Bitácora de Aurora Pimentel Igea. Crónicas de la vida diaria, lecturas y cine, campo y lo que pasa. Relatos y cuentos de vez en cuando.
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martes, 12 de mayo de 2020

Las manos de los padres

Cuando eres pequeña, antes de cumplir los 8 años más o menos, depende lo alta que seas, estás demasiado cerca del suelo y ves muy cerca las cabezas de gambas, los huesos de los aceitunas, las servilletas todas hechas un gurruño, y hasta las colillas que la gente tira en los bares, o por lo menos así era antes. Te tomas tu Fanta compartida con un hermano y agarras la mano de tu padre de vez en cuando, no vaya a ser que te arrastre la porquería reinante. Lo mismo ocurre en el metro, zapatos y botas, culos y piernas de todos los tamaños y apariencias posibles rodeándote. Te coges de la mano de tu madre fuerte, fuerte, para no perderte en esa marea de hombres y mujeres que solo lo son de cintura para abajo. Para verles la cara necesitarías crecer o que ellos se acercaran. Mientras tanto son incompletos y amenazantes.

La mano de una madre te sujeta cuando te enseña a cruzar, “mira, el señor rojo, paramos; el verde luego, cruzamos. Pero siempre antes miramos a los lados…” Te sigue sosteniendo cuando te lleva al colegio, a la parada, te deja suelta un rato. Luego estarás todo el día sin ella, meses enteros de clases, pero sus manos ahí están si te baña, aunque tú te vistas ya solita, mamá viene y te acaba de aclarar el pelo con la esponja bien y te ayuda a incorporarte de la bañera donde has estado nadando como una sirena, buceando.

La mano de un padre es más grande. A veces seguirá siendo más grande aunque tú crezcas. Te mirará un día tu padre y verá tus dedos finos, alargados, sujetando el mismo libro que sujetó antes que tú, ese libro que tanto se empeñó que leyeras. “Tienes unas manos muy bonitas, hija…” Y le das la mano y se la besas tú a él, “te quiero mucho, papá”. Hay hombres que se dejan abrazar y querer, que lo buscan sin vergüenza, a quienes se les humedecen los ojos cuando lo haces.

Las manos de los padres te han sujetado. Ellas te sostuvieron cuando tú ladeabas la cabeza como un muñeco de trapo, te metieron en la cuna, te arroparon, te dieron el alimento, primero colocándote para que mamaras, luego la cuchara, lo salado, qué asco, cómo cuesta, después te llevaron hasta el orinal, "a ver si haces caca ahí, como los mayores", "qué bien, qué bien, que ya no tienes que llevar pañales", te alcanzaron pasta de dientes, camisetas y zapatos cuando no llegabas a ese estante que estaba alto, "ahora te pones la ropa tú sola, ¿vale?, y si no puedes, te ayudo yo", "otra vez la camiseta que no me sale, los botones son para adelante", "ahora ya sé atarme los zapatos", "no entres, ¿eh?, que me estoy vistiendo", "ya no me peines, que yo puedo sola"... "pero un beso si podré darte ¿no?", "eso sí, claro." Beso y beso, mano y mano.

Tú has visto esas manos que besarías mil veces haciendo otras cosas, croquetas, por ejemplo, o fumando, llevándose tu padre el cigarro a la boca y tú mirándole admirada cómo lo hacía porque entonces los niños no éramos de la liga antitabaco y dejábamos a los padres en paz con sus vicios que solían ser todos confesables e inofensivos. Leales vicios de padres de familia leales cuyas manos han levantado casas, familias, soportado trabajos, dado apretones a amigos y a quienes no lo eran, saludado a vecinos, acarreado bolsas de la compra, cestas, carritos de niños y muebles en mudanzas.

Manos también capaces de juntarse en misa, de rezar y enseñarte a rezar, madre y padre arrodillados no ya por el peso que llevaban, siempre sin quejarse, sino porque ellos esperaban en otras manos y se sentían siempre en esas más grandes. Y así te lo han enseñado.

Las manos de los padres a veces se van para siempre. No es que ya estén lejos porque tú eres mayor y ya tienes tus propias manos, que hacen muchas cosas, y que, como las de ellos, aman, que es lo mejor que pueden hacer unas manos. Esas manos han desaparecido de la tierra. Pero tú las sientes a veces por la noche, en la madrugada. Es tu padre que viene, tu madre a la que sientes entrar en la habitación y que te sube la sábana cuando entra el fresquito de las cinco de la mañana. “Vámonos Concha, ella estará bien, nuestras manos ya le han dado todo lo que podían darle”, “Déjame un poco más, Cosé, todavía me extraña…”

Tú sigues llorando desconsolada porque son sus manos ancianas, temblonas, intentando aún acariciarte, sostenerte todavía a esta delgada línea de tierra en la que tú te has quedado mientras ellos, ellas, sus manos, se han marchado.

jueves, 3 de abril de 2014

Las cartas

Al levantar la casa de nuestra madre hace años,  descubrí un paquete de cartas, unas cien o más.  Sin necesidad de leerlas, reconocí ya en los sobres la letra elegante y de colegio francés de mi madre y la más clara y rápida de mi padre. Era su correspondencia durante el noviazgo.

Se las enseñé a mis hermanos y, en mitad de la vorágine del vaciado de la casa, quedamos que yo las guardaba y que ya veríamos qué hacíamos con ellas.

Me las traje pues a Ávila. Y ahí las tengo, en una caja, en nuestro garaje.

Cuando pongo la lavadora sé que están exactamente donde las dejé en abril de 2012.

Entro a por la comida de Olimpia,  guardo algo que no me cabe en la cocina, y ahí siguen ellas, silenciosas, las cartas de mis padres. 

Soy incapaz de abrir ni siquiera la caja. Siento, como sentí al descubrirlas, un respeto y un pudor enormes. Las tengo como un suelo sagrado alrededor del cual se extiende todo mi desorden, mi caos. 

Creo que su mejor destino, si surge la oportunidad,  sería colocarlas en los cimientos de alguna otra casa de la familia. Quizás en las de los nietos de mis padres, cuando Carmen y Javier tengan sus propias casas.

Mientras tanto, las cartas duermen, bien abrazadas unas con otras,  algunas en ese papel de tela que usaba mi madre, otras en una tinta preciosa azul grisácea, con sus sellos de Franco, y ese pegamento que había que mojar también con saliva para que el sobre se cerrara. 

Y nosotros entrando y saliendo del garaje a coger o a dejar algo. 

PS: El cuadro es de Alberto Guerrero, de la serie Logos en ruinas.


jueves, 30 de mayo de 2013

El primer baile

Fue en Alcocebre, un lugar de veraneo, en la casa de los Huarte. Emilio Huarte Mendicoa era amigo de mi padre.

Todavía lo recuerdo:  moreno, alto y guapo. Con muchísima clase. Carlista. Y, evidentemente, navarro. Con un sentido del humor impresionante, siempre de guasa. Se había casado con Nelly, de San Sebastián, elegante y también alta. Y, encima, rubia. Tenían unos hijos de edades parecidas a las nuestras. Nos habían invitado.

Y de repente, no sé por qué, pusimos música y comenzó el baile.

No tendría yo más de trece años.  Un poquito de vergüenza, nervios y, sobre todo, una sensación de halago desconocida y francamente agradable. Las piernas temblando y las manos apoyadas en sus hombros sin llegar casi, me llevaba prácticamente en volandas. Todo daba vueltas. 

Fue emocionante.

Toda mujer debería ser invitada a bailar por primera vez por alguien como Emilio Huarte Mendicoa.

viernes, 25 de mayo de 2012

El metro de mi madre (Firma invitada: Juan Pimentel Igea)



El metro de mi madre

Estuve a punto de tirarlo al punto limpio, andábamos mi hermano y yo tirando las cosas de la casa de mi madre. Vaciar la casa materna es algo muy duro. Y además bastante laborioso, hay que dividir y separar: lo tuyo, lo mío, lo suyo, lo de ellos, lo nuestro, lo que queremos dar, vender, tirar. En el punto limpio te encuentras una curiosa taxonomía del mundo: muebles, metales, plásticos, electrónicos, envases, dvds, radiografías. Hay categorías claras, pero otras son complicadas. Está claro que es un plástico, aunque hay plásticos duros y blandos. Pero ¿y un enser? ¿Qué rayos es un enser?

Es una cinta de metro, como tantas, amarilla, de costura, 150 centímetros enrollados como una serpiente. Iba a tirarla junto a 200 cosas más: trapos, agujas, retales, ceniceros, cerámicas, cestos, macetas, apliques, cacharros. ¿Qué es un cacharro? ¿Alguien sabe qué es un cacharro?

Es increíble lo mucho que tenemos y lo poco que sabemos de las cosas que nos rodean. Cuando llega la hora de colocarlas en su sitio, de clasificarlas, qué es la operación básica de todo hombre de conocimiento, de todos los coleccionistas y naturalistas desde Noé hasta la fecha, nos asaltan las dudas. Sólo sabemos que a los muertos se los entierra en los cementerios y que las pilas van a un contenedor específico.  

Mi madre murió hace casi dos años. Mirada azul, manos temblorosas, cabeza  erguida. Mujer de altos vuelos y pocas palabras. Me alegro de haber tenido reflejos para salvar su cinta de metro. L a recuerdo utilizándola con su dedal y las agujas, haciendo algún jersey o metiendo algún pantalón para alguno de nosotros. Y su máquina de coser, ¿dónde estará? Debió dársela a alguien en vida, no estaba en la casa. No es fácil decidir si conservar o tirar las cosas, aunque lo más común es perderlas, esta es la certeza más segura. Tampoco es fácil clasificarlas ni medirlas. Asignarles su verdadero tamaño, proporcionarlas, cortarlas por donde hay que hacerlo, plegarlas y coserlas, darles su caída exacta para que se ajusten al cuerpo.

Quizás conservando el metro de mi madre pueda retener algo de su antigua sabiduría, de su saber estar, de su saber medir y colocar la palabra precisa en el momento justo, la sonrisa cómplice, la mirada generosa sobre el cielo de esta mañana.

Juan Pimentel, 2  de mayo 2012






viernes, 9 de septiembre de 2011

Los cuentos del aligator

Cuando éramos pequeños mi padre trabajaba hasta tarde y le esperábamos con muchas ganas. No recuerdo bien, pero supongo que era, como tantos de la época, pluriempleado. El caso es que un día que volvió, los tres hermanos rodeándole tras darle el beso de bienvenida, comenzó una historia que nos duró años.

Se trataba del aligator, un cocodrilo en inglés, o quizás una clase de cocodrilo más delgado y pequeño, los expertos sabrán. Mi padre lo llamaba así: el aligator.

El animal en cuestión estaba de incógnito entre los humanos, pero él, mi padre, se lo encontraba.

Podía ser en un ascensor lleno, en mitad de la calle, cuando iba a una tienda, en un autobús o haciendo la cola en una ventanilla. Allí estaba el aligator, verde y ocupado. Sólo mi padre se daba cuenta. Sólo él era capaz de descubrir su cola larga, sus dientecillos afilados, esos ojos inquietos que se mueven muy rápido, o las garras de uñas negras y curvadas casi ocultas por las mangas.

El aligator tenía una misión que no estaba clara. ¿Qué hacía allí, en mitad de Madrid, vestido con una gabardina que lo tapaba, con su traje debajo, pantalón, chaqueta y corbata, como iba mi padre en los días de diario? Nunca lo supimos porque mi padre no se lo preguntaba. Sólo sabía que un aligator vivía en la misma ciudad que nosotros y se confundía con la gente, aunque, de vez en cuando, mi padre podía distinguirlo y hasta saludarle. "Buenas tardes, señor aligator..."

“Papá, papá, papá... ¿viste hoy al aligator?" era la eterna pregunta al llegar a casa.

“Sí, lo vi. Estaba subiendo las escaleras delante de mí. Nos saludamos, pero él iba al primer piso y pasó de largo...”

Entonces imaginábamos a qué podía haber ido allí, qué asunto tendría que resolver el aligator. Esto nos entretenía mucho, elucubrar qué podía hacer el lagarto verde en tal o cual sitio.

“Y hoy, hoy,... ¿lo viste, papá?, ¿dónde estaba?, ¿te lo encontraste?...” Los tres esperando cada noche nuestra ración de aligator.

“Hoy no lo vi, ya lo siento, hijos... quizá mañana. Llovía mucho y a lo mejor con paraguas no lo distinguí bien, vamos todos muy rápido…”

Nos quedábamos tranquilos los hermanos porque no todos los días mi padre veía al aligator. Ya sería en otra ocasión.

Así estuvimos mucho tiempo. Incluso cuando ya dejamos de creer en lagartos grandes que se pasaban por la calle, nos encantaban las historias de mi padre, esos breves encuentros, el no saber realmente qué le tenía ocupado, por qué estaba un aligator, que es un animal selvático, en mitad de Madrid, tan campante.

Yo esto no lo he querido hablar con mis hermanos. Hay cosas que no se hablan. Pero estoy totalmente segura de que a ellos también les pasa. Y es que de vez en cuando, cuando menos me lo espero, descubro un morrito demasiado largo y estrecho, unas fauces que se abren, y una cola mal disimulada justo delante de mí, en las escaleras mecánicas del metro, en el cajero del banco o hasta en el registro civil al ir a pedir un certificado.  Yo también veo al aligator y no me hace falta preguntarle nada. Él sabrá por qué sigue en estos lares y por qué mis hermanos y yo nos lo encontramos ahora que ya no está mi padre.

(Publicado el 19/08/2010, Lo vuelvo a publicar porque no he podido atender el blog hoy)



miércoles, 7 de septiembre de 2011

Las manos de los padres

Cuando eres pequeña, antes de cumplir los siete años más o menos, depende de lo alta que seas, estás demasiado cerca del suelo.

Te llevan a un bar tus padres y ves las cabezas de gambas, los huesos de los aceitunas, las servilletas hechas un gurruño, y hasta las colillas que la gente tira descuidadamente y luego aplasta. Te tomas tu Fanta compartida con un hermano y agarras bien la mano de tu padre de vez en cuando, no vaya a ser que te arrastre la porquería reinante.

Lo mismo ocurre en el metro, zapatos y botas, culos y piernas de todos los tamaños y apariencias posibles rodeándote. Te coges de la mano de tu madre fuerte para no perderte en esa marea de hombres y mujeres que solo lo son de cintura para abajo. Para verles la cara, para que fueran humanos, necesitarías crecer o que ellos se acercaran. Mientras tanto son incompletos y amenazantes.

La mano de una madre te sujeta cuando te enseña a cruzar, “mira, el señor rojo, paramos; el verde, entonces se puede ir al otro lado, pero siempre antes miramos …” Ella te sigue sosteniendo cuando te lleva al colegio, a la parada y te deja suelta un rato. Luego estarás todo el día sin ella, meses enteros de clases y recreos en el patio con frío en invierno, con viento en la cara. Pero sus manos ahí están cuando te baña. Aunque te vistas ya solita, mamá viene y te acaba de aclarar el pelo con la esponja y te ayuda a incorporarte de la bañera donde has estado, nadando como una sirena, buceando, “mira, mamá, mira cómo resisto debajo del agua”...

La mano de un padre es todavía más grande. A veces seguirá siendo más grande aunque tú crezcas. Te mirará un día tu padre y verá tus dedos finos, alargados, sujetando el libro que sujetó antes que tú, ese libro que tanto se empeñó que leyeras. “Tienes unas manos muy bonitas, hija…” Y le das la mano y se la besas, “te quiero mucho, papá”. Hay hombres que se dejan abrazar y querer, que lo buscan sin vergüenza, a quienes se les humedecen los ojos con facilidad, unos sentimentales.

Las manos de los padres te han sujetado.

Ellas te sostuvieron cuando ladeabas la cabeza como un muñeco de trapo, te metieron en la cuna, te arroparon. Te dieron el alimento primero colocándote para que mamaras, luego la cuchara y lo salado, qué asco. Cómo cuesta al principio la sal, es repugnante. Después te llevaron hasta el orinal, "a ver si haces caca ahí, como los mayores", "qué bien, qué bien, que ya no tienes que llevar pañales", todos celebrándolo. Te alcanzaron la pasta de dientes, las camisetas y los zapatos cuando no llegabas a ese estante que estaba alto. "Ahora te pones la ropa tú sola, ¿vale?, y si no puedes, te ayudo", "otra vez la camiseta, los botones son para adelante, he vuelto a equivocarme", "¡ya sé atarme los zapatos!", "papá, no entres, ¿eh?, que me estoy vistiendo", "ya no me peines tú, que yo puedo sola, déjame"... "pero un beso sí podremos darte ¿no?". Um beso sí, claro.

Beso y beso. Mano y otra vez mano.

Tú has visto esas manos que besarías mil veces haciendo otras cosas, croquetas, por ejemplo, o fumando, llevándose tu padre el cigarro a la boca y tú mirándole admirada cómo hacía esos circulitos en el aire. Porque entonces los niños no éramos de la liga antitabaco y dejábamos a los padres en paz con sus vicios, que solían ser todos confesables e inofensivos. Leales vicios de padres de familia leales cuyas manos han levantado casas y familias, soportado trabajos y días muy largos, dado apretones a amigos y a quienes no lo eran, saludado a vecinos, acarreado incontables bolsas de la compra, cestas, carritos de niños y muebles en mudanzas.

Manos también capaces de juntarse en misa, de rezar y enseñarte a rezar, madre y padre arrodillados no por el peso que llevaban, siempre sin quejarse, sino porque confiaban en otras manos y se sentían siempre en esas otras más grandes. Y así te lo han enseñado.

Las manos de los padres a veces se van. Pero tú las sientes alguna madrugada. Es tu padre que viene, tu madre que entra en la habitación y te sube la sábana y la colcha por el fresquito de la mañana. “Vámonos ya, estará bien, nuestras manos ya le han dado todo lo que podían darle”, “Déjame un poco más, todavía me extraña…” Y tú sigues llorando ahí desconsolada porque notas que son ellos y son sus manos ancianas, temblonas y huesudas, llenas de manchas, intentando aún acariciarte, sostenerte todavía en esta delgada línea de tierra en la que tú te has quedado, mientras ellos, ellas, sus manos, se han marchado.

("Las manos de los padres" se escribió en Septiembre 2010 y ahora encabeza un conjunto de relatos)
La foto es de Kohl Threkehld.

miércoles, 20 de julio de 2011

Las tijeras y el cuarto de los rayos X


Hacía calorcito y se estaba bien allí, cosiendo mamá, en la mesa camilla y con el brasero dentro. Parecía que siempre era enero fuera.

Pero entonces ella, tras la que parecía una invitación o una sugerencia, se lo pidió con firmeza.
"Las tijeras me las he dejado en la consulta del abuelo antes sin querer... ¿me irías tú a por ellas?..."

Era un juego que su madre le proponía para aprender a vencer el miedo. La casa heladora, el pasillo largo y sin luz apenas, y allí al final, en un cuarto siniestro, los temidos rayos X. Siempre imaginaba que alguien, un paciente de su abuelo, podía haberse quedado escondido. Él, o al menos su esqueleto, ahí quieto, esperando para dar a alguien un susto de muerte. Además la idea de salir del calor del brasero y tener que enfrentarse sola, no más de seis años, al frío y a la oscuridad que se le hacían eternos, le daba no solo miedo, sino también pereza.

"Venga, vete a por ellas..." Era una petición que no lo era, el tono de cariño pero con exigencia. Había que hacer lo que no se quería o no apetecía, la vida era también eso.

Así media infancia: yendo a por las tijeras al cuarto de los rayos X. Luego vinieron otros miedos en la adolescencia y otros distintos o iguales en la madurez, acercándose a los cincuenta.
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No sólo es miedo. Es también pereza de enfrentarse sola, en mitad de la oscuridad y el frío de un corredor largo e interminable a veces, para ir a buscar unas puñeteras tijeras, las que sean, dejando atrás el brasero donde te quedas adormilada, tranquila y quieta.

Miedo, soledad y pereza a partes iguales y siempre. Siempre, siempre, siempre.

martes, 12 de abril de 2011

La señorita Amelia, la señorita Juli

Juli Mayor y Amalia Ayer eran dos de las profesoras de Montealto, las tuvimos a eso de los diez u once años, una edad en la que, al menos antes las niñas, éramos receptivas y maleables. Los dictados, una gran herramienta de aprendizaje. “Hoy dictado” decía Amelia, y todas nos poníamos muy nerviosas.

La señorita Amelia nos ayudaba un poco pronunciando la "b" y la "v" distintas para darnos una pista por si acaso. Mordíamos el bolígrafo. “Señorita, no vaya tan deprisa, que no puedo seguirla…” Acababa el dictado y Amelia lo volvía a escribir en la pizarra o hacía que alguien lo hiciera y ella lo iba corrigiendo sobre la marcha. Te dabas cuenta así de dónde habías fallado.

Ahora dudo de esto, ¿era Amelia quien lo hacía de este modo o era Valery Douglas, en inglés, otra profesora de las inolvidables?

Amelia era morena, cetrina, muy delgada, el pelo negro, la nariz afilada. Juli era redondita y más dulce, también nos dio clases, aunque ahora no recuerdo de qué, solo me acuerdo de su presencia agradable y del cariño. “Señorita, señorita, me estoy haciendo pis… ¿puedo ir al cuarto de baño?” “Bueno, vale…” El frío helador del pasillo, el cuarto de baño todavía más desangelado, las mayores fumando en un rincón a escondidas. Volvías a la clase, un sol cálido entraba por la ventana y abril se desperezaba.

martes, 24 de agosto de 2010

Las tinieblas

De los 8 a los 12 años, más o menos, cada vez que nos invitaban a casa de una amiga jugábamos a lo que llamábamos “las tinieblas”. Era sencillo, se apagaban las luces de una habitación, se dejaba totalmente a oscuras, y la que se la ligaba tenía que entrar e intentar a atrapar a alguien de quienes se habían escondido en sus rincones, tras las cortinas, debajo de los muebles, y adivinar quien era. Si lo adivinaba la otra se la ligaba. El juego era una tontería, salvo por el miedo que se pasaba. En la oscuridad la imaginación crece.Pocos niños conozco, incluso adultos, que no teman algo a la oscuridad más completa. No sólo es que no ves y te puedes dar con los muebles, es además ese silencio que supone la falta de luz, aunque en este caso se oían las risitas y así descubríamos por dónde había que tirar para pillar a quien fuera.

El juego éste siempre lo jugué con niñas, asumo que con niños y mayores hubiera sido otro tema. Nos encantaba el juego con su inocencia, por sus nervios. Ahora pienso que nuestra vida tenía tanta luz, estaba todo tan claro cuando tienes 8, 9 años, que era un modo de enfrentarnos de modo voluntario a unas tinieblas artificiales que nosotras provocábamos. Unas tinieblas que duraban poco y de las que se salía con solo darle a la luz o atrapar a quien pudieras.

Con el paso de los años te das cuenta de que el juego se repite, lo quieras o no lo quieras. Una habitación totalmente a oscuras, tú que entras, se oyen risas, tienes un poco de miedo o mucho, no ves absolutamente nada. De repente, consigues coger por el brazo a alguien, lo palpas, deberías saber quién es por sus rasgos, a veces puedes, pero a veces no aciertas. O crees que lo sabías, pero te equivocaste y tienes que volver a intentarlo de nuevo. Y sigues en la oscuridad, en las tinieblas, por un buen tiempo, jugando, pasándotelo bien incluso, aunque con un cierto miedo, es posible que algo cansada del juego.

lunes, 23 de agosto de 2010

El bocadillo de Marita Torres y 7 niños en un 600

-Yo me llamo Marita, ¿y tú?
-Aurora…

Empezamos a jugar juntas en el patio. Marita Torres fue mi primera amiga, llegó al colegio un poco más tarde que yo. Al año o así nos fuimos a vivir cerca de su casa, fue todo mucho más fácil.

Marita era sensata y aplicada, generosa hasta decir basta. Llevaba siempre un bocadillo para comérselo a media mañana, en el descanso de las 11. Otras mucha no llevábamos nada por las prisas de nuestras madres o las nuestras, o simplemente nos olvidábamos de cada vez. Íbamos en procesión a pedirle un trozo de ese bocadillo tan bueno de sobrasada, salchichón o chorizo, y ella siempre nos daba. Dudo que Marita se tomara algo de su bocadillo, como mucho un trozo pequeño alguna vez. Lo mismo fue en los estudios del BUP más tarde. Se iba a estudiar contigo, a explicarte las matemáticas o lo que fuera, aunque a ella no le hiciera falta ese estudio, esas horas sin dormir casi.

Recordar a Marita es recordar a su madre. Ella y la mía se turnaron una temporada para llevarnos y traernos al colegio, salía más barato que el autobús escolar, como llevar la comida de casa. Eramos, sin contar a la madre conductora de cada vez, 7 niños en total, ellos 4, nosotros 3. Mi hermana Luisa iba a un colegio especial, no se montaba en esa ruta del coche. El caso es que íbamos en un 600 blanco, que era el automóvil de Marita madre (se llamaban igual madre e hija), los 7 niños entre los 8 y los 13 años, luego en un 850, el de mi madre. Ahí cabíamos todos, no se entiende muy bien cómo ahora, no había ni cinturones de seguridad, ni policía que te vigilara, todo mucho más fácil.

La madre de Marita era una mujer muy simpática, lista y amable, psicóloga de profesión, y, como mi madre, química, trabajaban ambas fuera de casa, algo que no era muy habitual a principios de los años 70 todavía en España. Marita heredó de su madre un modo de mirar el mundo con calma y responsabilidad, de estar en él haciendo cosas, trabajando mucho, sin darse ninguna importancia. “La dama” le llamaban en la universidad sus compañeros: fina de alma, delicada en el trato, fiel retrato de su madre que murió siendo ella joven, antes de casarse, una enfermedad dura en la que su hija mayor, Marita, estuvo ahí, cuidándola con esmero, sin separarse de ella ni un instante.

Marita, que ahora se llama María, sin el diminutivo de antes, sigue preparando unos bocadillos formidables con los que ha criado a dos hijos que crecen altos y fuertes y juegan a todo tipo de deportes, como su padre, el marido de María. Ella ahora esquía porque el amor puede mucho, hasta lo que no esperabas que pudiera“A todo se aprende aunque tengas 40 años, mis hijos se ríen de mí, pero a mi no me importa, allí voy…”

Seguimos siendo amigas pasados ya 43 años de aquel primer encuentro en el patio.

-Mañana podemos jugar juntas otra vez...
-Vale.


sábado, 21 de agosto de 2010

Un pollo en el cuarto de baño y otras historias con animales (2) (Mamá, quiero un perro...)


Siempre quise tener un perro, tenía auténtica pasión. El caso es que no había manera. “Perro, no” decía mi madre. Y aunque “no” era “no”, intenté un par de veces saltarme la prohibición. Un día estaba mi madre de viaje y aproveché. Había un perro que nadie quería en La Remonta, el sitio donde aprendimos a montar a caballo, un cachorro de chucho recién nacido. “¿Pero tu madre lo sabe?” Naturalmente mentí.

Metí el cachorrito, medio ciego, sin destetar casi, en el hueco del radiador de mi habitación, de camita un calcetín, le di el biberón. Tras el visillo apenas se veía y no siempre entraba alguien mientras yo estaba fuera. Así pasaron un día o dos. El caso es que mi madre llamó por teléfono, “¿Qué tal vais?” Lo mejor cuando has hecho algo malo es hacerles creer que has hecho algo terrible, peor, así, cuando se enteran de la verdad, la reprimenda suele ser menor por el alivio que sienten. “Ay, mamá, he hecho algo horroroso… “ “Pero... horroroso... ¿cómo qué?” "No te lo puedo contar por teléfono, es mejor cuando vengas..." Mi madre preguntó a Francisca, todo iba bien, sería alguna tontería mía. Tontería mía, ya. Llego mi madre y le enseñé mi tesoro, babeando él y yo. “Mira, mamá, ¿a que es muy mono?... y además no tiene mamá…” “¿Pero no te he dicho mil veces que no?” El caso es que mi táctica funcionó, me dejó quedármelo… hasta que ya no se pudo más. Fue otro animal que vivió en el cuarto de baño, éste de la casa nueva, y rompió hasta el retrete. Lo tuvimos que dar porque no lo podía educar yo.

Después ya no hubo más perros por una buena temporada. Se lo pedía a los Reyes, pero no. Así que me limitaba a mirar los anuncios por palabras del ABC donde había una sección de perros, recortaba algunos y los guardaba con la esperanza de que un día me dejarían tenerlo y así tendría dónde llamar. A mi padre también le encantaban los perros, creo que lo heredé de él. Veía un can y lo chistaba y el perro se acercaba con afecto súbito por aquel señor sonriente y afable que emanaba algo que el animal identificaba inmediatamente como amistad.

Fallecido mi padre, que no pudo disfrutar como yo de un perro en casa, tuve a Pepa, mezcla de collie y pastor, mi madre ya cedió cuando cumplí los 40, debió de pensar que había sido muy fiel a mi ilusión para seguir diciéndome que no. Pepa vivió cinco años, la cogí ya mayor de la protectora, convivió con mi hermana Luisa, Síndrome de Down, en una curiosa relación mitad nos ignoramos, mitad peleamos por el sitio en el coche. Eso sí, era llegar al colegio de Luisa y todos sus compañeros corrían tras ella, les encantaba. Luego Pepa murió cinco años después de morir Luisa y volví a repetir la misma operación, me traje a Olimpia del mismo lugar. Ella es mi actual compañera perruna y hasta escribe en esta bitácora.

En medio ha habido otro par acogimientos temporales, más que adopciones, de perros que me voy encontrando, escapados de sus casas, abandonados, qué se yo. Vienen a mi encuentro. Prometo por la memoria de mi madre, de mi padre y de mi hermana, que no soy yo, que no hago nada, es que salgo a la calle y ahí están. Lo de Tana es historia aparte que ya se contó en este blog, ahora está viviendo con Alejandro y es profesora de buena educación perruna, las vueltas que da la vida. Pero esa era y es una señorita de la alta sociedad, no una chucha abandonada y mayor, que al final son las que a mí me gustan más. Donde este un buen perro o perra de cierta edad, que no haya que educar, con un pasado triste y duro para olvidar, y que está contigo tan contento, que se quiten los demás.














viernes, 20 de agosto de 2010

Un pollo en el cuarto de baño y otras historias con animales (I)


-Mamá, ¿a que tú pensabas que el yogur lo daban directamente las vacas? Pues no, que lo sepas, lo fabrican con la leche que ellas dan…

Mi madre asentía muy seria y escuchaba una explicación que, naturalmente, no necesitaba. Habíamos visitado las instalaciones de Clesa con el colegio y para mí fue una revelación, creía que las vacas tenían dos tetas, una para leche y otra para el yogur, cosas de la infancia. Muchos años pensé también que las cartas que metíamos en el buzón iban por túneles subterráneos hasta llegar a su destino a cada casa, siempre por debajo de ciudades y campo.

Pero las visitas educativas escolares a veces tienen consecuencias inesperadas, cambian tu vida y la de tu familia casi. Fuimos a una granja poco después y volví encantada con un pollito que me regalaron. Estaba tan ilusionada que, a diferencia de otras madres, que se deshicieron del animal sin contemplaciones, la mía me dejó meter el pollo en un cuarto de baño muy chico, solo retrete y lavabo, que no usábamos. Allí el pollo se crió estupendamente. Fue mi primer animal de compañía. Volvía del colegio e iba a visitarle, a ver cómo había pasado el día. Le soltábamos un rato y al poco mi madre decía que de nuevo al cuarto de baño. Le puse nombre, ya no recuerdo cuál, pero tenía nombre, era alguien. Era bonito volver del colegio y saber que, además de mi familia, el pollo estaba allí, esperándome, contento de verme. Pero claro, creció y hasta le salió una cresta, comenzó a cacarear como es lo propio de estos animales. Un día cuando llegué a casa el pollo ya no estaba…

-Mira, Aurora, el pollo... necesitaba más espacio, vivir más libre, y aquí no podemos… Se lo hemos dado a Manolo, el portero, que tiene sitio en el patio… Tú entiendes que es por su bien, ¿verdad, hija?...

A mí las explicaciones de mi madre me convencían siempre, y lo del espacio, la libertad y la felicidad de otro ser vivo me ha parecido un argumento incontestable para una separación de alguien al que quieres desde su más tierna infancia. Así que lo acepté, aunque me costaba, pero, por si acaso, no miré en el patio. Es como si un sexto sentido me dijera que algo terrible podría haber pasado. El no preguntar demasiado es a veces otra táctica de la infancia que evita males peores que el no saber bien qué pasa.

Pero hubo más animales alados en esos primeros años. Para empezar, los pavos que le regalaban a mi abuelo, médico, un espanto, porque había que matarles, desplumarles, etc. Recuerdo a uno borracho –se les emborrachaba antes - y descabezado corriendo por la galería de General Mola en Valladolid y mis primos y yo detrás entre espantados y divertidos. Hoy afortunadamente la Seguridad Social ha sustituido esos pagos en especie a los médicos, muy habituales hasta los años setenta en España. Entre la gente que no tenía dinero, y también a veces como agradecimiento en Navidades, las casas de médicos se llenaban de animales. En cambio los jueces no podían aceptar nada. Una amiga mía, nieta de juez me lo contaba “llegaba un cordero, y mi abuelo firme, que se lo devolvieran a quien fuera que él no aceptaba ni cordero, ni pollo, ni un chorizo, todo de vuelta, fuera chico o grande..."

Los pavos de Campo Grande de Valladolid, tan azules, tan orientales, eran y son unos animales que hacen un ruido siniestro. Están en los árboles y a menudo desde allí se lanzan para atacar al que pasa aunque tú no les hagas nada. Dan muchísimo miedo. Les guardo cierta prevención desde los cinco años.

Luego que vengan los americanos con tonterías de Freddy Kruguer, vamos, son para quienes no han sufrido verdaderas películas de terror en sus carnes.

miércoles, 18 de agosto de 2010

Las ceras deshechas



Primera comunión, dos de junio de 1968, once de la mañana. En el banco de San Miguel somos unas veinte niñas inquietas, tenemos 7 años. Todas con su traje de organza blanco, volantes, jaretas, capotitas, mangas de farol, vuelos y enaguas, salvo yo, que llevo una tunica hueso porque mi madre así lo ha decidido, sencilla, recta, como de novicia o postulante. Me ha dejado, eso sí, el pelo largo para la ocasión. Es mi gran ilusión, tener pelo largo, y no corto, como lo llevo habitualmente. Ella me dice que tengo el pelo malo y que es mejor que lo lleve cortito. Pero a mi no me gusta nada, parezco un chico, y no quiero parecer un chico de ninguna manera. No me hace ninguna gracia que me confundan con uno.

Dentona, sonriente y feliz por recibir a Jesús, aunque pensando en las musarañas, distraída, mi madre me llama la atención simplemente con la mirada cuando pasa a mi lado a comulgar. Me he vuelto a despistar, qué desastre. Rezo de nuevo, “Jesús, Jesús, yo quiero quererte, pero es que a veces se me olvida…”. Todo ha salido bien, he podido tragarme la hostia. Don Primitivo nos ha dicho que seamos buenas y nos ha felicitado. Ha sido todo muy emocionante y estoy muy contenta: ahora podré comulgar todos los domingos como papá y mamá hacen, no sólo estar en Misa a su lado.

Salimos de la oscuridad y fresquito de San Miguel, de su olor a incienso y velas, a un día radiante de mucho calor. Por el viejo Madrid vamos hasta la Plaza de Oriente donde vamos a celebrarlo. Antes dejamos en el coche unas ceras que me han regalado, más de setenta, una caja enorme, preciosa, azul y blanca, de Manley. Me encanta pintar y ahí hay más colores de los que una podría imaginarse.

Celebración de chocolate, churros y zumo de naranja en un café que hay allí, enfrente del Palacio Real. Mi madre está esperando a Luisa, está embarazada. Lleva un traje negro y blanco muy elegante. Creo que está de alivio de luto. Jugamos allí y luego deciden los mayores que las niñas vamos a ir a casa de la abuela Aurora, pero solo las niñas, que los chicos arman mucha bulla. Están mis primas de Valladolid, las de Madrid, Marta Huarte, Ana, las Guzmán, doce. Nos hacen una foto donde la más baja soy yo, una foto que tendré toda mi vida en mi cuarto.

Al montar en el coche vemos lo que ha pasado: todas las ceras se han deshecho por el calor y forman ahora una masa multicolor, pegadas entre ellas, ninguna puede utilizarse. Me llevo cierto disgusto, pero tampoco demasiado porque estoy fascinada con el efecto del calor y la explicación de mi padre y de mi madre que no le dan la menor importancia "No pasa nada, es una pena, pero no pasa nada..." Me hacían ilusión las ceras, pero sé que no son importantes.

Llegamos a casa de mi abuela en Avenida de los Toreros, enfrente de la plaza de Toros, jugamos a lo que juegan las niñas desde su más tierna edad, que es a hablar. Todas las niñas planean que van a hacer con su vida y, de hecho, ya lo saben perfectamente. Yo solo tengo ilusiones, pero no planes.

Me tumbo en el sillón de mi abuela, colgadas las piernas de un brazo y la cabeza apoyada e el otro brazo, y me quedo dormida. Estoy agotada.

martes, 17 de agosto de 2010

La Casa de Fieras


En los años 60 hay en el Parque del Retiro de Madrid un pequeño zoológico llamado la Casa de Fieras. Está un poco más abajo del Florida Park, una sala de fiestas de mucho ringo rango. En ese zoo minúsculo hay un elefante que se llama Perico, leones y osos y hasta llamas. Enjaulados en un espacio pequeño donde apenas pueden moverse esos animales son admirados por los niños que nos criamos en el parque.

Salgo con Pili al Retiro en el carrito de paseo, mi conejito rosa y blanco colgado a un lado.

“Chist, chist, guapa…”

Pili sigue seria y con los ojos bajos. Lleva un abrigo de tweed con puños negros, un moño bien puesto, ella siempre elegante. Las mujeres decentes no se vuelven cuando les piropean o llaman si no conocen a quien lo hace. Y si el hombre las conoce, no las chistan por la calle, son más tímidos y se lo dicen cara a cara, pero en voz baja.

Son años de leotardos y capota blanca que siempre te abrochan al salir de casa. Luego, al ir al colegio, vendrá el verdugo, un gorro de lana que a la manera de los verdugos medievales te cubre garganta y cuello y pica un montón, lo odiaremos, pero según mi madre sirve para no acatarrarse.

Pili me pone en sus rodillas y de repente se levanta conmigo en los brazos y señala “Mira, por allí viene el abuelo…”

Allí está él, el padre de mi padre, subiendo las escaleras con el bastón, muy despacio. Está ya muy enfermo del corazón, vino muy fastidiado de Rusia hace muchos años, ya no trabaja, pero se pasea a veces por el Retiro y viene a verme, sabe dónde nos sentamos. Morirá al poco de nacer mi hermano Juan, aunque será su padrino.

“El Caudillo, el Caudillo…” gritan de repente. Es Franco, que pasa por medio del Retiro, por el paseo que cruza el parque. Se sabe que es él por el coche, por la gente que lo dice, porque en algunas ocasiones viene rodeado de una guardia que tiene que va a caballo, otras no, sólo un par de coches que lo acompañan, poco más.

Es invierno y casi todo es negro, blanco y gris, hasta los árboles son blancos y grises, como es gris Perico, el elefante. Mi abuelo tiene un abrigo negro, y sus zapatos son negros, como el pelo de Pili, negro azabache, negro muy negro. La llama de la Casa de Fieras, ese animal tan raro, es muy blanca. Más adelante, cuando aprenda a leer, sabré por el Capitán Hadock que la llama además tiene mal genio si te acercas demasiado y come las barbas de la gente. Mi abuelo no tiene barba, solo gafas.

Los guardias del Retiro van vestidos de pana marrón con adornos rojos y llevan un sombrero ancho, son impresionantes. Ponen multa cuando ven a los novios besarse.

lunes, 16 de agosto de 2010

Paco aparece en escena (y no se muere a pesar de sus hermanos)


Mi hermano Paco, el tercero, es el único que se parece a mi madre físicamente, a los Igea, más bien Laporta, rubio y de ojos azules. Cuando comienza a andar parece un pequeño Rompetechos de cabezón y terco que es, aunque las gasas y el pañal que entonces lleva le hacen contrapeso físico, no mental. Decía mi madre que es a quien más cachetes dio por eso de que le quedaba a la altura de la mano. Paco estuvo mucho tiempo sentado en el poyo de la cocina mirando cómo mi madre hacía croquetas. Eran milagrosas, no se rompían a pesar de lo blandita que era la masa, y le salían pequeñas, todas iguales, perfectas. Paco aprendió a cocinar así, le decía las medidas a mi madre con su medio lengua. Desde entonces guarda el sentido de la exactitud y de la precisión.

Paco tiene de pequeño, entre el año y los 24 meses, me parece, unos ataques como de rabia que se pone primero amarillo, luego naranja, rojo y finalmente morado. No le arranca el llanto y se ahoga, hay que hacer algo, darle un cachete para que reaccione, respire y no se muera.

El caso es que a mi hermano Juan y a mi nos hace mucha gracia verle así, cómo va cambiando el que todavía es un bebé de color y esperamos un poco a llamar a alguien, que es lo que nos han dicho que tenemos que hacer inmediatamente. Cuando ya estamos viendo que se pone muy rojo, casi morado, y le hemos observado lo suficiente muertos de risa los dos, entonces corremos a pedir auxilio nerviosos, unos hipócritas completos. Pero antes nos lo hemos pasado genial viendo a Paco cambiando de color, furioso, sin poder llorar y a punto de ahogarse, qué bestias.

Luego Paco no se acuerda de esto afortunadamente, o lo perdona, no se sabe bien, falta confirmar con el interesado. Se hace muy amigo de Juan y van en panda cuando crecen. Yo soy chica, la mayor, y juego menos con ellos. No porque no me interesen los soldados, las construcciones o los vaqueros. Simplemente me entretengo por mi cuenta, aunque a veces también lo hago con ellos, pero me atrae más el mundo de los mayores, sus cosas y sus secretos, que el de los niños. No me gusta nada que nos manden a jugar a otro lado como hacen a veces, horas y horas, se me hace eterno. De pequeña prefiero estar con mi madre cerca y no perderla de vista mucho tiempo, la echo siempre de menos.

sábado, 14 de agosto de 2010

Elías, el practicante


“El pobre Elías no tiene la culpa, imaginaos que de cada vez los niños le monten una perra…”

Mi hermano Juan y yo escuchábamos atentamente. Mi madre explicaba que, aunque nos doliera, lo que no podía hacerse de ninguna manera era gritar, escaparse o portarse mal resistiéndose a la inyección cuando Elías, el practicante, venía. Lo último era montar una escena ni a él ni a nadie, pero a él menos.

Era un hombre muy simpático, moreno, alto, con una verruga pequeña en la mejilla. Pero el proceso era realmente aterrador aunque él no lo fuera. Calentaba alcohol en una cajita de metal que sujetaba con unas pinzas largas, medio tijeras. De ese recipiente salían llamas azules y naranjas que se elevaban en una danza siniestra. Allí dentro estaban las jeringas que desinfectaba.

Nosotros mirábamos el fuego, olíamos el alcohol y nos temblaban las piernas. Él seguía con bromas, luego clavaba la jeringa en la ampolla aquella con el cierre metálico donde estaba el medicamento y la cargaba. Entonces era el momento.

Media infancia con el practicante viniendo a casa, no recuerdo por qué ¿vitaminas?, ¿hierro?, ¿estábamos enfermos? Como el médico de la empresa donde trabajaba mi padre, Elías nos visitaba a domicilio, no teníamos que ir a verle.

Mi madre se sentaba en el tresillo verde aquel con tela de paisajes y escenas pastoriles. Encima, en su regazo, tumbados hacia abajo, Juan o yo, alternativamente a veces, primero uno, luego el otro.

“Culo, culete, si no te estás quieto te doy un pínchacete…” decía Elías, aunque el pinchazo caía seguro, te movieras o no te movieras.

Caían unas lágrimas de dolor, apretábamos fuerte la mano de mi madre, y nos subíamos el pijama después muy dignamente.

“Nunca he visto unos niños tan buenos… aquí da gusto venir a pinchar, así que seguro que vuelvo…”

No nos hacía ninguna gracia, pero Elías era así, cariñoso y con un sentido del humor peculiar.

viernes, 13 de agosto de 2010

Varicela

Un picor insoportable que abrasa. Casa de mis abuelos en General Mola, antes Constitución, Constitución de nuevo será con la llegada de la democracia, frío en Valladolid con república, dictadura, democracia o lo que sea. Echo de menos a mi madre. No me gusta estar separada de ella. Me ha dejado en casa de sus padres porque, según creo recordar, ha muerto un familiar de mi padre y el velatorio se ha tenido que instalar en nuestra casa en Madrid, no había otro lugar más apropiado.

La sensación en esta familia es que la gente se muere con cierta frecuencia y nacen sin parar a un ritmo más rápido. Por eso siempre ganamos los vivos a los muertos. Así hasta hoy: muere alguien y hay dos o tres niños en camino que flotan en las tripas de sus madres, recién nacidos o de pocos años. El balance no es un consuelo, pero la vida sigue adelante.

Las braguitas (decimos braguitas, así en plural y diminutivo, bragas suena mal y no se dice en mi casa, lo del plural no sé por qué) de perlé que mi abuela materna hace, con sus lacitos rosas, me molestan mucho. Me pica el pompis (tampoco decimos culo, palabra de gente poco educada, ni trasero, que uno no se aclara). No está bien rascarse, es muy feo, y menos si es ahí. Pero es que no puedo soportarlo y como los osos (eso lo sabré más tarde) me acerco a la pared y me rasco. Naturalmente mi abuela, que no se le escapa nada, me mira con sus ojos azules, para la labor de ganchillo y me dice que qué me pasa. “Me pica, abuela, me pica mucho…”. Me pide que me acerque a la mesa camilla, al brasero. Allí a un lado me dice que no sea pesada, que deje que ella me vea. Me da mucha vergüenza y me hubiera gustado que lo hiciésemos en otra parte, pero me baja las braguitas en un aparte, me las vuelve a subir y sentencia “Esta niña tiene varicela”. Llamadas por teléfono a mis tíos, todos los niños que hemos estado en contacto podemos tenerla como es el caso.

Me bañan para que me alivie, me ponen talco por todo cuerpo, luego el pijama. Agradezco el frío de la cama. Mi abuelo, que es médico, me tranquiliza “esto se te pasará rápido, pero no debes rascarte, que te quedan marcas…”

Qué horror, marcas, no quiero que me queden marcas. Me aburro luego de estar en cama y me paso los primeros días de varicela en la casa de los abuelos, la galería larga, echando de menos a mi madre.

Un día suena la puerta de la calle y no es un paciente de mi abuelo. Es mi madre que viene a buscarme. Mi padre no conduce, es ella la que lleva siempre el coche, la que viene y va, lleva y trae.

jueves, 12 de agosto de 2010

El hermano de la peluquera

“Ven aquí, que te voy a cortar el pelo…”

Mi hermano Juan se deja hacer mansamente. Le llevo dieciocho meses y es todavía muy pequeño. Hace los tres años en noviembre.

“Espera, que me falta de aquí…” Voy dando la vuelta a su alrededor, él muy quieto, muy prudente.

Antes yo le corté el pelo a la muñeca, pero no fue suficiente. Luego me he cortado mi propio pelo, pero es difícil hacérselo a una misma, no ves bien el resultado por detrás de la cabeza. Mejor a otro ser humano que se deje y que no proteste. Y Juan es bueno y no se mueve. Sigo “tras, tras, tras…” Me gusta el sonido de las tijeras y ver el pelo cayendo al suelo.

De repente mi madre aparece y pone el grito en el cielo. Me da un par de azotes.

“¡Te he dicho que no se cogen las tijeras!, ¡podías haberle dejado tuerto a tu hermano!…”

Lloro porque me han pillado, pero no porque me duelan los azotes ni porque me arrepienta. A los 4 años no existe aún el arrepentimiento. Además estoy francamente contenta porque puedo cortar el pelo, es divertido, sólo hay que ponerse a ello.

Anduvimos los dos hermanos con trasquilones un par de meses. Varias fotos de ambos ese verano en Boecillo, con mis primas y sus trenzas largas, mi envidia, con mi padre de la mano mirándonos con ternura, dan fe de mi corta carrera como peluquera.

miércoles, 11 de agosto de 2010

Del portero, lo que se cantaba y aquel tápame

"Os he dicho que no, y no es no" Manolo nos reñía por lo que fuera, nosotros obedecíamos. Era el portero, calva reluciente, uniforme gris con botones plateados. Demasiado para una casa de pocos posibles, Antonio Arias 6. Vivíamos en el bajo, casi sotano, desde el cual veíamos las piernas de quienes pasaban, calentito en invierno, bastante fresco en verano.

Hora de la siesta, siempre sagrada, con el calor se abrían las ventanas donde no daba el sol para que algo del aire del patio, más fresco, corriera por las casas. El resultado era que todo lo que pasaba en cada piso acababa siendo de conocimiento común de todo el vecindario.

"Tápame, tápame, tápame, tápame, tápame que tengo frío..."

Era un cuplé de toda la vida, de Raquel Meyer, creo, que todavía se cantaba a principio de los 60. En general se cantaba, era un hábito hoy olvidado. Se cantaba a menudo por la calle, cuando se limpiaba, cuando se cocinaba, en el mercado. Era la costumbre: las mujeres cantaban en cuanto te descuidabas.

Yo recuerdo toda mi infancia con mujeres cantando, contentas o tristes, pero siempre cantando.

Insistía la vecina aquella desde algún lado de la casa con el "tápame..." mientras otros intentaban echar la siesta en aquel agosto madrileño tan pesado.

"Tápame, tápame, tápame, tápame, tápame que tengo frío..."

Por fin se oyó a alguien que sacó la cabeza tras la ventana ya cansado y con un acento de Madrí (sin d, o sea, castizo) gritó a los cuatro vientos de aquel pequeño patio:

"Por Dios bendito, que la tape el que sea, que la tapen... por lo que más quieran, pero que se calle, que estamos intentando echarnos la siesta y así no hay quien pueda..."

Se hizo el silencio, se oyeron algunas risas, y la mujer calló, no sabemos si destapada o tapada por alguien misericordioso que le hizo caso.



martes, 10 de agosto de 2010

El primer día de colegio (ni leer, ni escribir tampoco, y, encima, anginas de primero)




"Pero ... ¿estás segura de que tu madre vendrá a buscarte?"

La profesora me insistía. Era el primer día de colegio. Ella, mi madre, me había llevado por la mañana. Yo respondía que también vendría a recogerme. Pero estaba equivocada. Y así estuve esperando horas en el patio. Tenía que haber cogido la ruta. Mi madre, creo recordar que embarazada, me esperaba en la parada de autobús de al lado de casa, con mi hermano Juan de tres años agarrado de la mano. Al final, al ver que no llegaba, cogió el coche y se vino a buscarme, el colegio quedaba lejos.

El día había sido horroroso para mí. Y aquella tarde esperando, con la duda que de pequeño y hasta de adulto a veces te entra, ¿habré sido abandonada para siempre? Llegó mi madre por fin y me subió al 600 blanco. Rompí a llorar amargamente por la tensión, por el miedo y el desencanto, la terrible desilusión de aquel primer día de escuela.

“Que sepas que no me ha gustado nada el colegio. No he aprendido a leer ni a escribir, ni tampoco sumas y restas como tú me habías contado que iba a aprender. Y, además, me han dado de comer de primero anginas… que están muy malas…”

“¿Anginas?..." Dudó un momento "Mmmh... ¿No serán berenjenas? “ Mi madre entendió lo que quería decir.

Luego me explicó que aprender a leer, a escribir y los números no era cuestión de un día, que se tardaba un poco más de tiempo y había que tener paciencia. Llegamos a casa. Nos bañó. Cenamos. Rezamos antes de meternos en la cama como hacíamos de pequeños siempre con ella .

El colegio luego resultó ser un buen sitio. El primer día solo tuve mala suerte. Aunque fue mi madre la que me enseñó a leer, “Mallorca Pastelería ” el primer texto que identifiqué sola, por la calle, aquellas letras rojas cursivas, inclinadas y fluorescentes.