Bitácora de Aurora Pimentel Igea. Crónicas de la vida diaria, lecturas y cine, campo y lo que pasa. Relatos y cuentos de vez en cuando.
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lunes, 12 de enero de 2009

El calor de la vida II) La elegancia de la encina


Tras comer las migas, estupendas, y con un par de cafés entonados, siguen los matanceros con la labor. Tres mujeres limpian tripas, dan la vuelta a los intestinos. No paran.

El abuelo de Raquel tiene unos 84 años. Esta finca la compró él en los 70 tras trabajarla como arrendador. Así la tienen. Impecable. 250 hectáreas, más o menos, guarros y ovejas, no sé si las vacas que veo del otro lado son suyas. Todo el muro lo hizo él. El cortijo donde hoy estamos, y donde los muebles se han apartado para que se pueda trabajar dentro también, estaba ya en su día. Pero él construyo alrededor varias naves, las cochiqueras y otros edificios.

Cada vez que hablas con una persona mayor, es decir, por encima de los 80 años, te das cuenta de tu pobre vocabulario y de lo limitada también que es tu mirada, en tiempo y profundidad. En todo. Ha reunido varios troncos o rastrojos, ya no sé, y ha hecho otra candela y mientras la miramos le escucho.

Vuelan dos milanos, tres luego, por encima de nosotros, sus manchas blancas a los extremos y esa cola tan reconocible. El abuelo de Raquel vuelve a llevar otro tronco a la candela, no para. Ojos ya achinados, manos todavía fuertes y un dedo cortado en el extremo, su mujer para marzo hará un año que murió. "Tengo un huerto aquí, el bar no me gusta". Todos los días viene.

Salgo a andar, necesito pensar. Ha levantado algo el frío y se fundió la nieve con un sol espléndido, aunque sopla algo el aire. Camino sola. Veo a los guarros del otro lado del murete, se me quedan mirando y se alejan. Avefrías, aquí llamadas aguanieves, no está mal el cambio de nombre. Y un par de aguilas a lo lejos, creo que son.

No hay arbol como la encina. Silenciosa. Dicen que polvorienta. Pues será en verano, que ahora bien limpia está. Verde seco contra verde jóven. Pocas veces verás este campo así, me dicen luego Raquel y Mario. Muchos años, muchos, para que una encina se haga. Es especie lenta y segura.

Se yerge una encina con elegancia y sobriedad.

Luego me fijo en otra. Y en otra. Y en otra. Cada una tan singular. Con tantos años atrás.

Todas juntas y con la mano del hombre, que limpia y mantiene, forman ese paisaje domesticado que es la dehesa. Tan nuestra. Aunque esta finca no sea mía, es mía. El paisaje es de quienes lo contemplamos.

Me gusta el norte de España, Galicia especialmente. Adoro el sur de Irlanda, brezo, granito, mar y viento. Pero esta dehesa de Badahó -pronunciése con h y sin jota- te emociona. Más que la de Cáceres, que mira que me gusta.

Emprendo la vuelta al cortijo.

"Croinch, croinch, croinch", decenas de ruiditos de repente, muchos, tras el murete ¿Qué será? Me asomo y ahí estan, todos detrás, pero ahora ya no me tienen miedo o no me huelen: unos treinta guarros comiendo bellotas, hozando el suelo. Gozando.

Me dice Mario al llegar "casi te pierdes lo mejor". No, Mario, no, lo mejor está fuera. Se me saltan las lágrimas contándole mi paseo de apenas una hora y media. Joe, primero por el cerdo y luego por el paisaje, seré idiota.

El secreto ya está hecho: ese trozo de carne detrás de la paletilla, dentro del tocino.

No he probado nada más rico en mi vida procedente del cerdo, ni jamón quiero ya. Sólo secreto.

El calor de la vida I) Sangre y dormirse



Fui a la matanza a Barcarrota este fin de semana. Raquel, ex alumna y amiga me invitó. Salimos el viernes por la tarde. La carretera de Extremadura estaba en perfectas condiciones y dejamos atrás Madrid con su caos. Mario condujo todo el tiempo. Acostumbrada como estoy a ser la que lleva el coche, da gusto ir en la parte de atrás durmiendo y sin preocuparse de nada.

Llego al hotel Nautilus. El Rocamador no está lejos pero no puedo permitírmelo, otra vez será. Un frío helador en la habitación. No quiero dar la lata en ningún lado pero al cabo de una hora me doy cuenta que la calefacción no funciona y que no voy a poder dormir ni vestida. Me cambian la habitación. Ay, ay, el frío ya lo tengo dentro y me duermo a eso de las 3.

Mañana preciosa, la dehesa está nevada, caemos en la cuenta que ha debido de ser esta noche, porque ayer no había nieve. Raquel me presenta a su madre que con 57 años parece su hermana, suerte de piel y genes que ha heredado ella. Son las 8.30 y cuando llegamos ya han matado al primer guarro. Quedan cuatro. Conozco al padre de Raquel, a su abuelo, a varios de sus tíos, otros irán llegando. Dos matanceros, el encargado, otro más, que creo que trabaja aquí, David, el hermano mayor de Raquel, el cocinero y su hijo o sobrino, ya no me acuerdo. Y unos cuantos amigos.

Trabajo duro y muy intenso, cuatro o cinco hombres muy fuertes para empujar al guarro desde las cochiqueras a la puerta y allí tumbarlo. El animal chilla muchísimo, se me saltan las lágrimas. No debería verlo, pero quiero verlo.

Joé, claro que la vida mancha, pero un montón. Para que nos podamos comer un chorizo, este animal tan grande, hasta bonito -pues sí, un cerdo tiene su belleza-, y sobre todo con tantas ganas de vivir, muere. Y cmo toda muerte es una muerte violenta. Incluso las muertes que no son violentas lo son. No estamos hechos para ella.


"Sangre y dormirse"

Definición de mi sobrina, cuando no tenía cuatro años, de lo que era la muerte. Se lo preguntó su padre un día, creo que a raíz de la muerte de mi hermana, queríamos saber qué entendía la niña por muerte. Lo definió así, "sangre y dormirse", a veces sabemos más cuando no sabemos nada.

Derribado y agonizante el guarro, su sangre va cayendo sobre un barreño mientras dan vueltas para que no se coagule. Todavía chilla el animal, se mueve, a veces muere antes, bromean algunos, de un infarto. Bendito infarto.

Es tan parecido el guarro a nosotros -lo siento, lo veo así-, que te impresiona mucho más. Me acuerdo de "Sin Perdón" de Clint Eastwood, curiosa asociación de ideas. La duda de un pistolero antes de matar a un sólo hombre, una vida, quizás una mala vida. Pero vida.

A continuación, entre cuatro hombres o más -es peso muerto ya-, colocan al guarro en una especie de espalderas y con un soplillo le van quemando entero para que los pelos se puedan desprender. Lo "depilan" luego con cuchillo, sale fenomenal el pelo del animal.

Luego se traslada a otro lugar donde los matanceros lo abren en canal y lo van despiezando. Y entonces es cuando te das cuenta del calor que producimos, que somos.

La vida, incluso recién muerta, es calor.

Un inmenso calor que se desprende ahora del animal abierto de parte a parte. Es cierto que debemos de estar a menos dos grados y el contraste entre la temperatura de 37 o 38 grados del cuerpo y la del ambiente es más fuerte.

Un vaho cálido, un vapor constante que emana a medida que abren más la carne y la despiezan. Van rompiendo también huesos, suenan varios chasquidos, el de la cabeza y los pulmones, creo. La cara la cuelgan de una valla, luego el resto, en barreños las tripas, las otras carnes repartidas. El secreto, que nos vamos a comer esta misma mañana y que es la cosa más buena que yo he probado del cerdo. Todo ordenado, cada cosa en su sitio. Y la lengua que se lleva a analizar. Hasta que el veterinario no dé el visto bueno no podremos comer.

La carne despiezada todavía se mueve. Te impresiona. No estamos hechos para morir, ellos tampoco. Pero necesitamos de su carne. Somos carnívoros.

Salen las migas, no son más de las diez.

El calor de la vida, es también el olor de la piel quemada, más de quince personas sabiendo lo que hay que hacer y cómo hacerlo.
Y una candela dentro del cortijo y cuatro fuera, agua calentándose continuamente.
Agua que limpia todo.