Le pregunto a Gonzalo sobre la carne que estamos tomando
-Bien…
Me contesta así mientras sigue comiendo. Me sienta,
francamente, a cuerno quemado. Qué curioso esto.
Puede ser el tiempo o las ganas que pongo en cada comida que
preparo. Pero puede ser también esa servidumbre que re-descubro de la
mano de Sherry Turkle en su libro “El arte de la conversación” cuando cita la
paradoja de la elección, la teoría de Barry Schwarzt. Vamos a ello.
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Barry Schwarzt (resumo mucho esto) explica que nos dividimos entre “maximizadores” (optimizadores dicen otros) y “satisfizadores” (lo han traducido así, ya lo siento). Los primeros buscan la mejor alternativa, la mejor posibilidad. Serían, sólo en cierto modo, perfeccionistas. Los segundos no se detienen tanto en buscar “lo mejor”, suelen estar contentos con lo que se les ofrece e intentan maximizarlo.
Turkle menciona esta teoría para explicar cómo hoy el mundo
digital nos hace desarrollar la psicología del maximizador, dado el amplísimo
mundo de posibilidades que se nos ofrece a través de las pantallas.
Y lo aplica, en concreto, al contexto del ligoteo o las
relaciones amorosas y cómo determinadas aplicaciones, así como la exposición
propia y ajena continua, han ampliado la (supuesta) posibilidad de “encontrar alguien
mejor”, lo que lleva al mariposeo, a una permanente insatisfacción y a una
(agotadora) adolescencia.
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Más allá de la referencia a dicho ámbito, no menor, caigo en
la cuenta de que frecuentemente y en diversos campos llego a pensar que un
simple “bien” no es suficiente.
Tal ha sido mi caso ante el bien por “mi” redondo, para el
que yo esperaba… ¿pero qué narices esperaba?, ¿una vuelta al ruedo? En fin. Soy
hija de mi tiempo.
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Una primera explicación es que en general la aprobación
ajena nos sea muy importante hoy. Otra que un simple bien ajeno o hasta propio –sí, también y sobre todo propio– no nos
baste.
Voy a dejar la primera cuestión de momento fuera. Y me
centro en la segunda.
Efectivamente, hoy un
bien no nos parece “bien”. Y si no, atención a las expresiones siguientes
¿Es guapa? Está bien…
¿Cómo lo pasasteis? Bien…
¿Cómo te salió el examen? Bien…
¿Qué te pareció el libro? Bien…
Un bien nos suena a menudo a poco. Nos suena insuficiente.
Pedimos, damos… y, lo más importante, esperamos de
nosotros mismos… más de un bien en eso que hacemos porque ese escueto bien hoy es,
chocantemente, como hacer de menos.
Es, por un lado, la sociedad de la hipérbole, el agotador hype, como lo es, a la vez, de la simple
ceguera: no vemos todo el bien que
hay en un bien. No lo reconocemos.
Un buen hombre es ya bueno. Una casa que está bien ya es
algo para estar contenta. Escribí esto y está bien, sencillamente. ¡Qué bien!
¿no? Y al redondo, o este vino, hay que
darle un simple, estupendo, escueto y ya expresivo… bien, ¿cuál es el
problema?
Estoy esperando las clases de Ética de este año. Confío que
la excelencia y la virtud sean compatibles con un bien…
De momento, por intuición y también por experiencia, creo que parte
de nuestros males modernos provienen de no ver el bien, todo el bien, en todos
esos (muchos) bienes que consideramos
hoy insuficientes. En el necesitar o echar de menos un “entusiasmo
indescriptible”, que diría un humorista español, un “esto es la repera” en y
ante todo lo que acometemos. Insisto: no en la mirada de los demás siquiera, en
nuestro propio ojo o juicio.
Por no encontrarnos con un simple bien, tal es nuestro miedo, a veces no hacemos algo: algo que vamos
a hacer sencillamente bien, sin más.
O no lo acabamos. O saltamos de una actividad a otra. O de una persona a otra. Sucede.
Es una mesa bien
puesta. Es un artículo que está bien.
La boda estuvo bien. Ese vestido te
queda bien, sencillamente. Están bien esos zapatos que llevas. Es un
político que está bien. Esto que has
dicho o hecho está bien. Nuestra
amistad está bien. Mi matrimonio está
bien.
Bien está bien. Bien es bien. Y no es conformarse. Es no estar ciego ni ser un petardo adolescente.
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