"Plas, plas, plas, plas". Sonaron los aplausos de rigor al discurso de la ministra que apenas pudo oírse. No funcionaba bien el sonido, alguien se llevó una soberana bronca.
Sólo llegaron las palabras rotas e inconexas como "igu l d oportunidades", "concil vda fmliar labral", "responsabilidad", "mjres"..., todo ininteligible y perdido en la sala abarrotada. Carmín, tonos morenos, besos al aire, qué alegría verte, pero tú ¿dónde estás ahora?, miedo de contar problemas o la verdad, y, de vez en cuando, un lifting muy bien hecho.
Público mayoritariamente femenino, sólo una veintena de hombres, algunos cargos de la administración y ejecutivos encantados de encontrarse rodeados de tantas señoras, molaba ser gallo incluso en ese gallinero. También otros secretamente aliviados de que la suya no fuera como ellas y esperase en casa con los niños, a ser posible ya bañados. Y los más simplemente paternalistas, mirando con condescendencia y esperando salir rapidito tras haber hecho acto de presencia.
Habló una conocida banquera reivindicando el papel de las mujeres en las empresas pero poniendo en claro su oposición a las cuotas en los consejos de administración que "debían ocuparse por mérito, nunca por porcentaje". Lástima que el apellido de la banquera hiciera un poco sospechosas sus palabras. Pero sólo un poco.
De un tiempo a esa parte se podía ser empresario/a y directivo/a, partidario/a del libre mercado y a la vez socialista, socialdemócrata, liberal o simplemente apolítico/a o centro-centrado, moderado o lo que fuera (o sea, llevarse bien con todos para seguir a flote siempre). También se podía ser ecologista, solidario/a, pacifista y feminista, todo dentro de los nuevos mantras empresariales que se repetían sin asomo de duda sobre su significado y que se dejaban caer, una y otra vez, plof, plof, plof, al principio, en medio o al final de todo discurso, intervención o proclama.
Las palabras, en ese y otros actos, lo soportaban todo.
Mientras, fuera del hotel donde se celebraba el acto, tenía lugar un formidable atasco de tráfico al que habían contribuido los coches oficiales y otros de empresa. Los chóferes esperaba fuera fumándose tranquilamente un cigarro y dándose conversación.
"Plas, plas, plas, plas". Nuevos aplausos, flashes de fotógrafos y cuchicheos. Ana Cepeda, directora de la asociación sonrió satisfecha. Las diferentes categorías de premios servían para contentar a tirios y troyanos, de eso se trataba. Si fulanita con nombre ilustre se llevaba éste, demos el otro a otra más vinculada a los empresarios tipo PSOE. Nuevo dinero con el viejo, apellidos de toda la vida con el círculo del poder político o social más fresquito, todos juntos y hasta revueltos, la pomada.
Subió Margaret a recibir el premio a la mejor directiva del año. Daba perfecta para las fotos y habló con gran convicción, se notaba su oficio. Y con emoción también, la justa. Mencionó a su equipo, a su empresa, a su coach, a su familia y a su marido, por este orden.
"Plas, plas, plas, plas". Más aplausos. El acto, como era costumbre en España, se hacía interminable, casi eterno, con la presentación habitualmente jabonosa y larga de quien iba a entregar el premio —alguien importante y, como tal, pelma—, el discurso de éste presentando a su vez a quien lo recibía y el agradecimiento de la premiada habitualmente un poco más breve.
Así tres discursitos por seis veces, las seis categorías, o sea, dieciocho personas hablando, eterno. Como habitualmente nadie se preparaba nunca lo que iba a decir, ni parecía haber límite de tiempo ni, sobre todo, de egos, todo se podía hacer doblemente largo.
Cuando Cepeda dio por finalizado el acto eran las diez y media y los camareros salieron con el cóctel, todos los asistentes se lanzaron como posesos sobre las bebidas y los canapés, había hambre.
Sonaron los móviles y se mandaron varios mensajes para confirmar que no se cenaba en casa.
Aquello acababa de empezar realmente.