Bitácora de Aurora Pimentel Igea. Crónicas de la vida diaria, lecturas y cine, campo y lo que pasa. Relatos y cuentos de vez en cuando.
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jueves, 3 de abril de 2014

Las cartas

Al levantar la casa de nuestra madre hace años,  descubrí un paquete de cartas, unas cien o más.  Sin necesidad de leerlas, reconocí ya en los sobres la letra elegante y de colegio francés de mi madre y la más clara y rápida de mi padre. Era su correspondencia durante el noviazgo.

Se las enseñé a mis hermanos y, en mitad de la vorágine del vaciado de la casa, quedamos que yo las guardaba y que ya veríamos qué hacíamos con ellas.

Me las traje pues a Ávila. Y ahí las tengo, en una caja, en nuestro garaje.

Cuando pongo la lavadora sé que están exactamente donde las dejé en abril de 2012.

Entro a por la comida de Olimpia,  guardo algo que no me cabe en la cocina, y ahí siguen ellas, silenciosas, las cartas de mis padres. 

Soy incapaz de abrir ni siquiera la caja. Siento, como sentí al descubrirlas, un respeto y un pudor enormes. Las tengo como un suelo sagrado alrededor del cual se extiende todo mi desorden, mi caos. 

Creo que su mejor destino, si surge la oportunidad,  sería colocarlas en los cimientos de alguna otra casa de la familia. Quizás en las de los nietos de mis padres, cuando Carmen y Javier tengan sus propias casas.

Mientras tanto, las cartas duermen, bien abrazadas unas con otras,  algunas en ese papel de tela que usaba mi madre, otras en una tinta preciosa azul grisácea, con sus sellos de Franco, y ese pegamento que había que mojar también con saliva para que el sobre se cerrara. 

Y nosotros entrando y saliendo del garaje a coger o a dejar algo. 

PS: El cuadro es de Alberto Guerrero, de la serie Logos en ruinas.


jueves, 30 de mayo de 2013

El primer baile

Fue en Alcocebre, un lugar de veraneo, en la casa de los Huarte. Emilio Huarte Mendicoa era amigo de mi padre.

Todavía lo recuerdo:  moreno, alto y guapo. Con muchísima clase. Carlista. Y, evidentemente, navarro. Con un sentido del humor impresionante, siempre de guasa. Se había casado con Nelly, de San Sebastián, elegante y también alta. Y, encima, rubia. Tenían unos hijos de edades parecidas a las nuestras. Nos habían invitado.

Y de repente, no sé por qué, pusimos música y comenzó el baile.

No tendría yo más de trece años.  Un poquito de vergüenza, nervios y, sobre todo, una sensación de halago desconocida y francamente agradable. Las piernas temblando y las manos apoyadas en sus hombros sin llegar casi, me llevaba prácticamente en volandas. Todo daba vueltas. 

Fue emocionante.

Toda mujer debería ser invitada a bailar por primera vez por alguien como Emilio Huarte Mendicoa.

sábado, 17 de septiembre de 2011

Márai y septiembre


Acabo el diario de Márai esta mañana antes del riego y de irme a Urueña. Empecé por el último, el correspondiente a 1984-1989. La edición de Salamandra reproduce la última anotación a mano, antes de suicidarse.

Lucidez, emoción  y una tristeza profunda, desconsuelo. La feroz vejez, la fragilidad y la consciencia. También la conciencia. Su mujer, L., casi ciega y muy enferma, los cuidados que requiere, luego su muerte. Y más muerte.

Todo es muerte y una cabeza espléndida. También amor. Al final solo se alimenta de la lectura de los diarios de su mujer. Y de esos sueños o no sueños donde ella le habla y le cuenta desde el otro lado. Mucha soledad y una desesperanza completa. 

Acaba el verano y empieza el otoño. La Virgen de la Merced el próximo sábado. En éste luce el sol y hace bueno. Se fueron mis tíos y les echo de menos. Tengo un pulgón que amenaza las adelfas. Disciplina en el jardín, fijar y seguir una rutina de tareas. Lo mismo al escribir. Siempre el doble de lectura que de escritura, propósito para siempre.

Hay una familia de lo que creo que son currucas viviendo entre la casa de mis tíos, la de mi prima y la nuestra. Pero las moscas se ponen insoportables en septiembre. Se pegan a la pantalla del ordenador en cuanto pueden.