No hay uno, hay varios. Y, como la nieve, tiene nombres diferentes allí donde es casi constante.
Leo el ensayo de Adam Gopnik sobre el invierno. Es canadiense el autor, o sea, parece que le queda cercano el tema. Son cinco miradas: el invierno romántico, el radical, aquel que invita a la recuperación o al descanso, al ocio y al recreo y, por último, el recordado. Y está muy bien, pero es demasiado anglo y nórdico, germánico. De los inviernos que podemos vivir en España no hay nada.
Son otros inviernos, eran otros. No había reverendos patinando, ni pistas de hielo, ni papás noeles, ni ese confort que, a pesar de todo, otros países más ricos tenían.
Y, en todo caso, cómo ha cambiado nuestra percepción con la calefacción central, uno de los grandes avances. El invierno con calefacción ya no es lo que era ni por asomo.
Recuerdo el brasero de mi abuela y la casa de Valladolid, heladora, con esa galería grande. Lo peor era ir al cuarto de baño. O que te mandaran a por algo. Y recuerdo también las sabanas siempre frías. Había que ir bajando los pies con cuidado.
Y aquel día que llegamos a Boecillo y mis hermanos y yo preguntamos espantados... ¿Qué es esto, papá? Y esto era frío sin calefacción. Frío duro del que pasaron nuestros abuelos y padres. Frío, hijos míos, esto es frío. De ese frío a pelo, casi sin nada, los niños de los 60 ya poco pasamos.
Sabañones. Las orejas enrojecidas por el frío, las manos, los pies, y salían entonces. Uno de mis hermanos haciendo la mili los tuvo. Desde entonces no los he vuelto a ver. Los sabañones ya no salen.
Y más mayor recuerdo el frío de la Facultad de Derecho. No sé si los universitarios pasarán hoy menos frío que entonces. Yo creo que fumábamos para calentarnos. O el frío del recreo en el colegio. Salvo que jarreara había que estar en el patio, ahí, como los jamones, al aire. Siempre con los labios cortados.
Pero también el invierno es y era ese sol radiante de Castilla con sus días brillantes. Entre la foto de la casita de pájaro nevada y la otra ha pasado menos de una semana en Ávila. Definitivamente, hay inviernos, no invierno.
Dejo detrás la ciudad con la Paramera y la Serrota nevadas. Avanzo hacia Vicolozono y Brieva. En el horizonte los molinetes de la sierra de Guadarrama.
Con sol y casi sin viento es una bendición andar un rato. En la sombra el agua helada todavía en los charcos. A los dos lados la dehesa ya sin nieve y con las vacas y los toros mirando, más lejos los caballos. Tengo el polar con dos capas adicionales de pelos blancos de Arya y los negros de Olimpia.
No hay como un bar a la 1 de la tarde lleno de parroquianos. Eso sí, las gallinas de Vicolozano hoy no están sueltas.
El cuadro es "El reverendo Walker patinando en Duddingston Loch". Es de Henry Raeburn y se encuentra en la National Gallery de Escocia.
11 comentarios:
Un frío helador de pequeños en Castrojeriz: sí, lo de ir a por algo era tremendo. Y menos mal que había bolsas de agua caliente. Lo pensé cuando estuve a finales de diciembre en Burgos: ¿pero cómo podíamos vivir con un frío así?
Yo recuerdo la casa de Noja en Semana Santa, cuando nos arreglabamos con una catalítica en el repartidor de arriba y el resto de los cuartos abiertos, para que entrara el calorcillo. Un frío húmedo, que no te quitabas hasta la semana después de haber vuelto a Madrid.
Siempre me ha encantado ese cuadro de Raeburn.
Besotes de tu prima.
No sé si envidiar ese frío, amiga Aurora; sea como sea, es magnífico poder volver a leerte.
Un abrazo.
Lo de aquellas bolsas de goma que tenían fundas de tela era genial. Yo las volví a ver en Inglaterra, Ángel.
El frío ese del norte, la humedad de las casas, era horroroso. Según otra prima mía ella empezó a ver que su ropa tenía manchas cuando volvió a vivir en Castilla. Antes por esa luz más sombría no las veía.
José Miguel, gracias. Un poco de frío es agradable y estimulante cuando tienes casa calentita.
Al igual que las penas con pan son menos penas, el frío, con un buen brasero es más llevadero.
Esos fríos explican la afición por usar bonetes para circular por corredores y patios. Yo conocí a un señor mayor que vivía en una casa muy fría y jamás deambulaba por los pasillos con la cabeza descubierta, por el frío y la prevención a los catarros. O esos gorros, de aire muy antiguo, propios de notarios, boticarios y eruditos y que se usaron hasta hace unos cien años.
Estimado Anónimo, tiene Vd. razón, pero el brasero en cuanto te separabas un metro de él como si nada.
D. Retablo, me ha encantado la imagen. Era la abuela de Caperucita con su gorrito en la cama, y era Mr. Scrooge y tantos, moqueantes, con el bonete o gorrito, con algo. Creo recordar que los he visto hace poco en un museo del vestido, o en otro lado, ¿museo romántico? No me acuerdo, en algún sitio...
Que hermosa entrada y que bien descritos los inviernos de Castilla de hace años, hablas de ols sabañones ¿Y las cabras? que te salían de estar pegada como una lapa al brasero de cisco. Y en verano sin poder ponerse falda por esas piernas...Ay esas piernas. :P
Besazo
Yo también llegé a las postrimerías de esa época, cuando íbamos a pasar las Navidades en casa de los abuelos en plena Tierra de Campos. Lo que más recuerdo era que las sábanas estaban heladas. Con el tiempo acababas calentándolas con tu propio calor corporal, pero entonces tenías que pasar la noche siempre en la misma postura, tieso como un palo, porque a nada que te movieras las sábanas volvían a estar heladas. Entonces fue cuando entendí lo de los calientacamas, esa especie de minibraseros con mango para pasar por las sábanas antes de dormir...
¿Cabras? No tenía ni idea de eso, voy a ver qué eran.
Jaime, sí, había que quedarse sin moverse nada. Y los calentadores esos de cama todavía se ven en algunas casas de abuelo, de pueblo, etc. (La versión moderna es una especie de platillo volante o lenteja que se enchufa a la corriente unos minutos y luego desprende el calor un par de horas ;-), oye, tú, mano de santo...)
Publicar un comentario