
Todos los veranos me acuerdo especialmente de Luisa, mi hermana.
Ella nació en un mes de mucho calor y murió en primavera, una madrugada de Jueves Santo a los treinta y tres años. Luisa era Síndrome de Down, la pequeña de la casa. La llamábamos “la niña” en familia, también por su nombre, aunque mi padre también le decía Tachán a veces.
Hace unos meses me enviaron una foto en la que aparecemos mis hermanos Juan, Paco y yo en aquel verano de 1968 en Villa Maitena, la casa de mis tíos en San Sebastián. Mi sobrino Javier al ver esa imagen en blanco y negro preguntó inmediatamente “Y Luisa, ¿dónde estaba?” Es curioso, porque Javier flotaba todavía en la tripa de su madre, mi cuñada, cuando Luisa pasó a los brazos del Padre Eterno y de su padre, que se le adelantó unos años. No llegó a conocerla el niño, no la vio jamás y, sin embargo, es también para él alguien que estuvo y sigue estando presente.Tiene Javier un sexto sentido para preguntar siempre cosas interesantes.
Sí, ahí estamos los tres hermanos, Juan, Paco y yo, acogidos por mis tíos y mis primos Guerrero Igea, nadando en Yoldi por la mañana. Tres niños bien, con sus mocasines y sus trajes blancos en un verano lechoso llevando una vida confortable, segura, cálida. Ahora ya es imposible labrarse un pasado revolucionario o alternativo, qué le vamos a hacer.
Mientras tanto, mis padres en Madrid, sudando. Acababa de nacer nuestra hermana Luisa.
Como dice mi hermano Juan, la foto es buena no por lo que dice, sino por lo que calla que, como siempre, es lo más importante.