“Una reunión de mujeres, y más de la Santa Hermandad, como mi hijo Juan llama a mi grupo de amigas, suele ser algo difícil
de contar.
Hay mucha introducción, abundante conversación y, desde luego,
despedidas muy largas. La eternidad es comparable a dos mujeres a las que les
cuesta decirse adiós y se entretienen. Eso es la eternidad.
Solemos tener un orden
fijo del día, que es el de hijos, hombres y padres; los padres siempre al final, la
vejez y la enfermedad de los que queremos es lo que más triste nos suele poner.
Establecemos turnos de palabra también, para que no haya seis conversaciones
distintas y estemos todas a lo que estamos. Pero es igual el orden o los turnos, porque lo acabamos mezclando todo e interrumpiéndonos constantemente.
“Yo
a veces mataría a mi marido, si te soy sincera…” soltó
una de sopetón.
Qué barbaridad, empezábamos mal. Yo las había
convocado no para contarles toda la verdad, por supuesto. Tengo una amiga juez
y otra fiscal, no podía comprometer a las presentes teniendo al aparato
judicial de frente.
Así que me inventé, por eso de que escribo,
una novela de crímenes como parte de mi afición, otro palo nuevo que tocar.
Cosas mucho más raras he hecho en la vida, así que no les extrañó nada que me
diera por los delitos sangrientos en esta ocasión y que necesitara ideas de
víctimas y, sobre todo, de método.
Hablar con las amigas, contar también con ellas,
con su ayuda, consejo u opinión, a veces contradictorios unos de otros, e
incluso dentro de los que cada una de
ellas dan, forma parte de la terapia habitual de muchas mujeres entre los 12 y los 90 años. Las amigas son un apoyo fundamental y a mí, tras mi divorcio, me
demostraron que con ellas sí que podía contar. Ellas, las amigas, son las que
siempre están. A mí la Santa Hermandad siempre me ha respaldado, y esta vez no
fue la excepción.
“Mira, no, el marido no puede ser ni en la ficción”. Volví a aclarar
el tema. “La protagonista de la novela tiene por norma matar solo a desconocidos
(además de muy malos y muy tontos), así que marido, hijos, suegras y madres,
descartados todos, por favor... Como lo están también los jefes y los compañeros de trabajo, salvo que no se tenga
contacto alguno con ellos. Estamos hablando de una protagonista que no es real y de las tres condiciones que ella establece,
no las de cualquiera de vosotras, que cada una tendrá una idea diferente de
condiciones para asesinar…”.
La aclaración las dejó un tanto mustias. Pero
rápidamente todas, más de doce -juez y fiscal, dos profesoras, una médico,
una enfermera, dos en paro, otra en banca, dos administrativas, una prejubilada
y otra periodista- se animaron y sugirieron víctimas potenciales al respecto,
todas ellas perfectas desconocidas, como era menester.
Acabó por darme miedo a cuánta gente, sin
saber de ellas nada, seríamos capaces de asesinar algunas mujeres. En cambio,
ninguna de mis amigas llegó a contribuir en lo del método de matar, que es en
lo que yo había fallado en realidad con la Zapico. ¿Cómo hacer para matar sin
dejar rastro? Ese era y es el problema que seguía sin resolverse, el cómo
hacerlo, cómo matar sin dejar huella.
“Pues abajo nos han puesto una academia de
flamenco que no soporto, no conozco de nada a los dueños, así que podrían ser
unas víctimas perfectas…” María habló.
“Pues, en cambio, en mi caso varias madres y
padres de alumnos que tienen mis compañeros, alguna inspectora funesta y gran
parte de la consejería de educación, que afortunadamente no tengo trato con
ellos, serían unas víctimas ideales para lo de asesinato tuyo: muy malos, muy
tontos y totales desconocidos…”, Laura, profesora de instituto lo tenía
clarísimo. Como también la médico y la enfermera, hay que ver cómo está la
Sanidad.
Luego alguien sugirió el magnicidio. Entonces
nos enzarzamos en una discusión política como pasa a veces: la Santa Hermandad
no es políticamente monocolor, así que hay que tener cierto cuidado porque
podemos salir tarifando, que si unos, que si los otros… En fin, mejor no hablar
de política jamás.
Me hizo pensar mucho, la verdad, la reunión aquella.
Porque gracias a la policía, la religión, la ética y, por otro lado, a la falta
de fuerza bruta y, sobre todo, a la carencia de un método para asesinar -nadie dijo nada naturalmente
sobre “cómo asesinar”, un desastre total-, me di cuenta de que el mundo quizás
es mucho mejor de lo que podría ser gracias a que las mujeres nos dedicamos
poco o nada a matar. Que si pudiéramos, si no tuviésemos las tres primeras
instituciones, comunes a casi todo el género humano, o si contásemos con las
dos últimas, que al parecer la naturaleza niega al menos a la Santa Hermandad
que yo frecuento, era como para echarse a temblar.
“¿Cómo te encuentras?” fue la pregunta estrella
de la noche aquella de febrero dirigida a mi persona, complementada con un
“Cuenta conmigo”, como si fueran las Olimpiadas y me presentara al maratón o
similar. Qué pesaditas estaban. Me mareaban y me ponían triste. No quería
hablar de ese tema, ni de pruebas, ni nada. Sólo de asesinar a la víctima
perfecta, de acabar con ella. Era fundamental que en ese año yo lo pudiera
hacer: matar a quien había que matar.
Terminó la reunión como suelen hacerlo algunas
de éstas: catarsis colectiva hablando sobre la vida y la muerte, y eso que
bebimos poco. Se echó alguna lágrima discreta en el baño o en parejas, pero, en
cambio, nos reímos todas juntas. También hablamos sobre el amor, por supuesto.
Lloramos más entonces, es lo frecuente.”
La chica sigue escuchándome y tomando notas a mi
lado como una niña aplicada, seria y concentrada en lo que escribe. Me acuerdo
de algo importante que pasó.
“Se me olvidaba que, en medio de todo el
aquelarre, alguien llegó a sugerir aquel día de febrero lo siguiente:
“Pues yo mataría a quien le entristece y
obsesiona el bien ajeno o tu misma persona sin apenas conocerte. A quien sufre
porque te vaya bien en algo y quiere manipular lo que pueda al respecto.
Algunas mujeres toman como una verdadera afrenta que otras lleven una sonrisa
de oreja a oreja, sea la que sea: la causada por el marido o el novio; la otra
sonrisa, mucho menor, de la que disfruta con lo que hace o tiene éxito en su
profesión y, ay, lo demuestra; y más, la sonrisa de las que tienen hijos, y,
también, la de la que no los tienen y está contentas, la de la que tienen un
éxito bárbaro entre los hombres y, si me apuras, la de la que no se come un
colín y va a su bola sin echar mucha cuenta. Hay que ser muy discreta en la
sonrisa y en lo que se muestra, aunque sea por alegría o entusiasmo. A veces
hay que acabar matando en legítima defensa a quien pretende hacerte daño. Da
pena, pero por la caridad entra la peste….”
Nos quedamos en silencio.
“Pero eso no es
para matar” dijo Begoña,
ecuánime siempre. “Eso es para compadecer e ignorar
en su caso a la envidiosa. Es tan humana la envidia, tan femenina a veces… Y
nadie estamos a salvo, todas podemos caer. Si te paras a pensar la envidia
tiene dos víctimas siempre, la envidiada y la que envidia…”.
Nos callamos porque tenía razón. Es lo malo de
la Santa Hermandad, que algo de sentido común aporta en medio del follón que
solemos montar”.
De todo esto la chica que escribe solo dos
palabras con una tinta que ahora es verde:
Mujeres
Envidia.
No sé cómo lo hace para cambiar de color tan
rápido con esa pluma que tiene, muy antigua, ahora que me fijo. ¿Tendrá
cartuchos diferentes? No, ni siquiera es una estilográfica. Parece una pluma de
las de pájaro de tan grande como es.
Cuento de Navidad por entregas en este blog, cada día (salvo uno) un capítulo, hasta el 6 de enero.
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