Me fascinó Juan. Parecía fuerte y admirable, libre e
independiente. Su vitalidad desbordante hipnotizaba. Reunía además ese algo de
chico malo, que tanto atrae a algunas mujeres, con lo mejor de los hijos de los
cachicanes de la finca de mi abuela: hacer lo que le daba la real gana poniéndose
al mundo por montera. A la vez tenía el sólido entrenamiento de los que avanzan
exigiéndose a sí mismos, sin presión o demandas externas. También era listo de
natural. Estaba allí en el mismo banco de inversiones que yo, pero él por
méritos y un currículo impresionante ya a sus veintiséis años, nada de favores
de familiares o conocidos.
Juan no paraba. Donde otros llegaban a duras penas él iba
sobrado por ganas y horas que echaba, por su pasión y dedicación. Quería llegar
a algo, a alguna parte, una ambición natural que él alimentaba febrilmente con
una actividad sin descanso porque nunca nada era lo bastante, lo suficiente.
Logrado algo no se relajaba, pasaba a lo siguiente sin pausa y sin disfrutar lo
que había conseguido, permanentemente insatisfecho.
Había de todo en aquella época en Nueva York: los que valían
y venían como Juan a Estados Unidos, estudiaban con beca y trabajaban con esfuerzo
y sin recomendación; otros muchos como yo, nada brillantes, pero laboriosos y
constantes, incluso tercos, conscientes de la suerte de tener una oportunidad
como aquella; y, luego, los diletantes, vagos o tontos, niños mimados en su
mayoría, que no estudiaban nada, a quienes muchas veces se había acabado por
enviar al otro lado del charco para que volvieran con un máster o un curso en
una universidad rara o una experiencia profesional incierta y casi
inexplicable, lo que fuera que acabara teniendo valor en territorio español por
puro desconocimiento.
“Tontos globales” Mara, mi primera compañera de piso, los
calificaba así. Y luego agregaba “Y éstos, que además de no saber nada y ser vagos,
tienen muchas ganas de subir y figurar, ya verás qué bien se colocan al volver,
aunque no sepan hacer la o con un canuto, ya lo verás, Laura. Algunas personas
en España piensan que por decir cuatro palabras en inglés y haber estado fuera
ya vales. Hay muchos tontos y de muchas clases en todas partes…". Tenía
razón Mara, me acuerdo de sus palabras a veces.
"Vale, Juan, vente al apartamento, pero no se puede
enterar mi familia, por favor, se llevarían un disgusto… Si lo llega a saber mi
abuela…" Fue muy rápido todo entre el fogonazo fulgurante del
enamoramiento, ese sol y neblina que te rodea, y mi soledad de niña huérfana
que era muy amplia, inmensa. Mara se marchaba además, y yo no podía con el alquiler
sola. Todo vino rodado. Recuerdo la ilusión de aquella mudanza y los primeros
días de convivencia con Juan, la sensación de llevar por fin una vida adulta,
el amparo que me producía tener un hombre a mi lado, en mi casa, en mi cama, su
cuerpo en el mío protegiéndome.
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