La misa había terminado. En la sacristía Pablo se quedaba otra vez con la ropa de calle, jersey y pantalón gris, alzacuellos blanco. Oyó alguien que llamaba a la puerta y, sin esperar respuesta, entraba como una tromba en el cuarto. Suspiró Pablo, ya estaba acostumbrado.
-Mira, vengo indignada, pero indignada, ¿sabes? No hay derecho, vamos, que no hay derecho a lo que has dicho hoy en la homilía, así, como de pasada...
-A ver, María, qué he dicho esta vez...
-Pues has dicho ...
Y María contó por lo que se sentía tan indignada, indignadísima.
A veces no era María, sino otro que venía a protestarle.
Un pueblo con muchos beatos tiene esas cosas: se meten en la sacristía para reñirle al párroco, les encanta.
Otras veces no decían nada. No le venían tras la misa como María, o luego después, al despacho. Pero él veía sus caras en la misa o luego al despedirlos en la puerta, ellos huyendo casi. Podía leer en los gestos de cansancio, de enojo, en el mirar el reloj de tantos, en el salirse a la calle mientras predicaba: “No tienes ni idea, Pablo”, “A ti te quería ver yo casado”, “Pelma, acaba...”, “Esto a mi vecina le vendría muy bien”, “Esto lo dice por fulano...”, “Y en cambio no dice esto”, “Debería decir esto otro, porque vamos...”, “Se nota que no ha estudiado”, “Se nota que no es de aquí...”, “No es como Don Ramiro, ese si que era un buen párroco...”
Pablo sabía muy bien que él no tenía el don de la palabra, ni el de la oportunidad a veces, que podía meter la pata.
Realmente no tenía ni idea de por qué Dios le había llamado, a él, el premioso de su familia, de su casa, el menos brillante de su clase. Era un misterio para todos, pero para él era un misterio aún más grande.
María acabó su perorata.
-Bueno, hija, perdona, quizás no me he explicado bien, no he querido ofender a nadie, ¿eh?, y menos a ti... ¿sabes?
Se hizo un silencio que al final rompió Pablo.
-Y tú ... ¿qué hubieras dicho en mi lugar?, ¿cómo podría haber estado más acertado?
María tenía muchas ideas sobre qué habría que decir, cómo y cuándo.Como las tenía, además, sobre el gobierno de la parroquia, que también era un verdadero desastre.
Aprovechó así la beata ya de paso para explicarle lo mal que lo estaba haciendo en ese terreno como párroco: el retablo no se qué, luego lo de la pila bautismal, además de las cuentas, y Cáritas, y las reuniones de los sábados de viudos, y la catequesis de los confirmandos, y la preparación al matrimonio, y las comuniones de mayo. Y. Y. Y.
En fin, pasó revista María, la beata, a las actividades de la parroquia, lo que se hacía que no marchaba o era manifiestamente mejorable, como las fincas, que era todo. porque csi nada se salvaba. Después se quedó sorprendentemente callada.
Eran casi las 2, y Pablo ya tenía hambre. Le estaban esperando su hermana y su cuñado. Se le ocurrió algo.
-Bueno, María, si te parece bien, quizás podías meterte más en la parroquia, nunca hay suficientes manos ni las mentes más acertadas... O a lo mejor se te ocurre empezar tú algo que pienses que hace falta, que nos hace falta... A lo mejor tú puedes ayudar...
El silencio de María no duró nada. Hizo un gesto de espanto y soltó a bocajarro.
-Qué dices, Pablo, ya tengo yo bastante con lo que tengo, vamos, hombre. Yo solo venía a protestarte.
Sonrió el párroco mientras cerraba la sacristía, dos vueltas a la llave.
María siguió a la carga un rato en la calle, riñiendo al párroco, dale que dale.
En el recodo se despidieron ambos.
Pensó Pablo en la paella que le aguardaba, en la mesa puesta, en la conversación que invariablemente seguiría en casa de su hermana mientras se amodorraban un rato, la tele en voz baja con el telediario.
-¿Qué tal todo?
-Bien, estoy contento en la parroquia... Es gente buena, con ganas de que todo marche...
-¿Café, hermano?
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