“No soy mujer para ti, Juan. Lo sabes ya, como lo sé yo…”
Le estaba haciendo un favor adelantándome. Si hubiera sido otro tipo de mujer, habría dejado que fuera él quien tuviese que dar el paso o esperar una infidelidad suya para romper con una causa de por medio como tantas veces se hace por pereza o miedo. Pero no soy así. Es la clarividencia de mi abuela o su fortaleza que también he heredado. O puede que sea mi orgullo, otro tipo de temor o la falta de ganas para empeñarme en algo o en alguien, la autosuficiencia de fondo que Juan me reprochaba: saber que puedo llegar a bastarme sin nadie a mi lado a pesar de la soledad que desde pequeña arrastro.
Pasamos aquel último fin de semana juntos en Vermont en casa de unos amigos sabiendo los dos que aquello se terminaba. Pudimos no hacernos reproches ni daño, tratarnos con algo que parecía amor. Quizás lo era. Gracias a ello conservamos el cariño y la amistad veintitrés años después. No nos vemos mucho, pero nos llamamos de vez en cuando. “¿Cómo vas?”, “He estado fuera estos dos últimos años”, “No, no salgo con nadie últimamente”, “Sabes que puede contar conmigo para lo que quieras…”
Juan me ayudó mucho. Es cierto que era otro niño más caprichoso y mimado. Con las mujeres no fue una excepción. Una vida sentimental sin asentar, con continuos vaivenes a sus casi cincuenta años, es la confirmación de lo que vi en él y me hizo dejarle. De cerca, en la intimidad, un caprichoso común, un tonto global de los estándar, o los simples vagos o diletantes, suelen ser más fáciles para la convivencia que alguien como él, siempre más complicado. En cambio, Juan tenía un peso distinto, más matices y profundidad, y una soledad interior temblorosa y profunda que te hacían amarle. El vacío, la desnudez de fondo y esa tristeza lenta que descubres en algunos hombres en apariencia inquebrantables es lo que te hace quererles cuando ya no estás enamorada.
Él fue mi primer novio serio, el que me habló sin tapujos, a la cara. Me hizo sentarme a la mesa como los demás, como los adultos de verdad, y comer con ganas, sin necesidad de que me lo pidiesen o esperaran. Quizás no con las maneras que mi abuela hubiera deseado, comiendo de todo, incluso potaje, que me horrorizaba. Juan, estoy segura, se lo habría dado a mi perra Tana sin que se enterasen los mayores, y, encima, quedando bien, poniendo luego los codos en la mesa con su sonrisa desafiante.
Era así Juan y no ha cambiado apenas. Hoy lo recordé al verle en las páginas salmón del País en una entrevista que la hacían, su debilidad bien a salvo tras las palabras, siempre pocas y contundentes sentando cátedra.
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Fragmento de "Niña mimada", texto completo en Trabalibros.
1 comentario:
Aurora, gracias a ti por escribir.
Un beso,
Irene
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