Tras comer las migas, estupendas, y con un par de cafés entonados, siguen los matanceros con la labor. Tres mujeres limpian tripas, dan la vuelta a los intestinos. No paran.
El abuelo de Raquel tiene unos 84 años. Esta finca la compró él en los 70 tras trabajarla como arrendador. Así la tienen. Impecable. 250 hectáreas, más o menos, guarros y ovejas, no sé si las vacas que veo del otro lado son suyas. Todo el muro lo hizo él. El cortijo donde hoy estamos, y donde los muebles se han apartado para que se pueda trabajar dentro también, estaba ya en su día. Pero él construyo alrededor varias naves, las cochiqueras y otros edificios.
Cada vez que hablas con una persona mayor, es decir, por encima de los 80 años, te das cuenta de tu pobre vocabulario y de lo limitada también que es tu mirada, en tiempo y profundidad. En todo. Ha reunido varios troncos o rastrojos, ya no sé, y ha hecho otra candela y mientras la miramos le escucho.
Vuelan dos milanos, tres luego, por encima de nosotros, sus manchas blancas a los extremos y esa cola tan reconocible. El abuelo de Raquel vuelve a llevar otro tronco a la candela, no para. Ojos ya achinados, manos todavía fuertes y un dedo cortado en el extremo, su mujer para marzo hará un año que murió. "Tengo un huerto aquí, el bar no me gusta". Todos los días viene.
Salgo a andar, necesito pensar. Ha levantado algo el frío y se fundió la nieve con un sol espléndido, aunque sopla algo el aire. Camino sola. Veo a los guarros del otro lado del murete, se me quedan mirando y se alejan. Avefrías, aquí llamadas aguanieves, no está mal el cambio de nombre. Y un par de aguilas a lo lejos, creo que son.
No hay arbol como la encina. Silenciosa. Dicen que polvorienta. Pues será en verano, que ahora bien limpia está. Verde seco contra verde jóven. Pocas veces verás este campo así, me dicen luego Raquel y Mario. Muchos años, muchos, para que una encina se haga. Es especie lenta y segura.
Se yerge una encina con elegancia y sobriedad.
Luego me fijo en otra. Y en otra. Y en otra. Cada una tan singular. Con tantos años atrás.
Todas juntas y con la mano del hombre, que limpia y mantiene, forman ese paisaje domesticado que es la dehesa. Tan nuestra. Aunque esta finca no sea mía, es mía. El paisaje es de quienes lo contemplamos.
Me gusta el norte de España, Galicia especialmente. Adoro el sur de Irlanda, brezo, granito, mar y viento. Pero esta dehesa de Badahó -pronunciése con h y sin jota- te emociona. Más que la de Cáceres, que mira que me gusta.
Emprendo la vuelta al cortijo.
"Croinch, croinch, croinch", decenas de ruiditos de repente, muchos, tras el murete ¿Qué será? Me asomo y ahí estan, todos detrás, pero ahora ya no me tienen miedo o no me huelen: unos treinta guarros comiendo bellotas, hozando el suelo. Gozando.
El secreto ya está hecho: ese trozo de carne detrás de la paletilla, dentro del tocino.
No he probado nada más rico en mi vida procedente del cerdo, ni jamón quiero ya. Sólo secreto.