Bitácora de Aurora Pimentel Igea. Crónicas de la vida diaria, lecturas y cine, campo y lo que pasa. Relatos y cuentos de vez en cuando.

viernes, 9 de septiembre de 2011

Los cuentos del aligator

Cuando éramos pequeños mi padre trabajaba hasta tarde y le esperábamos con muchas ganas. No recuerdo bien, pero supongo que era, como tantos de la época, pluriempleado. El caso es que un día que volvió, los tres hermanos rodeándole tras darle el beso de bienvenida, comenzó una historia que nos duró años.

Se trataba del aligator, un cocodrilo en inglés, o quizás una clase de cocodrilo más delgado y pequeño, los expertos sabrán. Mi padre lo llamaba así: el aligator.

El animal en cuestión estaba de incógnito entre los humanos, pero él, mi padre, se lo encontraba.

Podía ser en un ascensor lleno, en mitad de la calle, cuando iba a una tienda, en un autobús o haciendo la cola en una ventanilla. Allí estaba el aligator, verde y ocupado. Sólo mi padre se daba cuenta. Sólo él era capaz de descubrir su cola larga, sus dientecillos afilados, esos ojos inquietos que se mueven muy rápido, o las garras de uñas negras y curvadas casi ocultas por las mangas.

El aligator tenía una misión que no estaba clara. ¿Qué hacía allí, en mitad de Madrid, vestido con una gabardina que lo tapaba, con su traje debajo, pantalón, chaqueta y corbata, como iba mi padre en los días de diario? Nunca lo supimos porque mi padre no se lo preguntaba. Sólo sabía que un aligator vivía en la misma ciudad que nosotros y se confundía con la gente, aunque, de vez en cuando, mi padre podía distinguirlo y hasta saludarle. "Buenas tardes, señor aligator..."

“Papá, papá, papá... ¿viste hoy al aligator?" era la eterna pregunta al llegar a casa.

“Sí, lo vi. Estaba subiendo las escaleras delante de mí. Nos saludamos, pero él iba al primer piso y pasó de largo...”

Entonces imaginábamos a qué podía haber ido allí, qué asunto tendría que resolver el aligator. Esto nos entretenía mucho, elucubrar qué podía hacer el lagarto verde en tal o cual sitio.

“Y hoy, hoy,... ¿lo viste, papá?, ¿dónde estaba?, ¿te lo encontraste?...” Los tres esperando cada noche nuestra ración de aligator.

“Hoy no lo vi, ya lo siento, hijos... quizá mañana. Llovía mucho y a lo mejor con paraguas no lo distinguí bien, vamos todos muy rápido…”

Nos quedábamos tranquilos los hermanos porque no todos los días mi padre veía al aligator. Ya sería en otra ocasión.

Así estuvimos mucho tiempo. Incluso cuando ya dejamos de creer en lagartos grandes que se pasaban por la calle, nos encantaban las historias de mi padre, esos breves encuentros, el no saber realmente qué le tenía ocupado, por qué estaba un aligator, que es un animal selvático, en mitad de Madrid, tan campante.

Yo esto no lo he querido hablar con mis hermanos. Hay cosas que no se hablan. Pero estoy totalmente segura de que a ellos también les pasa. Y es que de vez en cuando, cuando menos me lo espero, descubro un morrito demasiado largo y estrecho, unas fauces que se abren, y una cola mal disimulada justo delante de mí, en las escaleras mecánicas del metro, en el cajero del banco o hasta en el registro civil al ir a pedir un certificado.  Yo también veo al aligator y no me hace falta preguntarle nada. Él sabrá por qué sigue en estos lares y por qué mis hermanos y yo nos lo encontramos ahora que ya no está mi padre.

(Publicado el 19/08/2010, Lo vuelvo a publicar porque no he podido atender el blog hoy)



7 comentarios:

Anónimo dijo...

Cuando vuelvas a encontrarlo, pídele de mi parte que le dé un beso a la pequeña niña Aurora, seguro que puede hacerlo.

Miguel Baquero dijo...

Pues me alegro, fíjate tú, que no hayas podido atender hoy al blog para poder leer esta fantástia entrada atrasada.
¡Tu padre era entonces todo un cuentista! (dicho sea como un gran halago)

lolo dijo...

Hay cosas que es mejor que no se hablen.

Cuánta razón, Máster.

Juan Carlos Garrido dijo...

Quizá el pasado sea un aligator emboscado tras una gabardina y un sombrero a lo Bogart, un lugar donde todo era posible y el tiempo se extendía, inabarcable, por delante.

Bonita entrada.

Máster en nubes dijo...

No sé, anónimo, los aligators tienen unos dientes muy afilados, para besar no sé bien cómo harán. Un abrazo, guapa...

Miguel, no sé que te parecerá a ti, pero creo que parte del origen de la literatura me parece que está en un padre o una madre contando una historia a sus retoños ... para que no den la lata ;-)... o para que la den. Los cuentos familiares son una mina. Un abrazo.

Lolo, desde luego, hay cosas que si se hablan se machacan, mejor en elipisis, lo importante es lo que no se dice... Abrazos valencianos ;-)

Exactamente, Sombras, el aligator llevaba sombrero de Bogart, así nos lo pintaba mi padre... He descubierto que no hay casi padre que yo conozca que no haya contado cuentos que él se haya inventado. ¿La paternidad tiene que ver algo con el relato? Saludos (y al sujeto ese aquel que preguntaba tanto en la presentación de tu libro ;-)... ¿cómo le va?)

Juan Carlos Garrido dijo...

Mi pequeño preguntón sigue en su línea, gracias. Por cierto, el título de la entrada sería un excelente nombre para una colección editorial.

Saludos.

Máster en nubes dijo...

Lo malo es cuando te da vergüenza preguntar, entonces se acaba la infancia. Saludos.