A las 7 de la mañana y a las 10.30 de la noche oigo los aspersores. Están programados para no coincidir con otros aparatos de la casa o la luz se va. Es la señal para despertarme. También la señal de que el día acaba, de hacer balance.
Me da paz oírlos, sensación de orden, como si fueran maitines o laudes.
Dos horas me lleva regar el resto del jardín por mi cuenta, dos por la mañana y dos por la tarde casi, depende del calor que haya hecho.
He descubierto que es mejor regar muy lento, modular la llave del agua, casi cerrarla. Así cala mejor, y esta tierra tan mala parece que va absorbiendo el agua. Tardo mucho más, pero es mejor para las plantas.
Mi riego automático es ir moviendo dos mangueras que tengo y aprovechar las roturas, las fugas, que una tiene para que el agua caiga en determinados alcorques de arbustos o árboles. Arreglé unos escapes con cinta vulcanica, pero se hacen continuamente, así que he decidido utilizarlos a mi favor.
Mientras hago la cena o preparo el desayuno, me ducho, hablo por teléfono o limpio la casa, el agua cae poco a poco. Todos los días así, de 7 a 9 por la mañana y de 7 a 9 por la noche. Si he trabajado en Urueña, más tarde.
Cuando tengo amigos, familia o a Gonzalo, saben que yo estoy de acá para allá regando y no se molestan si desaparezco para mover la manguera, para graduar de nuevo la llave. El ruido del agua de fondo de música ambiental en el jardín, en la casa.