No al dente, sino casi sin hacer, cinco minutos y basta. O sea, crudos. Y sin salsa.
Miro a mi compañera de piso, Genevieve, comerse los
spaghettis así y no doy crédito.
Y la
miro también porque está sentada como acostumbra, en el suelo, con sus mallas grises, esas que lleva a menudo, y las piernas abiertas en una posición imposible. Ha sido bailarina durante muchos años y cuando quiere estar
cómoda se sienta así. A mí me tiene asombrada.
Compartimos durante casi un año un apartamento en el centro
de la ciudad de Toronto. Yo estaba becada por el ICEX aquel año, 1987, y mi
búsqueda de piso había sido todo menos afortunada. Pasé por la experiencia de
cucharachas y algo peor: la soledad. Al final, si la compañía es buena, es mejor siempre compartir. Y ese fue el caso. Luego compartimos dos gatos. Un día
descubrimos a un ratón que se deslizaba en nuestra caja de cornflakes y ella decidió aplicar la solución más ecológica. Genevieve los llamo (Rumple) Teazer y (Mungo) Jerry en honor de Cats, que tanto le gustaba. Luego no eran dos machos, sino macho y hembra, o al revés. En fin, estas cosas pasan.
Genevieve me descubrió la literatura fantástica, a los
hobbits, al Fantasma de la Ópera, muchas más cosas de las que ella sabía mucho,
lectora impenitente, curiosa y apasionada. No había nada que Genevieve no hiciese con convencimiento, con ganas.
Aquel apartamento entre Queen St.y John St., donde hoy, naturalmente, hay abajo un Starbucks, era un dúplex con
la primera cocina en abierto que yo vi, acostumbrada a las cocinas cerradas. Allí el sol de Toronto
entraba a raudales. Esa fue mi casa y ella fue mi amiga. Me ayudó con el inglés, con
el trabajo, con la vida. Y simplemente estando. Sobre todo estando.
Genevieve era rubia, delgadísima, con unos ojos azul grisáceo y una mirada ligeramente triste
que ella vencía con su actitud siempre positiva ante las dificultades.
Trabajaba entonces con Donald. Tenían una agencia de “publicists”. Representaban a actores, a gente del espectáculo.
Pasaron ciertas dificultades con la empresa, pero para Gigi, como la llamaban
en su casa, todo era posible y nunca se daba por rendida.
Genevieve había nacido en Montreal, era de ascendencia
irlandesa. Hablaba francés e inglés y chapurreaba el español y el italiano. Siempre quería
aprender algo. Siempre estaba aprendiendo algo.
Gigi tenía una buenísima conversación y unos silencios aún más interesantes.
Al poco de marchar yo Genevive emprendió una carrera seria
como escritora, aunque había hecho sus pinitos antes. Se cambió de casa a
Cabagge Town, otro barrio de la ciudad, si mal no recuerdo. Conoció a Ron.
Hace quince años a Genevieve le diagnosticaron Esclerosis
Lateral Amiotrófica. Ella siguió trabajando, estudiando, escribiendo y con proyectos muy variados. Se casó con Ron al poco de ser
diagnosticada.
Genevieve Kierans, canadiense, exbailarina,
expublicista, escritora, creadora de mundos fantásticos -en la ficción y en la
realidad, que es mucho más difícil-, elegante y, sobre todo, mujer de
gran corazón y luchadora admirable, murió ayer.
La recordaré siempre con aquellas mallas grises, casi contorsionándose en el suelo, comiendo
su pasta sin hacer, dura y sin salsa. Hablando o callada. Y sirviéndonos, ambas, un vino blanco.
Estoy segura que Dios le está mirando como yo, francamente asombrado.
In God’s own time we shall meet again. Gracias, Gigi.