobre todo gente mayor, pocos jóvenes en ellas, niños tampoco muchos, sólo hay más en los chalets de más allá donde no hay luz casi por la noche.

Andas la Castellana, pasas unas cuatro o tres calles donde la gente trabaja y llegas a Bravo Murillo. Lo atraviesas y sigues hasta que empiezas a ver casas blancas o de ladrillo, pero pequeñas, tres pisos las que más.  Por allí queda alguna pensión que puedo pagar y algunas casas abandonadas que se pueden aprovechar antes de que las tiren. Allí íbamos alguna vez cuando estaba vivo Mario el Cantiflas. Como ahora no construyen ya, hemos podido volver. Hubo unos años que nos hacían movernos casi de cada noche. No sabíamos si cuando volviéramos nos íbamos a encontrar sin colchón, sin ropa, sin comida, sin nada. A veces acababa todo tragado entre los escombros. Esos que dejan antes de que comiencen a hacer el hueco grande en la tierra para construir en ella.

Nati y yo pedimos juntas y dormimos también juntas. Dependiendo de si tenemos casa segura o no, aunque va también por temporadas, nos vamos hacia Bravo Murillo o nos quedamos por el parque. A veces nos buscamos un cajero, de los que tienen puerta, si hay frío o lluvia. Aunque esos sitios tienen más de malo que de bueno. Siempre hay quien te lo quiere quitar, algunos gamberros con ganas de meterse con nosotros, que nos mean encima o nos echan porque les hace gracia. O la policía que viene de vez en cuando porque les llama alguien.

De



De mí poco puedo contar. Nací en un pueblo de Cuenca, me vine a Madrid de niña con mis padres, éramos seis hermanos. Cosí algo de jovencita, luego cerraron el taller, me casé, tuve dos hijos, trabajé unos años en el bar de mi tío, luego en otro, en lo que podía, de todo un poco.

Mi marido comenzó a beber y yo también. Tuvimos mala suerte. No llegaba para nada lo que ganábamos y nos desesperaba mucho. Echaron a Martín de un trabajo y luego de otro, bebíamos más. Nos acabaron por quitar a los niños mis suegros, los criaron ellos.

Tenía algo Martín y nunca supimos qué. Se ponía de repente muy enfadado y no había manera, me pegaba, era como si le calmara hacerlo. Pero no era malo el hombre. Sólo lo de los nervios y que la gente no le entendía y, claro, él se ponía peor con eso.

Acabó Martín de mala manera. Faltó de casa varios días y yo no quería decir nada, pero no volvía y tanto tiempo era ya raro. A las dos semanas vino la policía.Tuve que ir y decir que era él. Por la ropa lo reconocí, porque en lo demás no se le distinguía ya bien al pobre.

Un mes después fue cuando Mario, el Cantinflas, que era amigo de Martín, llamó a la puerta. Le conocía de antes, habíamos salido juntos los tres. Le dije que por esa noche podía quedarse, él no tenía dónde ir y yo estaba sola. Se quedó ese noche y luego otra y otra, así hasta que nos echaron a los dos. Nos encontramos un día al volver a la casa cambiada la cerradura de la puerta y todo lo nuestro fuera, de mala manera.

Mario sabía qué hacer, llevábamos casi un año pidiendo los dos y con otras cosas, lo que nos iba saliendo.

miércoles, 9 de septiembre de 2009

Contra


Contra lo que se piensa, en el pedir no todo es tan malo. Se acaba cogiendo cierto gusto a veces. Depende también de cómo vivas. Hay algunos que viven en un piso, una casa o una chabola, y salen a ver qué les dan como otros van a la fábrica o a la oficina. Aunque Mario el Cantinflas, que en paz descanse, Nati, el Jaime, la Pelas y yo, los que hacemos el barrio, hemos sido siempre de los que parcheamos durmiendo en la calle, en un banco de madera o de los otros, en alguna pensión a veces, en casas abandonadas o de conocidos cuando nos hacen un hueco y, si no hay más remedio, en un albergue. Eso es lo que cansa más, el cambio de sitio, no saber dónde dejar tus cosas de cuándo en cuándo, el tener que pensar dónde esta noche si hace mal tiempo o hay problemas, no tanto el estar pidiendo.

También nos movemos con el frío o el calor, algunos bajan a la costa cuando llega enero, otros al revés, prefieren el sur en verano porque dicen que hay más gente y se gana más dinero. Y los hay que toman vacaciones de verdad, se van a la playita unos días y lo dicen hasta cuando piden: "Buenas tardes, señora, ¿ya volvió del veraneo? Yo también me cogí unos días, sabe Vd., me fui con mi hermano a Alicante".

Hay entre nosotros quienes tienen estudios y hasta carrera. Un negro muy negro, que masculla para sí más que habla y que luego va pegando gritos por la calle para espanto de quienes no lo conocen, sabe de todo. Viene de muy lejos, pero no es de África. Se para con la señora esa de ojos azules y nariz de caballete, la que nunca lleva abrigo en invierno, la madre de la de la perra, y mantienen unas conversaciones extrañas donde ninguno se entiende, pero ellos, los dos, se hablan y se entienden.

martes, 8 de septiembre de 2009

Con


Con tiempo una puede llegar a saber quién dará y cuándo, aunque hay sorpresas a veces. Lo mejor es tener gente habitual, que la conoce a una. No siempre dan los mismos, es verdad, y hay gente que si hoy da a uno, mañana dará a otro. Pero lo normal es que quien da, dé con cierta frecuencia y a varios. Y quien no da, no dé nunca ni a nadie.


Luego hay quienes te piden un pequeño servicio. Vigilar a la perra atada a la puerta, por ejemplo. Yo me quedo con una negra, peluda y muy buena. Con perro además parece que te dan más, a veces no saben si esa perra es mía o de la dueña. Muchos de nosotros tenemos perro por eso, pero además porque acompañan mucho y, como duermen tanto, no se aburren de las horas a la espera, cuando tienen que estar quietos y sin molestar.

Mario, el Cantinflas, me enseñó ese ofrecerme para pequeños favores que hacen que algunos se sientan mejor al darnos unas monedas, que mueven a otros a hacerlo a cambio de algo que necesitan: ayudar a bajar el carrito de la compra o unas bolsas, a subir a una señora que va en silla de ruedas, o guardar un paquete hasta que salgan. De vez en cuando pregunto si necesitan ayuda en casa, por si saliera algo, pero sé que es difícil que quienes me ven así en la calle me cojan como interna, no se hacen idea.

A veces han intentado buscarme otro tipo de trabajo, pero yo hago también cuentas y sé que con lo que me pagarían, sin casa y sola, estaría casi igual que pidiendo en la calle y con menos libertad. Al final, lo comido por lo servido, no vale la pena. Se me pasó ya la vergüenza esa del principio. O encuentras trabajo pronto al empezar en esto, o luego ya es difícil por todo. No sólo es que no te lo den, es que te acostumbras, te acomodas o resignas. Llega un momento que ya realmente ni esperas ni tampoco buscas de verdad, estás cansada, hecha a esto.

lunes, 7 de septiembre de 2009

Bajo



Bajo el tejado ese grande a la entrada de San Fernando no nos mojamos si llueve y se pasa un poco de menos frío en invierno. Y en verano se está tan ricamente al fresco. Allí, a derecha y a izquierda de la puerta chica, tenemos nuestros puestos ganados por antigüedad o fuerza. Por eso hay revuelo cada vez que alguien nuevo viene. Si somos muchos, tocamos a menos o a nada; demasiados, sabemos que podemos dar miedo. Así que nos peleamos  a veces, otras no hace falta. Al final se instala alguien, se retira el perdedor o se conserva el puesto. Yo el mío lo tengo desde hace más de ocho años.

Algunos solo vamos de lunes a sábado, los domingos descansamos, que nos los merecemos. Hay más monedas entre semana que en las misas de tanta gente. A la entrada no suele dar nadie, y a la salida hay ya demasiado jaleo. Ni nos ven en la puerta grande, agachados como estamos sentados en la escalera. Mucho mejor a diario en esta parroquia, aunque me han dicho que hay otras donde el domingo se consigue más. Yo es que sólo conozco la de San Fernando desde que empecé con esto.

De todas maneras, a diario la misa de ocho y media de la mañana y la última por la tarde tienen su dificultad. Van los que trabajan, salen a toda prisa y hacen más caso al cura que dice de vez en cuando que den a Cáritas, que sabe más quién es pobre, pida o no. En cambio, la del mediodía que yo digo es muy buena, todo viudas y gente con tiempo. Nos preguntan a veces por nuestra vida y nosotros contamos lo de siempre, también alguna novedad real o inventada mientras nos dan la moneda en la mano o la dejan caer en el cartón o la bolsa pequeña abierta en el suelo.

"No se lo gaste en bebida ¿eh?"  añade alguna desconfiada. Siempre decimos que no, claro. Ellas también se lo creen siempre. Así, todos los días.

domingo, 6 de septiembre de 2009

Ante


Ante el mal olor la gente no se acerca, les cuesta. Por eso intento ir algo limpia, aunque a veces malamente pueda. Lleva su tiempo llegarse a los baños de Bravo Murillo con otra compañera o bajar hasta Parla a casa de mi hija que me deja ducharme. Tampoco conviene pasarse. No mueve a que nos den algo si olemos mucho a jabón o colonia, un término medio es lo mejor.

Uno de los habituales del barrio totalmente desdentado y calvo, el que pide sentado en la esquina de Cristobal, se rasca continuamente sus partes. Es de los que piropean siempre a las mujeres, sean adolescentes o hasta viejas. Luego les tira besos por el aire, se chisca los dedos en los labios y dice "guapa, guapa, guapa", intenta tocarlas, darles la mano, lo que sea. Es inofensivo, la cabeza ida a ratos y un cartel que, a sus cincuenta y muchos años, pone a veces para dar pena:  "Soy guerfano y de Jaen. No tengo alluda".

Había otra mujer antes por aquí, a jirones toda la ropa mugrienta, que iba empujando un carrito del Día con cachivaches, su ropa y restos de comida. No se le podía hablar y ante ella incluso nosotros debíamos bajar la cabeza, hacer como si no la viéramos y, sobre todo, jamás llegar a mirarla a los ojos. Hasta que un día se la llevaron, no sabemos muy bien quién ni a dónde, tras una pelea con alguien, no era la primera.

sábado, 5 de septiembre de 2009

A



A la una vienen a misa las señoras que dan limosna. Por eso yo siempre a la puerta de misa de una.  A las doce y media  me coloco allí y ya nadie me mueve hasta las dos, cuando todas han salido. Antes pedir me daba vergüenza, pero ya me he acostumbrado, y pienso que peor es robar que pedir.

Al principio no sabes cómo hacerlo, aprendes con la práctica y con la necesidad. Miras a otros cómo lo hacen y con intención o sin ella acabas copiando sus modos.

"Cómo es posible tanto trocito de cielo" y la chica vestida de azul, tan poquita cosa, no podía menos que reírse. El Cantinflas me lo enseñó todo, su estilo era el de méndigo cómico, mitad piropeador, mitad lastimero, un maestro. Tenía cogidas las vueltas a todas las mujeres del barrio. Me da pena no ser hombre para seguir sus pasos.

Haga calor o frío, a la sombra de muchas iglesias nosotros sabemos que algo caerá, es una cuestión de hábito y casi de tradición. Puedes preferir Serrano y colocarte entonces a la puerta de esas tiendas grandes que huelen tan bien, o en los cines de Gran Vía donde la gente todavía va  a divertirse, o incluso en los alrededores de museos donde los extranjeros nos miran con compasión.  Pero al final, donde uno consigue más si tiene paciencia, si es constante, día tras día, es a la entrada o salida de una misa de barrio bien en torno al mediodía. Esas misas de diario donde van señoras muy mayores y algún viejecito que no se anticipó a su mujer muriéndose antes que ella.