Cierto tipo de aventuras podían
estar bien siempre que ambas partes hablasen idiomas diferentes. Mejor siempre esporádicos
encuentros con lenguajes diversos y, a ser posibles, lejanos. Así no había
que llegar a entender nada, sólo el contacto justo y necesario.
Un encuentro en Nueva York o en
Europa con alguien de allí o de paso, que fuera a lo suyo, con el interés en algo
concreto y exacto, un italiano, un español, un mexicano, un griego, un turco o
un portugués, alguien que tuviera todas las posibilidades de no volverle a ver,
entraban dentro de lo previsto y hasta de lo esperable. Pero con un extraño del tipo
americano medio, pesado y, encima, pretendidamente amable, eso no podía ser. No
entraba para nada en el guion y no iba a permitir que le pasara. Un matrimonio
y un divorcio ya habían sido bastante.
Ahí estaba Kate por fin en el
hotel. Qué felicidad más grande poder ducharse, el agua cayendo sobre la
espalda, lavarse la cabeza con calma, deshacer luego el equipaje y ordenarlo
todo en el armario para bajar luego a desayunar sola, maravillosamente
sola. Qué bien se está sola, pensaba. Qué bien se está, qué gusto no tener que aguantar a nadie.
Había ese caluroso domingo un buffet que
pretendía ser un brunch colocado en
el patio cubierto y bien acondicionado y un camarero que le dio la posibilidad de
pedir un Bloody Mary, cortesía del hotel. Kate lo hizo con prevención. No sería
la primera vez que le servían algo que no tenía nada que ver con el cóctel. No
se trataba de que emularan al del Harry’s Bar de Nueva York, pero al menos
quería que un Bloody Mary fuera lo que era: los ingredientes justos, el alcohol
exacto, un zumo de tomate decente y esos otros ingredientes siempre tan
olvidados. “A cualquier cosa le llaman Bloody Mary hoy ”, pensaba Kate.
Se lo trajeron en copa en vez de
en vaso, poco ortodoxo, pero admisible al fin y al cabo. Quitó el adorno del
trocito de apio. Aproximó la copa a sus labios y dio un primer
trago. Estaban bien mezclados el vodka y el tomate. Notó la sal y las dos pimientas, el sabor agudo
y picante del tabasco y el ácido del
limón, la sal raspando. Lo paladeo con calma. Qué bueno estaba. Se chupó los labios. Quien lo había preparado
sabía su oficio. Tenía hasta la salsa de Worcester. "No le falta nada a
este Bloody Mary". A ella le gustaba que a las cosas no les faltara ni les sobrara nada.
Se acomodó en el sillón.
Realmente no se podía pedir más a la vida. Se había zafado del aquel pesado. Estaba
tan a gusto sentada en el sillón orejero, hundida casi. Se imaginó al tipo
aquel quizás deambulando sudoroso por Madrid, sin saber dónde ir o qué hacer. Y sintió algo
raro, como una leve compasión, una pequeña punzada ahí agazadapa. Pero no tuvo mucho más
tiempo para compadecerse, porque aquel miope, gordo,
calvo, y, sobre todo, muy pelmazo, la pesadilla de Kate, bajaba en ese momento por
las escaleras del hotel. No podía ser, le había visto ya y se aproximaba. Ella ya no se podía zafar, los huevos Benedictine en el plato,
el pan, el té, todo a medio comer. Estaba atrapada.
-¿No es gracioso que estemos en el mismo hotel?- entusiasmado Samuel se instaló a su
lado.
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