Bitácora de Aurora Pimentel Igea. Crónicas de la vida diaria, lecturas y cine, campo y lo que pasa. Relatos y cuentos de vez en cuando.

martes, 14 de julio de 2020

Niña mimada ( y 5) Caprichos no

“No soy mujer para ti. Lo sabes ya, Juan, como lo sé yo…”

Le estaba haciendo un favor adelantándome a él. Si hubiera sido otro tipo de mujer habría dejado que fuera él quien tuviese que dar el paso o esperar una infidelidad, una coartada para romper con una causa de por medio como tantas veces se hace por miedo o pereza. Pero yo no soy así. Es la clarividencia de mi abuela que sale a flote o quizás su fortaleza. O puede que sea el orgullo, otro tipo de temor o la falta de ganas para empeñarme en algo o en alguien, esa autosuficiencia que Juan descubrió en mí, saber que me puedo llegar a bastar sin nadie a pesar de la soledad que arrastro desde pequeña. El caso es que yo le abrí la puerta a tiempo como siempre hago.

Pasamos aquel último fin de semana juntos en Vermont en casa de unos amigos sabiendo los dos que aquello se acababa. Pudimos no hacernos reproches ni daño, tratarnos con algo que parecía amor, quizás lo era. Gracias a ello conservamos el cariño y la amistad más de veintitrés años después. No nos vemos mucho, pero nos llamamos de vez en cuando. “¿Cómo vas?”, “He estado fuera”, “No, no salgo con nadie últimamente”, “Sabes que puede contar conmigo para lo que quieras…”

Juan me ayudó mucho. Es cierto que era otro niño mimado. Con las mujeres no fue una excepción. Dos divorcios y una vida sentimental sin asentar, con continuos vaivenes a sus cincuenta años, es la confirmación de lo que vi en él. De cerca, en la intimidad, un caprichoso común, un tonto global, o los simples vagos o diletantes, suelen ser más fáciles de trato y convivencia que alguien como él. Porque Juan tenía un peso distinto, mas matices y una soledad interior temblorosa y profunda que él ocultaba cuidadosamente. 

El vacío, la desnudez de fondo y esa tristeza lenta y oscura que algunos hombres no muestran es lo que te hace amarles más cuando ya no estás enamorada. Es entonces cuando realmente comienzas a quererles. Él además fue mi primer novio serio, el que me habló sin tapujos, a la cara. Me hizo sentarme a la mesa como los demás, como los adultos de verdad, y comer sin hacerme de rogar o haciendo esperar a nadie. Quizás no con las maneras que a mi abuela le hubieran gustado ni comiendo de todo, incluso potaje, que me horrorizaba. Juan, estoy segura, se lo habría dado a mi perra Tana por debajo de la mesa, sin que se enterasen los mayores, y, encima, quedando bien, poniendo luego los codos en la mesa con su sonrisa desafiante. Es como si le estuviera viendo.

Era así Juan. Lo es. Hoy le recordé al verle en las páginas salmón del País en una entrevista que la hacían, firme y seguro, su debilidad a salvo, las palabras siempre duras pero correctas.

“Tú no querrás ser una niña mimada, ¿verdad?...”

Cada mañana me miro en el espejo y me vuelvo a hacer la misma pregunta. Suena también aquel “Caprichos no” contundente de mi infancia. Como mi abuela soy capaz de saber antes que otros qué pasa y me atrevo a nombrarlo aunque me tiemblen las piernas. Una mujer abre los ojos con sueño, pero también con curiosidad y esperanza. Soy yo. No hay nada más ni nadie a esas horas en la casa. Está la que soy, Laura, solo yo. Laura sola y de frente.

La vida está ahí para no darnos aquello que queremos, lo que tanto deseamos por dentro. A veces puede ser una ilusión pasajera. Otras es algo constante que late con fuerza al compás del corazón cuando la soledad crece con el tiempo haciéndose más dura, seca, hasta acartonarse, abriendo un hueco cada vez más amplio y negro. Entonces te sorbes los mocos y caen todavía unas lágrimas. Sin rabia y con calma sé bien que ahora ya puedo decir "No abuela, no soy una niña mimada" mientras me siento en la mesa de los mayores y como con apetito lo que cada día hay en el plato aunque no me apetezca. Quizás un postre me aguarda aún en lo alto de la alacena aunque yo no pueda verlo. 

Niña mimada (4) Te faltan ganas

Pronto acabé por descubrir que Juan era también otro tipo de caprichoso y que compartía con algunos de aquellos “tontos globales” de Mara ciertos modos. No tenía todavía mucho dinero, estaba devolviendo el préstamo del máster a duras penas. Tampoco contaba con un padre al que acudir para pedir dinero o solucionar problemas. Ambas circunstancias le hacían diferente, un hombre frente a tanto niñato, también más ambicioso por conseguir lo que otros tenían de nacimiento.

Era así Juan un caprichoso en cierto sentido maduro, adulto, acostumbrado a hacer su voluntad porque la había entrenado a conciencia y nada se le había regalado. Pero la seguridad que esgrimía hacía aguas en cuanto no conseguía lo que quería o se le llevaba la contraria. Ese ansia por no se sabía bien qué, nunca contento por dentro, inquieto pensando en la siguiente jugada, acababa por hacerle imposible para quienes le queríamos. No, desde luego, para los que veían en él alguien perfecto de quien aprovecharse, con quien crecer a su sombra, tan fácil era engañarle si le bailabas el agua. Esos permanecían bien cerca como parásitos mientras él no se daba ni cuenta. En cambio, nos reprochaba nuestra supuesta falta de apoyo al resto, se distanciaba y al cabo del tiempo nos alejaba .

Yo supe todo esto relativamente rápido, a los pocos meses de vivir juntos. De mi abuela Marta heredé esa rara consciencia de ver pronto a los hombres, aun estando todavía enamorada, queriéndoles. Es una bendición que me evita males en el largo plazo, pero también una maldición que me impide ese ciego amor que tantos años de felicidad puede llegar a proporcionarnos si continuamos en el resplandor del enamoramiento.

"Juan, no te puedes poner así conmigo", "Juan, creo que no tienes razón en eso", "La vida no es justa, Juan, no es cuestión sólo de esfuerzo o mérito, simplemente las cosas no siempre son como querríamos tú o yo”, “No todo lo podemos tener cuando lo deseamos, Juan”…

Desde que empecé a ver cómo era, apagada la fascinación inicial que sentí por él hasta que rompimos, pasaron unos pocos meses. Fue algo lento y sin grandes roces, una deriva indolora y suave. Durante ese tiempo él también descubrió cosas en mí que no me gustaban nada, pero que estaban. Algunas quedan todavía. En otras él me hizo cambiar porque yo era entonces más dócil por dentro y por fuera.

"No es timidez lo tuyo, es que eres demasiado orgullosa para fracasar, eso es lo que te pasa, Laura...", "Te faltan ganas o verdadera necesidad, por eso no tienes ambición, no te empeñas”, “Has nacido con muchas cosas y gratis, te basta así con ir tirando de lo que tienes, de lo que se te ha dado...", "Eres una vaga en el fondo a la que le es fácil juzgar a los demás que luchan porque tienen menos”, “Tú te bastas a ti sola, ¿sabes?, serás siempre una niña rica, Laura, por eso desprecias a los que se afanan tanto como yo…" , 

"Dices que no quieres hacer daño a nadie, pero es cobardía. Es a ti a quien no quieres que le hagan daño, no te engañes, es más cómodo siempre estar dos pasos atrás como tú estás..."


"La vida está para mancharse y tú no puedes salir limpia, Laura..."

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Niña mimada 3) Juan y los tontos globales

Me fascinó Juan. Parecía fuerte y admirable, libre e independiente. Su vitalidad desbordante hipnotizaba. Reunía además ese algo de chico malo, que tanto atrae a algunas mujeres, con lo mejor de los hijos de los cachicanes de la finca de mi abuela: hacer lo que le daba la real gana poniéndose al mundo por montera. A la vez tenía el sólido entrenamiento de los que avanzan exigiéndose a sí mismos, sin presión o demandas externas. También era listo de natural. Estaba allí en el mismo banco de inversiones que yo, pero él por méritos y un currículo impresionante ya a sus veintiséis años, nada de favores de familiares o conocidos.

Juan no paraba. Donde otros llegaban a duras penas él iba sobrado por ganas y horas que echaba, por su pasión y dedicación. Quería llegar a algo, a alguna parte, una ambición natural que él alimentaba febrilmente con una actividad sin descanso porque nunca nada era lo bastante, nunca era lo suficiente. Logrado algo no se relajaba, pasaba a lo siguiente sin pausa y sin disfrutar lo que había conseguido, permanentemente insatisfecho.

Había de todo en aquella época en Nueva York: los que valían y venían como Juan a Estados Unidos, estudiaban con beca y trabajaban con esfuerzo y sin recomendación; otros muchos como yo, nada brillantes, pero laboriosos y constantes, incluso tercos, conscientes de la suerte de tener una oportunidad como aquella; y, luego, los diletantes, vagos o tontos, niños mimados en su mayoría, que no estudiaban nada, a quienes muchas veces se les había acabado por enviar al otro lado del charco para que volvieran con un máster o un curso en una universidad rara o una experiencia profesional incierta y casi inexplicable, lo que fuera que acabara teniendo valor en territorio español por puro desconocimiento, esa fascinación ante lo anglo. 

“Tontos globales” Mara, mi primera compañera de piso, los calificaba así. Y luego agregaba “Y éstos, que además de no saber nada y ser vagos, tienen muchas ganas de subir y figurar, ya verás qué bien se colocan al volver, aunque no sepan hacer la o con un canuto, ya lo verás, Laura. Algunas personas en España piensan que por decir cuatro palabras en inglés y haber estado fuera ya vales. Hay muchos tontos y de muchas clases en todas partes…". Tenía razón Mara, me acuerdo aún de sus palabras.

"Vale, Juan, vente al apartamento, pero no se puede enterar mi familia, por favor, se llevarían un disgusto… Si lo llega a saber mi abuela…" 

Fue muy rápido todo entre el fogonazo fulgurante del enamoramiento, ese sol y neblina que te rodea, y mi soledad de niña huérfana, que era muy amplia, inmensa, inabarcable. Mara se marchaba además, y yo no podía con el alquiler sola. Todo vino rodado. 

Recuerdo la ilusión de aquella mudanza y los primeros días de convivencia con Juan, la sensación de llevar por fin una vida adulta, el amparo que me producía tener un hombre a mi lado, en mi casa, en mi cama, su cuerpo en el mío protegiéndome.

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Niña mimada 2) Shopping para principiantes

“Tu abuela es toda una señora” decía María con devoción. Así llegué a creer hasta que fui mayor que las señoras de verdad bebían jerez a media tarde, usaban bastón y eran capaces de saber lo que ocurría en el interior de las personas y qué se podía esperar de cada una de ellas.

Mi abuela tenía una clarividencia rayana en lo prodigioso. Viuda también como mi padre a edad muy temprana, ese modo de llegar a conocer a los demás no sé bien qué era, si algo natural o la experiencia de haber tenido que sacar adelante sola negocio, finca y familia. Lidiar desde joven con tanto, sin el apoyo de un hombre, y en un mundo hostil a una mujer como lo fue la España de los años 40 y 50, le hizo desarrollar algo que quizá ya tenía de nacimiento: la capacidad de saber rápido lo importante, la fortaleza de seguir esa intuición sin que el deseo o la esperanza nublara su conocimiento sobre algo o alguien, la realidad siempre de frente y con su nombre puesto.

Recién acabada la carrera me mandaron a Estados Unidos. “Hay que quitarle el pelo de la dehesa” sentenció tío Joaquín, “esta niña tiene que salir de España, ver mundo y trabajar”. Mi padre dejaba que su familia, tan variada, interviniera en nuestra educación, él al margen desde la muerte de mamá, vencido y también inapetente a su manera.

Viví en Nueva York tres años, un descubrimiento y una gran pasión desde entonces. Salí del pequeño mundo en que tantos ambientes en nuestro país, provincianos o no, acababan por convertirse. El mío no era una excepción.

“I'm still paying the loan for the university...” Los estadounidenses ponen a sus hijos a trabajar temprano. Es un modo de educar distinto al español. Da igual de quién seas hijo ni el dinero que tengan tus padres. Todos mis compañeros americanos del banco llevaban trabajando de un modo u otro desde los dieciséis años. Acabado el instituto, a veces antes, tenían un empleo los fines de semana, los veranos, lo que fuera para ganar su propio dinero. Sin excepción todos habían contribuido a pagarse la universidad, también vivían desde la mayoría de edad fuera de casa de sus padres. Pero eso no impedía que hubiera caprichos y caprichosos. Los había de otra manera, caprichosos por todas partes. 

Habíamos estrenado los 80 y yo había sido educada en la contención en el gasto y en la posesión, algo debido más al contexto de España, aún sobrio, que a los medios de tu familia. Todos gastábamos menos. Llegué a Estados Unidos y me quedé impresionada: el armario de una americana media era inabarcable, repleto de ropa, tres veces más que el mío, una niña provinciana de clase acomodada. 

Yo no sabía que se pudiera tener tanto de vestir ni que cupiese en ninguna parte. Eran ellos mismos, mis compañeros, no tanto sus padres, los que se concedían mil y un caprichos con el dinero que ganaban alentados por ese ambiente general de consumo sin parar, inédito entonces para una española nacida en los 60, absolutamente chocante. 

Para mis colegas siempre había algo que comprar en alguna parte, el shopping formaba parte del ocio, de la vida entera. Todo era grande además: platos de comida a rebosar que no había quien acabase, coca-colas de dos litros que se tomaban una tras otra como si fuera agua. Y todo también siempre demasiado, porque en general era más barato o se ganaba más que en Europa: cinco barras de labios en vez de dos, aparatitos para cualquier tarea en la cocina, en el baño, en el garaje, cachivaches por doquier, a reventar a menudo estantes, cajones, a veces casas enteras en un desorden permanente por saturación.

“Me llamo Juan Rodríguez Alcázar, trabajo en la planta cuarta, nos hemos visto ya, ¿no?” En una fiesta del trabajo se presentó. Yo, tímida, observaba como siempre un paso atrás. Claro que ya me había fijado en él, siempre riéndose y rodeado de gente. Lo que no sé todavía es qué encontró en mí. Nunca fui guapa y allí sólo era una niña bien de las muchas que las familias españolas con posibles empezaban a enviar a Norteamérica, siempre callada y, desde luego, nadie especial en esa ciudad con chicas y mujeres de todo el mundo interesantes y distintas, muy para gustar, atrayentes.

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Niña mimada 1) El potaje y los cachicanes

“Caprichos no.”

La abuela Marta presidía la mesa, papá medio ausente en la otra cabecera y nosotras cuatro, las niñas, a los lados.

“Si no te lo comes ahora, lo tendrás para cenar. Y si sigues así, volverás a comer en la cocina…”

Era una advertencia más que me repetía la madre de mi padre para hacerme reaccionar. Acababa yo de cumplir los diez años, la edad en que se nos permitía compartir desayuno, comida y cena con los mayores en el comedor, un paso importante y anhelado. Pero yo comía fatal, no sólo poco, es que no me gustaba nada, un martirio era alimentarme con lo que fuera, salvo lo dulce, lo único que admitía con ganas. Volver a la cocina significaba una humillación completa, y yo quería estar en el comedor aquel de muebles oscuros y grandes, feos, con los adultos. Bastante malo era ser el último mico de la casa, la pequeña.

Tomé rápido las cucharadas finales que me faltaban de aquel potaje, uno de los platos que más me costaban, con sus espinacas nadando, el huevo duro deshecho y repugnante, las zanahorias y el bacalao, todo un asco. Era un viernes de Cuaresma. María desde una esquina del cuarto me daba ánimos con la mirada. Tana, echada al lado de la chimenea, me observaba también, prohibido acercarse a la mesa, siempre a distancia los perros para que no molestasen. 

“Tú no querrás ser una niña mimada ¿verdad?” era la reconvención final y habitual de mi abuela, en esa ocasión yo a punto de llorar por la vergüenza. Los demás esperaban pacientemente a que yo acabase. El postre, buñuelos para compensar el rigor del plato único, en la alacena, cubierta la fuente con una tapa de cristal. Yo no alcanzaba a verlos, pero sabía que ahí estaban.

“¡No, no quiero ser una niña mimada, claro que no quiero!” Lo dije con rabia, casi gritando. Las lágrimas de indignación me caían mientras me retiraban el plato sopero vacío que tanto me había costado. 

Podía ser una niña sin hambre, podía ser una niña sin madre, pero desde luego no quería ser mimada de ninguna manera. Era una ofensa hiriente que me hacía lloriquear de furia sólo porque alguien lo insinuase, mucho más mi abuela y allí, en mitad del comedor, todos presentes y callados. Solo Tana parecía reaccionar ante mi enfado puesta en pie y gimiendo, mi único apoyo con María, que en la cocina hubiera hecho la vista gorda si no me acababa los garbanzos. 

Era lo peor que se podía ser a finales de los 60 en mi familia: una niña mimada. Las había en el colegio, no muchas. Niñas que querían ser el centro de atención, acostumbradas a que sus padres cedieran a sus caprichos y a quienes tenían en jaque. Montaban la de San Quintín si no conseguían lo que deseaban inmediatamente. No había quien pudiera con ellas, eran unas cursis, unas remilgadas, todo lo que me espantaba ser. El capricho y el deseo constante han sido una forma de debilidad insoportable para mí, algo de lo que avergonzarse y ocultar bien adentro, que no se entere nadie.

Había también niñas malas, pero tenían su gracia, tan procaces y deslenguadas como eran, esas mayores que fumaban a escondidas en el patio y soltaban de vez en cuando un taco con precisión y cierto estilo mundano. No estaba bien ser así, pero eran, sin comparación, mucho mejor las malas que las mimadas.

“Las consientes demasiado” oí una vez que le decía la abuela a mi padre. “Es lo normal en tu situación, y te comprendo, pero no les haces ningún favor. A los niños hay que saber decirles que no. Tienes que aguantar el chaparrón de que tus hijas lleguen a pensar, o incluso a decirte a la cara, que no las quieres porque les niegas algo. Hasta entonces, hasta que no aguantes ese reproche o su pequeño odio, no sabrás lo que es ser padre.”

Ahí estaba ella, su madre, para educarnos, niñas huérfanas, pero no por eso mimadas, Dios no lo quisiera. Ser mala era francamente atrayente, pero, sobre todo, yo quería ser como los hijos de los cachicanes, los guardas de la finca, a su aire siempre, haciendo lo que les daba la real gana, descalzos, sin horarios ni obligaciones.

“¿Y por qué no puedo yo ser como ellos?” “Porque ellos no tienen lo que tú tienes” era la respuesta inevitable.

Crecí envidiando a esos niños libres y medio salvajes y adorando a mi abuela a la vez, temiendo también su mirada azul y certera que traspasaba.

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