COMO CIUDAD AMURALLADA
UNA MIRADA SOBRE CECIL Y
GILBERT KEITH CHESTERTON
Hace unos meses se
publicó en español por Ediciones More el libro que Cecil Chesterton escribió
sobre su hermano mayor, Gilbert Keith (G.K. en adelante), una pequeña obra bajo
el título de Mi hermano Gilbert (en original en inglés Chesterton, a
Criticism).
El texto es interesante por
mostrar, para empezar, una visión cercana, significativamente muy libre, sobre (sólo)
una parte de la obra del más conocido de los Chesterton. El libro fue escrito
en 1908, cuando G.K. estaba aún en la treintena (vivió hasta 1936) y, pese a
sus ya impresionantes y prolíficos inicios, tenía aún por delante una trayectoria
de abundante escritura de ficción y no ficción, así como de intenso debate
público, lo que, lógicamente, queda fuera de Mi hermano Gilbert. El pequeño
de los Chesterton falleció en 1918, esta versión española incluye un conmovedor
texto de G.K., “Recordando a Cecil”.
Más allá de lo que Cecil
pensaba sobre lo que su hermano había escrito hasta el momento, sobre sus
posiciones literarias, políticas, y hasta vitales hasta el momento -todo se entremezcla-, estas páginas pueden leerse también
bajo la clave de la relación fraternal que ambos tuvieron y que podría
iluminarse con lo que G.K. escribió: “nunca nos peleábamos porque siempre
discutíamos”.
Unos hermanos que se
quisieron
Por resumirlo de algún
modo: los Chesterton fueron dos hermanos que se quisieron mucho y que, precisamente
por eso - aunque sea aventurar demasiado- pudieron discutir tan bien. Y tanto.
No, desde luego, y como
relataron diversas fuentes, sin cierto agotamiento por parte de quienes les
rodeaban, hay anécdotas divertidísimas al respecto. Súmese a Hilaire Belloc a los
hermanos, como indicaba Emilio Domínguez recientemente, y se tendrá un cuadro aún
más exacto del panorama de aquellos jóvenes y sus animadas discusiones que se
prolongaban de modo interminable.
Cecil discute con su
propio hermano en este mismo texto, disiente de él sin problema. Y todo ello en
un tono y un estilo de tratarse -y de quererse, es patente- que puede resonar con fuerza en quien
lee, aparte de provocar en la sonrisa y la risa: solemnidades o reverencias
entre quienes son hermanos preferiblemente ninguna. Qué soplo de aire tan fresco
y qué contraste con las florituras y bombos mutuos que pueden darse en otros
lares.
Aprendiendo a discutir
con los Chesterton
La propia autobiografía
de G.K. Chesterton, la estupenda biografía de Nancy Carpentier sobre la mujer
de Chesterton, Frances Blogg, The woman who was Chesterton, la biografía
de Maisie Ward, Chesterton, o la de Joseph Pierce sobre G.K., Sabiduría e inocencia, así como Los Chesterton, que escribe Ada Jones (la
mujer de Cecil, una vez ya fallecido su marido), dan fe, junto a otros textos y
testimonios, de su relación como hermanos.
Los Chesterton fueron un
buen ejemplo de ese discutir sin pelearse, de la fraternidad, supuesto
valor tan querido por la Modernidad, y ésta desde su puesta en práctica con
quien corresponde inicialmente: tu
propio hermano. Y, a partir de ahí, crecer y expandirse, como fue el caso. ¿Cómo no enlazar todo esto con aquel G.K.
polemista discutiendo de modo contundente, y entre otros, con H.G. Wells o Shaw,
y capaz, a la vez, de una franca amistad con ellos?
Leer el retrato que G.K.
Chesterton hace de Shaw en Herejes o en George Bernard Shaw es conmovedor:
fiel a lo que ve e interpreta, ni una sola descalificación de tipo personal, ni
un manotazo, pero tampoco otra cosa que lo que ve. Otro botón como muestra: cuenta
Nancy Carpentier que a Frances le encantaba que vinieran los Wells a visitarles
porque H.G. Wells andaba… y a G.K., su marido, le hacía falta moverse. Así que
llegaba el matrimonio Wells a su casa y G.K., con espanto, veía como su amigo
lo sacaba a pasear… a rastras. Chesterton miraba a su vez con horror que la
Sra. Wells se atreviera a tocar los papeles de su marido sin contemplaciones
para ordenarlos y musitaba… “Frances lo hace, pero lo hace con cuidado…”. ¿No
resulta todo esto conmovedor si lo ponemos al lado de sus debates?
Cabe aventurar así que G.K.
Chesterton iba ya “entrenado de casa” y que en su relación fraternal pudieran
encontrarse pistas que expliquen al menos parcialmente por qué fue tan buen defensor
de lo que él creía que era la verdad sin paños calientes mientras seguía viendo
en «el otro» siempre a alguien. Quererse
como hermanos como los Chesterton hicieron, aprender a discutir como ellos -y con ellos y otros en posiciones
distantes- puede suponer un sugerente programa.
Fraternidad “en
origen”
Dice un proverbio chino
que «la sabiduría comienza perdonando al prójimo el ser diferente». Y aunque la
máxima es aplicable a toda la familia y sus relaciones -los prójimos más próximos que tenemos-, es en la fraternidad donde adquiere
un sentido más amplio, quizás porque es la relación más simétrica de la familia.
Cada hermano constituye ese «otro» de
forma muy distinta al «otro» que suponen padre, madre, hijo o cónyuge: no es el
otro de la diferencia sexual, no es el otro al que he dado la vida, no es el
otro a quien se la debo. Es ese «otro» que simplemente existe frente a mí:
tercamente semejante y tercamente diferente.
Siempre se trata de «el otro», y no del ensimismamiento propio o del
foco sobre «la cosa» que está fuera de mí, por muy
interesante que «la cosa» pueda llegar a ser en un momento
determinado. Es fundamentalmente ese «otro» humano lo que más nos sorprende. Y
lo hace desde el Génesis -el “he ahí carne de mi carne”, que no es unívocamente sexual-, hasta nuestros días.
Se trata de esa radical
extrañeza que provoca «el otro», como contaba el profesor Juan
Bautista Fuentes Ortega en el podcast La Taberna de Platón hace unos
años, y que nos produce encanto y sorpresa. Y también roce, por supuesto, somos
humanos. El roce con «el otro» lo conoce, lo advierte, lo sufre, lo
provoca, cualquiera que conviva con una mujer, con un hombre, de veinte, de
treinta o de ochenta años. Sin convivir estrechamente también se experimenta:
no estamos aislados. Pero quien convive se suele entrenar bien en el roce y nos
prepara para vivir en comunidades más amplias.
Amor, conocimiento y
libertad
G.K. era cinco años mayor
que Cecil, quizás (aventuro) lo suficiente para no haberse pegado entre ellos,
esas frecuentes trifulcas físicas de la infancia entre chicos (sin la menor
importancia) si las edades no son muy distantes, lo que provoca esa habitual reconvención
paterna o materna: “¡dónde se ha visto hermanos que se peguen! Absolutamente
falsa, por cierto, sólo hay que acudir al Génesis de nuevo. Las niñas hablan
entre ellas, los niños se van dando collejas o variaciones (capones, etc.), una
realidad accesible a cualquiera que observe a niños y niñas entre los cinco y
los doce años aproximadamente (con puntuales excepciones, es cierto) sean o no
hermanos, unas hablan y los otros se cascan.
El amor y el conocimiento
se retroalimentan. Gilbert conocía muy bien y quería a Cecil, como ocurría también
a la inversa. Porque hay un conocimiento, el más certero, que sólo lo
proporciona el quererse. Y pocas personas pueden llegar a conocerte tan bien
como los hermanos lo hacen, un marido quizás, un padre, una madre. Pero un
hermano te ha visto desde la infancia, en la infancia, y desde la “igualdad” de
la fraternidad. Los padres tienen otra mirada, como la tienen los hijos sobre
los padres. La mirada de los hermanos es singular siempre sin ser la más
acertada o completa (sólo Dios nos ve al completo al amarnos de modo perfecto).
Nuestra infancia, nuestra juventud, especialmente si hay una estrecha convivencia,
construye fraternidad, nos la enseña desde la base.
Y si leer a G.K.
Chesterton es notar siempre la gran libertad con la que escribe -no pretende “quedar bien” con nadie, no
engola la voz ni el tono, puede equivocarse, pero es libre siempre-, leer a Cecil aquí es también notar
ese aire de libertad: sólo un hermano que quiere a otro puede decirle en
público y por escrito “tú no tienes ni idea de esto” o “lo que pasa es que no
has leído a Ibsen” – se lo dice literalmente- sin que pase a mayores, una auténtica gozada.
Discutir hasta solo
Ambos hermanos discutían
mucho, constantemente. ¿Quién no conoce a hermanos que se quieren con locura y que
por razones diversas -no siendo, ¡oh, cielos!, la política siempre “el tema”, sino
a veces más una cuestión de diferente carácter o temperamento- se pasan discutiendo media vida?
Esto lo cuenta Maisie
Ward. Se van a pasar unos días a la playa Cecil, G.K. y Frances Blogg (la que
fue luego la mujer de G.K) en 1899. Y
cogen varias habitaciones en una casa al lado de la playa. Gilbert se va al
cuarto de Cecil y se ponen a discutir. Frances estaba en la habitación de al
lado. Y los dos hermanos siguen discutiendo. Frances, oyéndolos al otro lado de
la pared, pasa horas. Llega un momento en que Frances da unos golpes en la
pared y le dice a Cecil a través de ella: “A ver, Cecil, que mandes a la cama a
Gilbert.” Se hace el silencio y se oye la voz de Cecil: “No hay nadie aquí.” Cecil estaba solo en la habitación discutiendo,
G.K. se había ido hacía tiempo.
¿Cómo extrañarse de que
en un libro sobre la obra de su hermano dedique Cecil varios párrafos a
discutir con él cuando no puede contestarle en directo? Se puede interpretar como
una sutil, encantadora (e inocente) y fraternal venganza ese tener la última
palabra.
Discutir sin egos, engolamientos
ni personajes
Tanto este libro, como
otros testimonios diferentes, muestran que las discusiones de ambos hermanos
Chesterton eran vitales, vitalmente intelectuales o viceversa, pero no de
eruditos, por así llamarlos, “a la violeta”. Porque no se trataba de
discusiones entre egos narcisistas, para un patio real o imaginario de
partidarios o no partidarios, en definitiva, para el yo. Importaba la discusión
en sí, no la audiencia que pudiera tenerse en su caso.
Si uno revisa las
principales polémicas del G.K. no verá en ellas ni rastro de sermoneo, ni el
famoso y tan contemporáneo virtue signaling, ni tampoco ese intento
denodado de construirse un “personaje”, algo relativamente frecuente en el
ámbito de debates o intercambios de opiniones cuando éstos tienen un carácter
público. Si se leen sus rotundos intercambios con quienes defendían posiciones
diferentes, no hay rastro de, por así decirlo, postureo por parte de G.K. El
sentido del humor está habitualmente presente, como lo está la humanidad sin
plegarse al buenismo, que ya había en la época, pero tampoco al juego sucio, al
barro.
G.K., como pasaba con
Belloch – y con el mismo Cecil- podían ser unos auténticos carneros o leones discutiendo
en el sentido de firmes, tenaces, arrolladores o feroces, pero nunca unos
cursis al servicio de ellos mismos, al juego de florituras verbales o de supuesto
ingenio, ese tener que mostrar qué culto o que listo soy. Su actitud era “mira
esta verdad” -no a mí- “mira por qué creo en ella, mira su belleza, mira cómo se
nos muestra…”
El temor a la pelea y
el silencio que se instala
Es bastante habitual que el
temor a caer en la pelea pueda llevarnos a menudo al silencio, a pasar
sigilosamente sobre determinados temas. Por la pretendida paz se hacen muchas
cosas, buenas y malas. Y esto ocurre en el ámbito fraternal, en el social y
políticamente. Es como ese paradigma del elefante en la habitación que nos hace
ser -así lo creemos a veces- elegantes, discretos, prudentes… ¿o
quizás cobardes?
Porque lo que puede
suceder es que no sabemos discutir, no hemos aprendido o lo hemos olvidado. El zasca
y el mandoble han sustituido a los argumentos que exigen pensar, razonar y
expresarse correctamente. X podría ser un buen ejemplo, como lo son algunos debates
y tertulias o el intercambio de artículos periodísticos donde a veces parece
que se trata de machacar literalmente a alguien o del lucimiento personal.
En este panorama puede
resultar significativo de qué modo el hecho de no tener hermanos podría influir
en esto, en ese no saber discutir, por no llevar, precisamente, un buen
entrenamiento de casa, con deportividad y hábito.
Evidentemente el equilibrio no es fácil para
no caer ni en la espiral del silencio o la actitud del avestruz, ese
conformismo ralo, ni en el encontronazo que puede abrir heridas graves. El buen
discutidor, el buen defensor de algo, es siempre un buen asceta, no sólo un
profesional de las ideas o de las palabras.
El rastro del niño único
que ha sido objeto de una atención desmesurada, sin hermanos que le puedan
llevar la contraria, parece evidente en algunas biografías. El narcisismo
social que vivimos, el narcisismo intelectual también, podría tener que ver con
una sociedad de hijos únicos: se quiere una audiencia, el apoyo o sentirse
parte de una “grupete”, no el tonificante aire de un auténtico debate, no la
verdad.
Pero, como cualquier
persona que convive con alguien sabe, lo peor no son las peleas, por malas que
sean éstas. Hay algo igualmente terrible: cuando el silencio se instala, cuando
ya no hay nada que decirse entre hermanos, cónyuges o amigos, cuando ya ni nos hablamos.
Como ciudad amurallada
Hay mucho que contar de
la infancia y juventud y de la casa donde los Chesterton se criaron. Hay mil
anécdotas divertidísimas que explican en parte por qué fue G.K. luego como fue
y por qué también Cecil lo fue, un ambiente familiar que recuerda a aquel “Vive
como quieras” de Capra. Pero será en otra ocasión.
Tras leer este pequeño
librito de Cecil, y tratando de reconstruir con otros textos esa relación entre
hermanos, me venía a la cabeza una cita: “el hermano que ayuda a su hermano es
como una ciudad amurallada”. Busqué su origen y me encontré con versiones diferentes
de Proverbios 18-19. Y todas sirven para el caso.
La primera decía que un
hermano ofendido es más irreductible que una plaza fuerte, y los litigios son
como cerrojo de ciudadela. Me contaba un sacerdote buen amigo el peso que las
peleas entre hermanos suponen, el daño a veces irreparable que dejan, esos también
terribles silencios, el no hablarse en temporadas o durante años. La segunda versión aludía a que los hermanos
que se ayudan son como una fortaleza, y los amigos como los cerrojos de una
torre. Una nota supuestamente aclaratoria decía “Texto dudoso, el griego es muy
diferente: «Un hermano ayudado por su hermano es una plaza fuerte y alta, es
fuerte como un muro real». Qué gran imagen de lo que lo que Cecil y G.K. fueron
en vida e incluso tras la muerte de Cecil, esa memoria que intentó honrar de
muy diversas maneras el mayor de los Chesterton: como una muralla.
Hace años paseando por un
cementerio vi una lápida en la que se leía “In God´s own time we shall meet
again” (en libérrima traducción “En el tiempo de Dios, -en la Eternidad- nos encontraremos”).
Es un gran deseo el poder
encontrarnos en la Eternidad con nuestros hermanos, con nuestros padres y
nuestros queridísimos amigos que están ya del otro lado.
Pero mientras tanto,
mientras la muerte no sea la que nos separe temporalmente, cabe otro posible
lema al hilo de los que los Chesterton nos enseñaron: que en una “buena
discusión” (y no en una pelea) como hermanos sepamos encontrarnos.