Bitácora de Aurora Pimentel Igea. Crónicas de la vida diaria, lecturas y cine, campo y lo que pasa. Relatos y cuentos de vez en cuando.

viernes, 30 de enero de 2009

Ruth en la lluvia


Ruth, la mujer de Sean, era más joven que él. Ambos eran objeto de ese tipo de comentarios tan frecuentes en estos casos, tan inmisericordes a veces.

El pasaba de los 6o y ella no llegaba a los 40 cuando se casaron. No sé cómo se conocieron, creo que fue por internet o un match maker profesional. Nunca pregunté ni tampoco me interesó, la verdad.

Un día estando en casa, cuando ya habían llegado mis sobrinos, apareció Ruth con su impermeable azul y las botas de agua, como si fuera un cartero.
Llovía intensamente como ocurría algunas tardes en Beara, en Tir Na Hilan. Nos habíamos cruzado ya en el supermercado, ocasión que aprovechó Sean para presentarnos brevemente. Pero fue esa tarde en la que Ruth vino a Stone Cottage cuando comenzamos a conocernos de verdad. Ella y yo.

Así la recordaré siempre, Ruth en mi zaguán y la lluvia fuera. Traía unos bizcochos para los chicos.

Hay personas a las que tratas en pareja. Amigas que vienen a verte siempre con su marido, o amigos con su mujer, o novia o lo que sea.

Y hay relaciones en las que la amistad no es por parejas, sino individual. Tal fue el caso de Ruth. Y de Sean. Fui amiga de cada uno, no de los dos juntos.

Ruth cambió la ciudad de Belfast, donde vivía antes de casarse, por un campo duro, ovejas y vacas que dan mucho trabajo, un invierno largo, húmedo y con mucho viento, y un hombre mayor.

El día que entré en su casa no podía creer semejante desorden. Era un batiburrillo todo de ropa, comida, revistas y papeles. Pero te encontrabas acogida por Ruth, a pesar de no saber dónde sentarte, tal era el desastre.

Al año siguiente, cuando cambié Stone Cottage por una casita que Ruth y Sean me alquilaban al lado de la suya, nos hicimos más amigas. Y me invitó a una fiesta en la rectoría, un mercadillo de esos para conseguir fondos.

Porque Ruth era protestante, mientras Sean era católico. Le sentó fatal a Sean que fuera a la rectoría, me lo dijo. Pero yo aquel día del mercadillo descubrí un mundo genial, como de Agatha Christie, mujeres vestidas en tonos pasteles y con sombrerito, el señor obispo con su mujer, esa Irlanda protestante del sur, y un par de personas interesantes, entre otras, el jardinero inglés.

Nota: La foto es de Stone Cottage, mi primera casa en Irlanda. Con su tumba y todo. Un día de sol.

jueves, 29 de enero de 2009

Huérfanos. y 2)


Supongo que todo el mundo habla de la feria según le va en ella. Y esto de la orfandad no es la excepción.

Entre las historias de huérfanos me gustan las de huérfanos hermanos. Por lo menos se apoyan unos en otros.

La imagen de Hansel y Gretel, huérfanos de madre y con una madrastra naturalmente perversa, me viene a la cabeza. Es un cuento siniestro donde los haya en el que los dos niños se las ven y se las desean para que no se los coma la bruja. No entiendo cómo lo pude leer con tranquilidad. Supongo que hay cosas que nos espantan más cuanto más mayores somos.
En la misma línea de hermanos huérfanos me encanta la película de "Una serie de catastróficas desdichas", también siniestra un rato largo. Te ríes, pero tiene momentos de espanto y hasta angustia.

La orfandad con hermanos pienso que es menos orfandad. No es que desaparezca, es que se suele hacer más llevadera. Se borran a veces ciertas rivalidades o encontronazos, el roce entre hermanos se suaviza.

Sé que en otros casos ocurre justo lo contrario.

Muerto el padre o la madre podemos llevarnos peor, fatal. Se levanta la veda a veces. Renacen con más fuerza las envidias, tan habituales entre hermanos. O se discute por la herencia, algo relativamente frecuente.

Hay figuras de hermanos que suplen parcialmente al padre que perdimos o de hermanas que hacen las veces de madre. Dan sombra, proporcionan cobijo, se hacen un poco más adultos para que tú puedas ser todavía niño o más joven. Aunque seas tú la mayor.

Hay huérfanos que son niños libre o liberados. Tom Sawyer es uno, haciéndoselas pasar a su pobre tía Polly un poco canutas. Otro huérfano famoso hoy es Harry Potter, también un perfil de niño libre. Hay cientos. Se repite el patrón, es curioso.

En el fondo algunas historias de huérfanos nos cuentan el secreto anhelo de algunos niños de que les dejen hacer lo que les pete. A la vez temes que tus padres te falten, claro. Pero alguna vez sueñas en escaparte y en llevar una vida libre donde no haya que hacer los deberes, levantarse a tal hora y dar los buenos días.

Supongo que éste es un sueño más de chicos que de chicas, en cualquier caso.

Naturalmente hablar de huérfanos es hablar de horrorosas madrastras y padrastros perversos casi siempre sin excepción.

Y luego hay huérfanos porque mataron al padre, bastante más a menudo que a la madre. A la madre se la mata menos. Huérfanos que no se sienten solos, que no quisieron al padre, que querían usurpar su sitio, heredar o cosas peores. No pueden echarle de menos. Están tan campantes.

La historia y la literatura estaban llenas de huérfanos. Pero, como Antonio Azuaga comentaba el otro día, hoy la orfandad biológica ha dado paso a la de los niños cuyos padres no ejercen. Esos padres que están y no son. Los profesores saben mucho de esto. Y la sociedad también.

Triste mundo el de los huérfanos. Triste.

PD: La casita de Hansel y Gretel de mi jardín. Pero no da ningún miedo a los niños.

miércoles, 28 de enero de 2009

Huérfanos 1)


Como me ocurre con las mujeres ratón (I y II) o con los fantasmas, siempre me han gustado las historias de huérfanos a pesar de la tristeza que desprenden.

El huérfano era una figura omnipresente en la sociedad hasta bien entrado el siglo pasado. Huérfanos de madre la mayoría, porque las mujeres morían en el parto o tras él con una frecuencia espantosa. Dejaban a veces detrás varios niños, a menudo muy pequeños, y un hombre que mal podía hacerse cargo. Todo muy triste.

Gracias al progreso médico en occidente, esta mortalidad ha descendido desdibujando casi hasta lo puntual esta orfandad infantil antes tan habitual.

La orfandad es un modo de acceder a la edad adulta con un duro mazazo, sea cual sea nuestra edad. Eso, mucho más que otros hitos vitales, marca nuestra vida. "Antes de que muriera papá, después de que papá muriera". Lo que ocurre en nuestra vida acaba teniendo esa referencia a menudo. Un antes y un después.

Es ley de vida que nuestros padres mueran antes lque nosotros y así lo aceptamos teóricamente, pero cuesta. Lo temes cuando eres niño, a veces de mayor. Sin embargo, me dice una amiga psicóloga que hoy es más frecuente el temor infantil de que tus padres se separen o divorcien que la idea de poder perderlos por muerte. Los niños hoy están menos habituados a la muerte en general, y a la muerte de padres en particular.

Muchas historias de huérfanos es como si estuvieran hechas de frío y humedad, dedos ateridos y escarcha. En ellas suele haber un niño que añora la figura de una madre a la que dibuja una y otra vez si la conoció, o a la que imagina o idealiza si no existe el recuerdo o éste va muriendo en él.

Creo que hay pocas películas más bonitas que "Marcelino Pan y Vino", con esos paisajes como fotografías de Ortiz Echagüe, ese niño tierno pero no cursi y esos frailes que tan padres son. Tiene una belleza que permanece, salvo lo de la canción de las campanas, un pequeño detalle que no soporto, y algunas músicas de fondo que ahora suenan fatal. "¿Cómo son las madres?" le pregunta Marcelino a Jesús. Lloras a moco tendido. Se pasa francamente bien de lo mal que se pasa.

Dickens es un maestro retratando huérfanos. Me encantan David Copperfield o Oliver Twist, uno huérfano de padre y luego de madre, el otro de madre desde el principio. Ambas son novelas tristes, a veces desoladoras, incluso duras. Pero tienen un final moderadamente feliz de calor familiar. Ese calor que un huérfano siempre echa de menos.

Pero hay muchos más. Los cuentos infantiles estaban llenos de huérfanos, por ejemplo.

"Soy guerfano de Jaén. No tengo casa. Alludenme".
Así rezaba el cartel del mendigo que vive en mi barrio desde mediados de los 90. Teniendo en cuenta que puso el cartel cuando tenía unos cincuenta años, resulta enternecedor que alguien tan adulto nos recordara su orfandad para alentar la limosna.

martes, 27 de enero de 2009

Sí, por favor. y 2)



Sí, por favor. Es una obviedad, pero todos los días se producen procesos naturales que nos facilitan que podamos respirar, que haya luz que nos ilumina durante el día, que habrá agua. Con todo eso, por todo eso, hay vida. La naturaleza es cruel, lo acabamos de ver, pero es generosa también todos los días.

Sí, por favor. Nuestro cuerpo funciona, aunque, pasada cierta edad, no siempre como te gustaría. Tener hambre y poder comer, tener sed y poder beber, sueño y dormir. Poder ver, oír, oler, tocar, paladear. Es genial tener cuerpo y que aloje nuestro alma. No es un pesado fardo y suele ser agradecido a poco que se le cuide. A mí angel no me gustaría ser para nada.

Sí, por favor. Aceptar cuando nos quieren y como nos quieren. Ser capaz de verlo como un gran regalo, sea cual sea nuestra respuesta siempre libre. Nunca hay deber de "corresponder", no tendría sentido.

Sí, por favor. Pedir a veces que nos quieran, respetando delicadamente al otro, es señal de reconocer lo que somos: necesitados. ¿Y qué? ¿No lo somos todos? A veces es tal el orgullo, quizás la falta de costumbre de pedir algo a alguien, que equivocamos pedir con mendigar o, casi peor, exigir.

Sí, por favor, a uno mismo. A poco que nos conozcamos sabemos que uno mismo es un rollo habitualmente. O, por lo menos, acabamos siéndolo unas horas, unos días y, a veces, por temporadas. Nos cansamos de nosotros mismos, no tanto de los demás. Y, ay, no hay lugar de vacaciones para alguien que quiera descansar de sí mismo.

Cansancio, meteduras de pata para avergonzar al más pintado, un pasado o un presente que no nos gusta, que cambiaríamos. Qué mal hice, qué tonta fui, qué mal hago, qué tonta soy. Da igual.

Decir sí, por favor, a uno mismo y aceptarse si no con serenidad, que no siempre es posible, con sentido del humor. Porque, a poco que una se mire, por dentro o por fuera, le entra la risa. Asi que ¿qué importa nada? Una risa con ternura porque somos como niños.

Decir que sí con una sonrisa a nuestro pasado, presente y a nuestro incierto futuro. Y añadir el por favor siempre. Él, que dijo la primera palabra, tiene siempre la última, y bastantes de las del medio. En sus manos estamos siempre.

Sí, por favor, cuida de mí hasta el final.

Sí, por favor. A las oportunidades que se nos dan todos los días para reírnos, pensar, aprender, hacer, jugar. Para acompañar, para que nos acompañen un tramo. Es mucho, es casi todo. ¿Nos vemos? Sí, por favor. ¿Al teatro? Sí, por favor. ¿Vienes a casa a comer? Sí, por favor. ¿Vamos el domingo a tu casa? Sí, por favor. ¿Hablamos por teléfono? Sí, por favor. ¿Trabajamos juntas? Sí, por favor.

"¿Amanezco ya?" me pregunta el día, remolón. "Sí, por favor", respondo aliviada, una noche que no acaba mientras yo me encuentro tan sola.

"¿Engordo un poquito?" me dice la yema del arbol enfrente de mi casa. "Sí, por favor, quiero que crezcas y apresures la primavera, lo necesito."

"¿Nos damos una vuelta?" me propone Olimpia. "Sí, por favor, sácame un poco, Oli, que ya estoy cansada."

Foto: Yo, siempre en las nubes, ay.

Atardecer en el Boalo, este duro invierno, un raro día que salió el sol. Haberlos, haylos. Solo hace falta fe, esperanza... y hasta caridad (ésta última, del sol con nosotros).

lunes, 26 de enero de 2009

Sí, por favor. 1)


De igual manera que aceptar un no es parte de la vida, y decir no un deber, a veces un lujo que no todos se pueden permitir, pronunciar un es un placer del que no hay que privarse.

A veces tenemos que tirar para adelante sin quedarnos prendidos en ese no que nos dijeron, presente o pasado, que cuesta aceptar todavía. Porque algunos siguen doliendo.

Creo que tampoco es bueno apalancarse en el no que nosotros, por honradez y con valor, decimos o dijimos. Ese que no resulta gratis, que supone a menudo soledad, riesgo e incertidumbre. Por eso escuece. Y aunque te hace más libre, sin querer puede encerrarte más en ti mismo. O hacerte mirar por encima del hombro a quienes no son tan valientes, sin entender que la valentía no es exigible a todos por igual. Hay personas por carácter, educación o hasta propia exigencia con más coraje que otras. Hay distintas trayectorias vitales, también el valor adquiere tonalidades distintas en cada uno. Hay que saber verlo.

Pienso que a menudo nos podemos quedar atascados en algunas ocasiones en un no que recibimos con valor pero que nos sigue haciendo daño. O en ese otro no dicho con valentía que nos puede hacer poco comprensivos, duros, ligeramente amargos.

Porque el no puede producir también una herida que se hurga y se acaba por infectar.

Porque ninguna mujer, ningún hombre, estamos hechos para el no.

Estamos hechos todos para el . La vida se hace más con el que con un no, de cualquier tipo de no, que nos digan o que digamos.

Así que nosotros a lo nuestro, que es vivir: oír y decir . Qué gusto decir y que te lo digan.

Todos los días nos dicen que . Muchas veces. Y podemos responder a ese sí con otro sí, por favor.

A mí me parece que el por favor es importante: es aceptar y valorar lo que se nos ofrece y, a la vez, pedirlo amablemente.

La vida, las personas, nos ofrecen mucho, y siempre nos hacen un favor.

Y es estupendo saber que vivimos de favores, de muchas y variadas gracias. Pero, en cambio, no tenemos ninguna garantía humana, por mucho que se pretendan seguridades.

"Don't take it for granted". No tomes las cosas como dadas, podría traducirse. Ese sí, por favor implica no tomar nada como garantizado u obligado, como que se nos debe o que es" lo que tiene que ser".

Nota: Cantan Ella baila sola con mi adorado Jorge Drexler. Y la foto es de Alberto Guerrero Gil, un sobrino. Es la playa de Lira y, al fondo, Finisterre. No, no es el Caribe pero lo parece.

sábado, 24 de enero de 2009

No, gracias


Qué importante poder decir que no. Ese sí que es un lujo, un verdadero lujo, que no siempre nos podemos permitir, lo sé.

A veces nos empujan o nos deslizamos por un primer sí, tras él, otro, otro y otro, y nos podemos encontrar donde no queríamos ni debíamos sin darnos cuenta.

Creo que estamos donde estamos, y como estamos, porque no se pronuncian suficientes noes, porque se dice demasiado a menudo que sí. Con una terrible falta de consciencia o de conciencia, de ambas a menudo.

A veces por buenas razones: querer agradar y no contristar al otro, a los otros, por no hacer daño, por delicadeza e incluso educación. Hay una retahila de buenas intenciones que apoyan a menudo un sí que quizás debió ser no.

Y otras por malas: simple ambición, comodidad, inercia.

Y, en medio, una razón ambivalente: el miedo. Ese casi permanente miedo que nos acompaña demasiadas veces en nuestra vida.

Por miedo a la soledad se dice que sí a veces. Por miedo a la pobreza o a la incertidumbre, a la inseguridad, se aceptan cosas que no se deben aceptar. Es humano pero es un error.

Creo que para entender el origen de los altos niveles de incompetencia e inmoralidad -en empresa, en política, en la universidad, en la cultura- bastaría con rastrear esa historia del sí pronunciado por tantas personas que debieran haber dicho no.

El tema es complicado, porque si te pagan poco dirás muchas veces que sí por el lógico temor a perder ese mínimo que tanto necesitas. Pero también dirás sí si estás en una posición holgada por ese miedo a perder la comodidad, el puesto de relumbrón.

Lo he visto demasiadas veces: cuanto más alto, más cómodos síes. Y por eso tantos incompetentes y malos están tan arriba: porque nunca dicen que no. El sí es el mejor plan de carreras que hay, la mejor orientación profesional.

Pero no sólo es el dinero, es la soledad la otra gran amenaza.

El miedo a ser dejado aparte, a estar solo, a sentirse solo. También la pereza que da llegar a ser mirado como un bicho raro. Incluso incómodo o antipático. Funciona en el trabajo pero también en otros lares.

En la práctica pervive la machacona idea de que más vale la compañía, aunque sea mala, que la soledad. En el amor y en lo que no es amor.

Muchos síes son muy humanos y comprensibles, pero pueden llegar a provocar una honda tristeza, ese escepticismo o cinismo amargo o burlón del que renunció a la esperanza por cobardía.

Pero hay otros aspectos del no que conviene no olvidar.

Sería bueno que pudiéramos aceptar cuando alguien nos dice que no a nosotros.

Porque hay noes que no querríamos escuchar. Los ignoramos, aunque los estén gritando o sean dichos en susurros, un sutil o callado no.

O forzamos, sin querer, para que el no nunca sea pronunciado. Nos cuesta mucho.

Por eso creo que hay que poner fácil siempre que nos digan que no.

Amar de tal manera la libertad del otro que no queramos nada suyo que tenga la más mínima sombra o sospecha de presión.

Y, por eso, dejar la puerta entreabierta una tarde para comprobar si estabas empujando sin darte cuenta, sin intención.

Y esperar.

Alegría si te requiere otra vez, tranquilidad si él o su silencio pronuncian un no.

Nunca nada ni nadie que no sea libre.

Forma parte de la vida aceptar el no que ésta nos da en alguna ocasión. Y hacerlo sin dramas, si es posible educadamente.

Saber escuchar ese no, aceptarlo, y seguir para adelante, porque ya nos dan muchos síes todos los días. Y no hay que quedarse atado a un no.

Poder decir no es un lujo que no todo el mundo puede permitírse.

Pero también es un lujo estar abierto a recibir un no, poder escucharlo y aceptarlo con fortaleza.

El "No, gracias" de Cyrano debería enmarcarse como declaración de principios. Me encanta. Me recuerda a muchas personas a las que admiro mucho.

Sí, quizás es demasiado fiero, pero hoy hace falta recuperar el orgullo del que no se vende por un plato de lentejas. Todos debiéramos ser piezas muy caras, lo somos. El precio por cada uno de nosotros ya se pagó. No tendriamos que pagar el peaje del sí.




viernes, 23 de enero de 2009

Y amé cuanto ellas puedan tener de hospitalario


Hace unos días Suso del Barullo habló, al hilo de los viajantes, de los hoteles.

Yo los odio cordialmente. He trabajado como consultora para un par de cadenas. Vista una, vistas todas. No soporto los hoteles.

Cada vez que tengo que viajar y alojarme en uno me mustio. Alguna noche tonta incluso me pongo a llorar hasta que me duermo. No me pasa nada extraño, es el hotel que me pone muy triste y, como a los niños, el lloro me relaja.

Tengo una sensación de desamparo de la que no me recupero hasta que estoy de vuelta en casa y en mi cama.

Me he acordado de los hoteles porque en inglés son lo que llaman la hospitality industry. Y yo creo que son todo menos hospitalarios.

Los hermanos de San Juan de Dios, para los que he tenido también la suerte y el honor de trabajar, sí que han entendido lo que es la hospitalidad. El acoger a otros. El cuidar de ellos. Es impresionante su labor.

Atalantar decía Joaquín Araujo, desde otra perspectiva, admirado profesor y naturalista. Me encanta la palabra: atalantar. Hay que proteger esa palabra. Y lo que conlleva.

Me dice un amigo muy viajero que en el desierto lo de la hospitalidad es un deber. Si no te acogen, mueres. Por eso siempre que llegas te dan de comer, te ofrecen tienda, no puede ser de otra forma.

Me acordé también esta tarde tras leer un precioso poema de Olga, en su blog Caricias perplejas, de la sensación de abandono de tantas rupturas. Del desamparo en que nos pueden dejar.

Es muy duro, pero quizás hay fríos de amor peores.


Como cuando, en ese espacio de dos, antes de que tenga lugar la ruptura, no nos sentimos acogidos, atalantados, amparados.

No sentirse acogidos en algo creado para atalantarse mutuamente te hace sentir una pena muy honda.

A mí me da igual el vaivén de la pasión y el trepidar, lo digo como lo veo. Vamos, que es divertido y tal, a qué negarlo. Pero que lo que calienta y mantiene el corazón, la vida, es sentir eso que decía Antonio Machado:

"Ni un seductor Mañara, ni un Bradomín he sido,- ya conocéis mi torpe aliño indumentario-, más recibí la flecha que me asignó Cupido, y amé cuanto ellas puedan tener de hospitalario".

Sé que hay otra sensación de desamparo, quizás más calmada con el tiempo, pero no menos dolorosa. La que se tiene cuando muere la persona que tanto te cobijó, a la que tú también diste abrigo. Esa intemperie merece nuestra delicadeza y respeto siempre.

Qué importante poder acoger, amparar, darnos mutuamente techo o suelo físico, espiritual. Proporcionarnos ese calor lento pero constante de brasas que es la ternura, no sólo la llamarada viva que se apaga pronto.

Hablamos mucho de confort hoy. Hay una multitud de novedades domésticas, y, en los hoteles, mil y una ideas para hacer tu estancia más cómoda y agradable e incluso lujosa.

Pero a mí me sobran jacuzzis y spas y me faltan sonrisas sinceras.

No hay hospitalidad, de verdad. Porque la verdadera hospitalidad la dan las personas y no el servicio estandarizado y frío. Nada peor que la frialdad aunque sea perfecta.

Amé cuanto ellas puedan tener de hospitalario.

Que tengan mucho de hospitalario, por favor. Todo de hospitalario.

En el espacio de dos, de amistad, de familia, hasta de trabajo, si fuera posible.

Démonos calor y cobijo mutuo todos un poco.

Si no, nos morimos, como en el desierto.

Porque fuera hay mucho desierto.

Foto: Hecha por Alberto Guerrero Gil. Ella es Patrapa en Carnota, este verano.

jueves, 22 de enero de 2009

Necesidad y lujo



"¿Pero todavía no te han arreglado el agua caliente?" Calma, que no pasa nada. Todo se andará, y como decía mi madre, a veces hace falta pasar cierta necesidad para apreciar mejor lo que tenemos y cuando lo tenemos.

Pensaba esta mañana en la necesidad, en las necesidades. Esta palabra se decía antes mucho, creo que ahora no. Se hablaba de los necesitados también. De los que pasaban necesidades. Hambre, frío, falta de techo o de cariño, ignorancia. Soledad.

A veces es bueno vivir determinadas carencias, pequeñitas. Sentir la necesidad. Un leve recordatorio de lo que es, esa punzada que notas, unos días más y otros menos.

Claro que a veces alguna punzada puede ser peligrosa. Lo sé porque soy hambrona. Si llego a casa con demasiada hambre, me zampo lo primero que encuentro, a una velocidad pasmosa, sin control ni elegir qué voy a comer. No engordo, pero me sienta mal seguro.

Por eso, intento no tener demasiada hambre. Tampoco guarrear entre horas.

Lo bueno es tener el hambre justa para apreciar la comida y no lanzarte sobre ella, pero también para apreciarla y comer con esa sensación que, en su justa medida, es agradable.

Ese hambre que espera ser saciada es estupenda. Es una bendición de Dios. Como el sueño. Tener sueño y saber que te vas a dormir es genial, es una suerte.

Sentir alguna necesidad de vez en cuando, pequeñas carencias, un tironcito, puede ayudar a ser más comprensiva, más compasiva. Con una misma, siempre muy necesitada de todo, con las necesidades de los demás, tan escondidas a veces, también. Incluso sobre el modo en que algunos las sienten y hasta las sacian. Sentir necesidad puede hacer crecer en sensibilidad.

También pensé esta mañana en el lujo.

Yo sé que el lujo tiene mala reputación porque se asocia al consumismo. Pero el lujo no está ligado siempre al consumismo.

A mí el lujo me encanta, para qué nos vamos a engañar.

El lujo tenía que ver antes no con una simple cuestión de precio, sino con la calidad, el buen hacer, lo raro. Ahora ya no. Hoy el lujo está ligado mayoritariamente a la marca, es una cuestión de marketing, no tiene que ver tanto con un buen material y un trabajo. Es una pena y un tongo.

Pero hay excepciones, todavía las hay.

Este verano en Galicia fui a Camariñas, mi madre hizo bolillos en su día, pero yo no lo había visto hacer. Me encantó. Luego en el Castillo de Vimianzo vi otra vez a las palilleras y su trabajo, tan bonito. Y un mantel rosa palo, como de pañuelos enlazados, que estaba en el Museo de Camariñas se me quedó en la cabeza. Un mantel precioso, que no puede casi tener precio porque han sido muchas horas las de trabajo. Luego compré un sombrero de paja como el de las campesinas gallegas. La mujer que me lo vendió, y que era la artesana, se emocionó cuando se lo pagué. "Estará en buenas manos, sé que lo aprecias".

Por eso me enfado cuando a algunas personas regatean porque les parece "caro" una cesta de mimbre, un mantel, una mesa de madera buena, en fin, tantas cosas hechas a mano frente a los "competitivos" precios de los chinos e Ikea. Perdón, pero no es lo mismo, no puedes comparar. Son cosas diferentes.

El trabajo a mano, lo que conlleva unas manos de artesano, no es producción industrial. Es un lujo y pagamos por él. Hay que pagar porque es raro, es artesanal, lleva tiempo y una persona o muchas detrás con mucho cariño y oficio.

Es más: es estupendo que exista el lujo aunque no pueda acceder a él. Es fantástico entusiasmarse ante un cuadro maravilloso que pienso que no podré colgar en mi casa porque yo no tengo tanto dinero o, quizás, me falte espacio para él, me venga grande. Y mira que me gustan esos tonos, sus sombras, me estaría horas mirándole, me encanta. Con suerte puede estar en un museo y todos podemos verlo, mira tú que bien.

Otras veces hay muchas cosas que no están hechas para nosotros, sino para la baronesa tal o cual o un rico financiero, para otra persona. Es posible. ¿Y qué? Fenomenal que exista para otro. Bien está también. Sólo la admiración, el placer que despierta ver un collar de azabache, tan bonito, en el escaparate, o leer sobre un país muy interesante y exótico al que quizás jamás viaje me bastan.

A veces no hay que tener miedo a no poder llegar a tener algo, ni tristeza, ni envidia, jamás. Mucho menos que todos esos sentimientos nos hagan minimizar, criticar u ocultar lo que es el lujo, como para consolarnos. "No es para tanto", "ya será para menos"... pero qué miserables podemos ser...

Perdón, pero no. Un perfume de Serge Lutens es otro mundo, y hay que reconocerlo. Pero no pasa absolutamente nada por no tenerlo. Y así mil cosas que pueden no estar hechas para nosotros por lo que sea, santa paz. Pienso que hay que detenerse más en la admiración y disfrutarla. Se pasa muy bien contemplando lo que está bien hecho, trabajado, es bueno, bonito o único, atrae siempre.

Es estupendo que haya lujos, aunque quizás muchos no estén a nuestro alcance. Quizás otros sí.

Y por eso hay que dar muchas gracias a quien corresponda. Por los que no tenemos y por los que sí. Porque existen los lujos y somos capaces de contemplarlos, que es el lujo del que siempre disfrutamos.

Encandilada y francamente divertida me encuentro. Por poder pasear por el lujo al atardecer de vez en cuando, vaya qué suerte tengo.

miércoles, 21 de enero de 2009

Miedo al ridículo


Creo que hay pocas cosas tan españolas como el miedo al ridículo. Lo tenemos metido hasta los tuétanos.

Claro que, quizás, las nuevas generaciones son distintas, o es una cuestión de educación, simplemente.

Un vistazo a la televisión te demuestra que ese miedo al ridículo puede ser cosa de unos pocos seres extraños, una especie en vías de extinción a quienes nos deberían proteger de algún modo, como al lince o al oso pardo. Somos pocos ya, al parecer

El miedo al ridículo alterna, en muchos casos, con cierto arrojo. Así es la vida.

El chulito (o chulita, tanto da), otra forma de ser también muy española (nada que ver con el chulo francés o italiano), combina el atrevimiento, que no la valentía, con el temor que te asalta de vez en cuando o la simple vergüenza (¿torera?) que te hace retirarte antes de tiempo si intuyes que puedes no salir por la puerta grande. Sino, más bien, escaldada o con silbidos. En cualquier ámbito.

Por si acaso, más vale un paso y marcha atrás, no vaya a ser que se rían de nosotros. Que a veces es simplemente con nosotros.

Todo menos que quede patente que algo o alguien nos viene grande, calculamos. Cuando no hay nadie que nos esté tomando medidas. Pero el temor a no estar a la altura, a la profundidad de una mirada, es algo superior a muchas fuerzas.

Ese miedo al ridículo pienso a veces que explica por qué los españoles hablamos tan mal otros idiomas o no los hablamos en absoluto. O que no toquemos apenas instrumentos musicales. Porque claro, para llegar a hacer ambas cosas, hace falta haberse atrevido a hacerlo muchas veces de modo penoso hasta que, por fin, uno comienza a defenderse con el inglés o arrancar algo que no sea un quejido del violín.

Quizás el miedo al ridículo tiene que ver más con la falta de paciencia o el miedo al fracaso.

Vives fuera de España y te das cuenta de la cantidad de aficiones que tienen muchas personas. ¿Por qué? No tienen sentido del ridículo, les han educado de otra manera, alentándoles a atreverse por un lado, sin olvidar la constancia y perseverancia.

Sucede que atreverse en principio puede no ser tan difícil si hay ese sustrato de espadachín a la que no le hace falta que la citen mucho para que entre a trapo donde sea.

El tema es si, transcurrido un tiempo, aquello exija un esfuerzo y una constancia a los que no se está acostumbrada. O que haya que practicar con un arma a la que no se está habituada. Entonces puede surgir el cansancio o el aburrimiento que no es tal: simple pereza o impaciencia de la que está hecha a salir en diez minutos a hombros o llegar antes a los sitios, mala cosa.

El miedo al ridículo enlaza en otros casos con la vergüenza de reconocer que no se sabe o se sabe poco. Los yankis con los que yo he trabajado son formidables en esto. No les importa reconocer que no saben y preguntan. Siempre quieren aprender.

El miedo al ridículo tiene que ver mucho más a menudo con el temor de la que no tiene ni idea de por dónde va a salir aquello. Esto último da inseguridad a algunas personas que necesitan tener cierta claridad en la cabeza y que se asustan si la pierden.

Miedo al ridículo, en definitiva, por falta del sentido de juego.

Porque no hace falta ser un profesional de nada, y puede ser divertido ser un simple aficionado, amateur, esa palabra tan bonita. Pues no, algunos no pueden: o todo o nada. Cuando realmente se debe de disfrutar mucho intentándolo, jugando simplemente: play an instrument; play como teatro, también. Play en general.

Qué cantidad de cosas y oportunidades de pasarlo bien (y hasta mal) nos perdemos por miedo al ridículo.

Pero es un miedo real y casi invencible.

Producto del orgullo y de la gravedad, de tomarse demasiado en serio, de inseguridad interior.

Y paraliza un montón.

Hace falta ser tonta.

Foto: Alvaro, amigo, que no tiene sentido del ridículo alguno, con mi sobrina Carlota, que tampoco lo tiene. Ambos, muy felices, haciendo tortitas en mi casa mientras Olimpia observa...

martes, 20 de enero de 2009

Magna ánima


Yo no era partidaria de Obama. En cualquier caso, está todo por ver. Desde luego, que haya un negro presidente de EEUU es algo que celebrar. Es un momento, sin duda, histórico y, posiblemente, un cambio era necesario. Sin embargo, quizás por llevar la contraria, me molaba Palin. Por otro lado, y a pesar del repelús que personalmente Hilaria Clinton me daba -no sé por qué-, siempre creí que podía ser una mejor presidente que Barack, también que McCain. Creo que era la que estaba mejor preparada. Pero las urnas, y lo que sea, deciden lo que deciden. Deseo que sea lo mejor, para ellos y para nosotros.

Me emocioné con la foto de Obama en la víspera de su toma de posesión. En la fiesta en honor a su adversario McCain, celebración que presidió. Me pareció un ejemplo de magnanimidad, algo ejemplar y envidiable en la vida política, social, económica y hasta familiar.

Alma grande, extraña virtud, tan ausente hoy, tan ignorada, ni el término ni el concepto.

Volví a mirar la foto de Obama con McCain y me acordé de la Rendición de Breda, rara asociación de ideas entre ese mundo yankee y el nuestro de antaño: almas grandes.

Quizás los que saben ganar saben también no arrasar ni humillar en su victoria al adversario o enemigo.

Saber desenvainar la espada, la del argumento y tu razón en una discusión, y saber, con el mismo arrojo y elegancia, envainarla de nuevo cuando es menester.

A veces no hace falta derrotar al otro hasta machacarlo. A veces hay que dejar una puerta abierta para la reconciliación, una salida honrosa. También en las discusiones.

Fundamental la magnanimidad también cuando quienes se enfrentan no son individuos, sino países, y cuando hay armas peores que la lengua. Aunque la lengua puede ser letal también.

Pero la magnanimidad no sólo es virtud frente al adversario o enemigo sea individual o colectivo.

"Me alegra mucho de que me haga esa pregunta" dice algún conferenciante sin retintín alguno ante una pregunta, habitualmente larguísima y que, además, no viene a cuento. A veces ni siquiera es una pregunta. En todo congreso hay este tipo de intervenciones, en todo simposio.

Magnanimidad de quien sabe realmente y acoge la ignorancia o la pesadez de otros con una sonrisa.

Hay gente que, porque son magnánimos, dan la vuelta a esa nube gris de la pregunta o intervención y ofrecen un soleado espacio de diálogo e intercambio. Y hacen quedar al preguntón como un señor.

Hay maestros en esto en el mundo real y hasta bloggers: te acogen con una generosidad impresionante, cuando una dice tonterías habitualmente, cuenta su batallita, o no entendió casi nada de lo que leyó. Para qué nos vamos a engañar. Así que muchas gracias, magnánimos y magnánimas colegas.

Magnanimidad de maestros, profesores, algunas personas en algunas empresas, que comparten lo que saben, alientan al que aprende y dan eso tan bonito que llamamos cancha. Dar cancha: ofrecer espacio para que la gente crezca o simplemente se mueva al amparo de otros, con otros y por libre.

Excepción a veces en muchos ámbitos donde da miedo que otro haga sombra o hasta ande solo después.
Sólo los grandes son eso, magnánimos. Los pequeños no pueden permitírselo. Y creo que por eso estamos como estamos en política, en la universidad, socialmente. Hasta empresarialmente. Nos hace falta magnanimidad, entre otras cosas.

Volví a mirar la foto de Barack y McCain. Qué envidia de país. Con muchos defectos, seguro, pero ejemplares en muchas cosas. Un magnánimo presidente para una país que es magnánimo.

Me detuve otra vez en la Rendición de Breda. Los españoles no eramos almas pequeñas, sólo hace falta leer y conocer la historia. ¿Qué nos ha pasado?



Foto de Obama y McCain de Doug Mills, New York Times, 20 de enero 2009.


Foto del cuadro La rendición de Breda de Wikipedia.

Sola y en compañia de otros


Para las largas tardes del Boalo nada mejor que leer. También para las esperas en la T4 o esas horas eternas de hotel que me tocan de vez en cuando. Con un libro la soledad es más llevadera. A veces hasta acaba siendo un lío, la verdad. Empiezas leyendo sola y acabas con un montón de gente a tu alrededor.

En las lecturas, como en la vida en general, dispersión, cierto caos y curiosidad siempre: cuatro libros a la vez.

Me encontré a Adolfo Torrecilla en la librería Diálogos. Me recomendó varios libros de una pequeña y excelente editorial, Libros del Asteroide. Regalé varios.

"¿Que no conoces a Nancy Mitford? Te va a encantar, Aurora". Acertó de pleno Adolfo, siempre con su sonrisa. Estoy a mitad de "A la caza del amor", seguiré con "Amor en clima frío". Me enganché ya en el excelente prólogo de José Carlos Llop: "la felicidad es, más que un estado de gracia, una forma de ser educados". Mitfordiana frase, aunque no es de ella. Un libro saca a otro libro: leeré a Llop, poeta y escritor, ya me ha picado la curiosidad.

Nancy Mitford nació a principios de siglo pasado en una familia aristocrática británica. No fue al colegio, sólo clases de francés, montar a caballo y todo lo que era propio de chicas como ella. Vida interesante y literatura que no le anda a la zaga. Por lo visto, esta novela es parcialmente autobiográfica. Excéntrica familia inglesa y diálogos con chispa. Es como si oyeras a Cole Porter de fondo. Así que, mientras se me saltan las lágrimas de risa, acuden a mi cabeza y a mi cuarto de estar Patricia F.T, Patrapa (sofisticada y lista, como la Mitford), mi prima Luisa y varias amigas y familiares que disfrutarán tanto o más que yo con esta novela.

Menos mal que tengo espacio y cabemos sentadas todas en mi cuarto de estar.

Igual me sucede con "Ellas solas" (Virginia Nicholson, Turner Noema), un excelente ensayo sobre la generación de inglesas que quedaron solteras al morir en la gran guerra muchos de los hombres que les correspondían por edad. Educadas para el matrimonio, se encontraron con una vida que no esperaban. Supieron sacar lo mejor de ella, de ellas mismas también: tías (qué figura tan literaria la de la tía soltera), emprendedoras, trabajadoras, promotoras de nuevas actividades -círculos de lectura, de deporte, etc-, trayectorias diferentes y productivas. O sea, como las solteras de Sexo en Nueva York, igualitas. A ver si se me pega la ironía de la Mitford.

Estoy tan entusiasmada con este libro, que de nuevo me vienen a la cabeza, y a mi casa, muchas amigas, primas, sobrinas. Voy a sugerir a alguna que intente algo similar con la generación de mujeres españolas que perdieron a sus hombres en la guerra. Podría ser interesante si no lo ha escrito alguien ya.

Más gente en mi cuarto de estar, ya tengo pocas sillas.

Admiro a Manu Leguineche, me entretiene siempre. "El club de los faltos de cariño" (Seix Barral) es un conjunto de cosas cortitas, agradables, en línea con "La felicidad de la tierra" que tanto me gustó. Aparece junto a mi chimenea algún que otro amigo. Sé que el tono de Leguineche y su mirada es la misma de algunos hombres que ya no tienen prisa y agradecen todo mucho.

Así que a éstos los invito a sentarse en los sillones de orejas que tengo preparados, comodísimos además con sus escabeles para poner los pies encima.

Por curiosidad compré "Viaje sentimental a Inglaterra" de Antonio Rivero Taravillo, bloggero, traductor, escritor. La verdad es que busqué otro suyo, "Las ciudades del hombre", pero no lo encontré. Otro vez: no hay manera de leer en soledad en esta casa. Ves de tal manera esa Inglaterra que conoces bien, y esa otra que te falta por conocer (gracias a Dios), que acude a mi cabeza mi hermano Juan que vivió en Cambridge y adora Inglaterra, como yo. También cierto humor, esta vez con un barniz anglo sobre fondo español. Una gozada de lectura para antes, durante y después del viaje: siempre hay que tener un viaje en el corazón y un libro de viajes -no una guía- de acompañante al menos.

Pero no es sólo mi hermano, ahora otros amigos y familiares anglófilos se me cuelan en casa. No me importa que la gente no avise que viene, pero es que ya no tengo más sitio.

¿Y dicen que la lectura es algo solitario? Tengo que dejar de leer o comprar más sillas.

Foto: Mis sobrinos, Javier y Carmen, sentados en los sillones de Manu Leguineche de mi casa un día de sol. A veces hay otras personas leyendo de modo presencial, tan real como cuando la lectura en solitario convoca a amigos y familia.

lunes, 19 de enero de 2009

Evenings


Creo que no hay palabra en español para describir ese periodo de tarde, evening.

Aquí la tarde se extiende desde nuestra tardía comida hasta, a veces, esas cenas en horas ya intempestivas. No hay matiz ni diferencia entre la temprana tarde y esa otra, tan agradable, evening.

Evening, largo espacio de quienes cenan temprano y tienen por delante, antes de irse a dormir, tres o cuatro horas.

Vivir en el campo te hace recuperar de algún modo esas largas evenings, tiempo donde caben muchas alegrías y algunas tristezas.

Cada día disfruto del minuto que ganamos a la noche, atraso el paseo que Olimpia y yo hacemos con la última luz.


Agradecemos las dos al sol -aunque no le veamos muchas veces, ay- su trabajo. Le recordamos que vuelva.

Qué ganas de que llegue la primavera.

En cuanto se mete el sol la oscuridad lo invade todo. Con ella la pereza sugiere, como si fuera una británica, "¿Para qué salir?".

Me arrebujo en el sofá frente a la chimenea, meriendo incluso, otra buena costumbre recuperada.

Leer, trabajar y escribir. Pero son cuatro horas casi hasta la hora de cenar.

En Madrid las evenings son inexistentes, están sepultadas por horarios larguísimos, tráfico intenso hasta las 9, actividad frenética hasta caer agotados. No hay tiempo, lo devoraron.

Evenings en el campo donde todo es más lento y silencioso, doméstico espacio de calor y calma, el frío y oscuridad esperan fuera. Momento largo de transición.

A veces son unas evenings tan interminables, tan solitarias.

Y hay que salir al pub, romper estas horas de algún modo.

domingo, 18 de enero de 2009

Cumple años alegre



Cumple años

Celebramos el día que nacimos cada año de nuestra vida. En la infancia y la juventud con alegría. Luego a veces con melancolía, el sentimiento que creemos más propio de los adultos. Podemos ser muy setas con la edad.

Qué ganas de cumplir años cuando somos pequeños. "Tengo ya casi siete años", "Cuando yo era pequeño... ", dice mi sobrino muy serio.

Qué mayores nos parecían en el colegio las de bachillerato. Luego ya lo fuimos nosotras, al pasar al BUP, primera generación que lo hicimos. Paseábamos esa seguridad adolescente de quien lo sabe todo. La vida no tenía secretos de ningún tipo. No había miedo, sí soledad. Siempre de fondo la soledad.

Cumple años.

Soplamos velas en una tarta, señal del paso del tiempo.

"Hombre, un tempus fugit" dijo un paciente al ver el reloj con la inscripción en la sala de espera de mi tío. Pues sí, otro tempus fugit, otro año, Sunsi.

"Pide un deseo". Cruza la mente aquello que no tenemos, al que no tenemos, lo que perdimos, en determinados momentos una preocupación, muchas.

Formular un deseo es complicado. Una se acuerda de Santa Teresa en los momentos más inoportunos: "Se derraman más lágrimas por las plegarias atendidas que por aquellas que permanecen desatendidas". Calla, calla, y no me fastidies ahora, por muy Doctora que seas, que me lo estoy pasando muy bien dibujando un deseo, buscando las palabras que definan mi ilusión.

Pedir abiertamente o en silencio, entre líneas o por carta, aunque sea en una botella. Siempre pedir como pobres y necesitados . Otra cosa es que se conceda, buena escuela es la vida que no tenemos lo que queremos. Dios sabrá.

Y esa horrible canción que tan mal se canta casi siempre, desafinando, "Cumpleaños feliz". Prefiero Las Mañanitas.

Cumple años.

Duro día para algunos hombres y no pocas mujeres superada "cierta" edad.

El momento de esa "cierta" edad es, valga la redundancia, incierto. Para algunas mujeres es ya un drama superar los 30. Para otras los 40. La verdad es que visto con distancia te entra la risa: qué patéticas podemos ser.

Se miente en la edad. Se oculta celosamente. Da vergüenza, pudor, reparo. Se pasa de puntillas por el cumpleaños. "No digas tu edad, pareces mucho más joven". Pues por eso hay que decirla. Y si hoy vivimos más, viviremos más tiempo viejos y nuestra vejez ocupará proporcionalmente más tiempo de nuestra vida, es de cajón.

Estúpido mundo donde teniéndolo todo, comida y casa caliente, cama, familia, amistad, libros, proyectos y ilusiones lo ciframos todo en ser jóven. Algo que no sabemos muy bien qué es, más allá de no superar nunca los 30, los 35, en no llegar a esa cierta o incierta edad según el parecer de cada uno.

Cumple años.

Cada año bien sabemos que estamos más cerca de nuestro final, otra verdad incómoda. Y eso, más que la edad o la vejez cierta que se aproxima, es lo que aterra.

El solo pensamiento de que nosotros, también nosotros, moriremos algún día, es insoportable. ¿Cómo el mundo podrá seguir y nosotros no estar aquí?

"Calla, no hables de esas cosas". A la muerte ni mentarla, tabú.

Y no. Cada año, si Dios quiere, que quiere, al punto donde nos vamos acercando es al de nuestro final en esta tierra, sólo aquí. Te pongas como te pongas, nos morimos. Y más vale no ponerse triste. Porque, con todo, no habrá tristeza ya. Ni soledad. Ni desastres domésticos, cadenas que no sabes poner, ni crisis, irpf o iva trimestral, números en rojo. Afortunadamente tampoco nuestras manías ni nuestra torpe manera de querer. Ni cosas mucho peores.

Cumple años.

Por eso deberíamos celebrar el cumpleaños con más alegría, si cabe, que a los siete años.

Porque vivimos y porque vamos a morir. Y será nuesto dies natalis, ese también, con el día que nacimos.

Hay mucho que celebrar y agradecer siempre de la vida, sólo hace falta abrir los ojos.

Pero también por nuestra muerte, de cara siempre.

Por ambas.

Feliz cumpleaños, Sunsi.

En el fondo es una felicitación muy alegre, con dos razones para celebrar. Que cumplas más años alegre.

viernes, 16 de enero de 2009

Tras la barra


Cuando volví al pub tras mi primera visita, Andres, tipo listo y que sabe del negocio, me llamó por mi nombre y me presentó a Silvia, su mujer.

Siempre es agradable que te llamen por tu nombre, que lo recuerden. También que te presenten ya como una habitual cuando sólo has ido una vez.

Silvia es de estas mujeres que mantiene un tono moreno en mitad del invierno. Pelo largo, siempre arreglada pero informal, como diría Martirio, lengua rápida. El primer día que la vi se suponía que salía de la gripe, pues como si no: perfecta, a pesar de su tristeza y el fiebrón. Se les acababa de morir una perra. Como sé lo que es, entendí que se le saltaran las lágrimas.

Hablamos un rato. Creo que nos caímos bien desde el principio. Aunque es su marido quien hace una de las mejores tortillas de patatas que he probado: nada de mazacote, con moco, blandita. Se lo agradezco mucho porque siempre que bebo, necesito comer. No hay que dar muchas vueltas cuando hay una excelente tortilla española, la verdad.

Con Silvia pude averiguar si hay librería o no por aquí, si se puede hacer pilates, dónde compra la carne, en fin, cosas interesantes para "asentarse" aquí.

El día que la conocí, no sirvió tras la barra. En teoría no venía a trabajar, así que, ingenua, pensé que Andrés era el alma del pub. Qué error. En otras visitas he visto quién corta el bacalo en cuanto a gracia sandunguera con los clientes: ella, naturalmente. Lista, rápida y graciosa, es una atracción verla tras la barra, saludando y hablando con todos, tomando el pelo al personal masculino en cuanto puede.

Silvia y Andrés llevan ya año y medio con el negocio, aunque unos nueve viviendo por la zona. Él dejó su trabajo en una multinacional. Es una historia que se repite por aquí con ciertas variaciones. Se nota que han puesto mucho cuidado en la decoración, tan calida y bonita, que lo que dan de comer está bien pensado, en fin, que intentan hacer las cosas con cariño.

Trabajan mucho los dos porque en un pub hay que estar siempre encima por mucho que te ayuden. En estos 18 meses no se han podido tomar vacaciones, apenas un día o dos sueltos. No sé yo si el cambio de la multinacional al negocio propio habrá sido para mejor, la verdad.

Y luego, lo que ellos llaman el "filtrado". "Da igual como vistas, qué seas o qué hagas, aquí todo el mundo es igual. Pero hay que pedir un mínimo de educación, y eso nos ha costado muchos disgustos. El primer día que abrimos el pub me incliné a servir la primera copa y oí decir a un tipo: vaya tetas, esta tía tiene un revolcón. No le acabé de servir la copa y le eché fuera del pub. Si me hubiera hecho la sorda el segundo día me toca el culo".

Verdaderamente qué personal hay por el mundo y lo que la gente de hostelería tiene que aguantar a veces. Silvia era la dueña y pudo echarle, desde entonces ni con ella ni con una camarera se atreve nadie a decir la más mínima groseria.

Me siento protegida por Silvia y Andrés, acogida por ellos. Sé que es su negocio y que logicamente "tienen" que tratar bien a los clientes. Pero han tenido detalles que no tienen por qué, se lo agradezco mucho. Como me siga fallando la caldera, me voy con el portatil y trabajo desde el Artesanado, que además tienen todos los periódicos, gran cosa.

Este sábado por la noche no iré al pub. Pero lo visitaré por la mañana. Hace muchos días que no voy y ya les echo de menos. En la casa de la cultura de Navacerrada hay un concierto que organiza La Discreta en memoria de la poetisa puertorriqueña Julia de Burgos, publican creo que un libro suyo. Así que he decidido seguir mis pasos de antropóloga observadora de usos y costumbres de la Cuenca Alta del Manzanares hacia lugar un poco más al norte, no circunscribirme a un solo poblado como Cerceda y el Artesanado. Me gusta explorar sitios nuevos.

Según mi hermano Juan, que fue quien me aviso y con quien iré, los músicos son geniales, tipo Krahe o así. Estoy contenta, mi hermano ha vuelto a tocar la guitarra, lo hacía muy bien. Somos demasiado mayores para no tener nuevas aficiones y recuperar algunas antiguas.

Más frío que en mi casa no voy a pasar, creo. Espero. Lo espero, por favor. San Saunier Duval, ven, no tardes.

martes, 13 de enero de 2009

La piel dura y la mirada de Clint Eastwood. Y II)


Clint Eastwood se pasó haciendo películas de vaqueros durante bastantes años. Spaghetti western, una variación del género. En mi opinión, una mala derivación, nada que ver con los grandes western, Ford, & company y otros, me encantan. Pero hace falta ser Ford, un genio. Es lo que ocurre. Pienso a veces que algunas pretendidas variaciones de muchos "clásicos" (sean de cine o de literatura supuestamente maldita, es un poner), no llegan ni a la suela del zapato del original. Aunque hay gustos para todo, faltaría más.

Si tu argumento cinematográfico, como pasaba en muchos spaghetti western, se reduce a ir de vaquero guarrete y tienes al final sólo tres líneas de diálogo real -entre otros el famoso "Make my day", el mismo Clint hizo bromas con esto- y, como mucho, el gesto siempre cansino de añadir otra muesca más a tu pistola, el potencial como actor queda francamente reducido. Para un buen actor, como Clint Eastwood y otros.

Siempre habrá partidarios de los spaghetti western. Pero claro, una cosa es verlo como espectador –tú no estas en esa peli- y, otra, ser el que repite una escena ya tantas veces conocida, siempre la misma. Por mucho que vayan a verte, luego la gente sale del cine y tiene una vida más plena y rica que la tuya de pistolero. Pero se distraen con los tiros y eso, con el ruido, y, si encima la pasan gratis por la tele, pues ya ni te cuento.

Eastwood no es que hiciera mal de vaquero o de duro, que lo bordaba también. Es que superada cierta edad a algunos hombres les da por querer variar un poco. Ya se conocen y conocen el mundo lo suficiente. Otros no han tenido ni que pasar esa fase, eso que tienen ganado.

Cambió así de registro bastante mayor. Lo amplió, dejó de ser tan monocorde. Y empezó a tener una mirada, mejor dicho, a mostrar esa mirada que ya era propia. La suya. Se deshizo de la piel dura, le limitaba.

Como actor, algo de su mirada ya se percibía antes del cambio. Pero, como director, su mirada es impresionante, cada vez más, a medida que se amplía y gana en perspectiva, claro.

Profunda. Variada. Conoce el mal. Intuye el bien. No juzga. Contempla. No tiene prisa alguna. Es un narrador fantástico. Estarías horas escuchándole y mirándole también, cada surco, cada arruga. Aunque no estés de acuerdo con él siempre, por supuesto.

Los caminos de Dios son inescrutables. De muchos lodos salen aguas cristalinas, más limpias muchas veces que las que nacen montaña arriba. Y gracias a esos barros, precisamente, pueden ser algunas aguas tan limpias luego. Así de generosa puede ser la vida.

Quizás Eastwood necesitó de los spaguethi western, de esos papeles de vaquero o duro oficial, tan reducidos y repetitivos -y con su público, sí- para poder ser lo que es hoy. Un hombre con mirada, no le hacen falta ni las palabras.

No soy una experta en cine. No he visto todas las películas de Eastwood como director, tampoco como actor, me faltan algunas, creo que pocas. Por mencionar, sólo entre mis preferidas, creo que alguien que hace Bird, Un mundo perfecto (mi favorita), Sin Perdón, Medianoche en el jardín del Bien y del Mal, Los Puentes de Madison, Mystic River, Million Dollar Baby o Banderas de nuestros padres –aunque unas me gustan más y otras menos- es alguien que tiene algo importante que contar o que contemplar. Sin que sea él mismo, ni mirarse de continuo el ombligo. O sea, un hombre.

Sin punto de comparación con quien fue, ya pasados los cuarenta -las cosas a veces llevan su tiempo, mucha paciencia con uno mismo para empezar-, comenzó a hacer otras cosas más interesantes en cuanto se empezó a desprender de esa piel dura. Y fue capaz de cambiar.

Nunca es tarde para nadie y Clint lo demuestra.

Tener mirada propia, descubrirla, para ir mudando lentamente esa piel a veces tan dura que ni siquiera es tuya, que te acaba limitando. Salir de ella. Dejarla atrás.

Hay una escena mínima entre las tantas veces nada amables o cómodas películas de Eastwood. Es una nimiedad. Además, ni siquiera es una de sus cintas emblemáticas, lo sé.

Se trata de “En la línea de fuego” donde comparte cartel con René Russo, mujer cañonazo como hay pocas. Hay un momento en el que ella se despide y se aleja luego. Creo que están en Washington, al aire libre. Y él la mira mientras se distancia y se dice a si mismo bajito “vuélvete y mírame, vuélvete y mírame”. Seguridad de un tío de que ella le va a mirar otra vez, como así sucede. Ella se vuelve para mirarle, por supuesto.

Pero es que Eastwood ya no es ese vaquero guarrete por el que una mujer como Russo no volvería la vista, ni la levantaría siquiera. Ya sabes lo que el cowboy te va a decir, a contar, lo sabe hasta él: "make my day", muesca en la pistola, que el pobre bien reducidito que tenía el diálogo y hasta la acción. No hay nada más.

En ese Washington con viento, en esa cámara que sige a la Russo que se aleja y que al final y lentamente se gira sobre sus talones, y le mira, está ya la mirada del Clint Eastwood: variada, con matices, la mirada de un hombre. Sobran hasta las siempre reducidas palabras del vaquero aquel. Ni otras palabras nuevas necesita ya para que ella vuelva la cabeza. Sin palabras. Solo con la mirada.

Una mirada que no es cómo Clint se mira o mira a Russo. Al final, siempre es limitada la mirada de un hombre sobre una mujer, no por el hombre, que también, sino porque la mejor de las mujeres es siempre limitada e incluso la mejor mirada acaba por abarcarla y sabérsela.

Es cómo mira al mundo Eastwood. No a si mismo, no a ella siquiera.

Por esa mirada de hombre sobre el mundo se vuelve para mirarle de nuevo una mujer como René Russo. No por un tipo de spaghetti western, con las uñas manchadas y oliendo a estiercol. Quede el vaquero para las chicas de salón, encantadoras señoritas siempre, por supuesto y sin duda alguna. Mujeres como René no juegan en la liga de los del "make my day", sino en la del Eastwood maduro, con mirada y al que no le hacen falta palabrería, ni antigua ni nueva ni un guión ya sabido de repetido.

Sólo tener una mirada de hombre, de verdad. No una piel dura.

Escrito queda con cariño, simpatía y las tripas. Aunque a veces lo que pide el alma es batirse en duelo a primera sangre, ver a algunos hombres con el alma tan fina, tan tíos, sirve para envainar la espada y sacar solo el florete, siempre inofensivo. Ingenuo y hasta infantil, lo sé.

La piel dura y la mirada de Clint Eastwood I)


Hay que ver qué piel tan dura se nos puede poner a veces. No es curtida, es otra cosa muy triste. Nadie estamos a salvo de esa piel dura, da igual hombres o mujeres, nuestra edad, hasta la supuesta sensibilidad o educación, que a veces tan bien disimulamos.

Se supone que con los años se nos afina de nuevo la piel. Que volvemos a ser otra vez como bebés. Y acabamos de ancianos con ese tacto frágil, como de cristal. Pero, a veces, te das cuenta de que no es así.

Por eso es tan de agradecer a distancia la piel delicada de un hombre que rebasa los cincuenta y como si nada. Reacciona si le pinchan o si piensa que le pinchan. Buen síntoma de piel y corazón jóvenes, qué alegría, por Dios. Pero, a la vez, mantiene esa elasticidad casi adolescente, inocente, de volver a su sitio, como cuando presionas con la yema de un dedo a un niño: la piel vuelve colocarse en su posición original rápido, sin marca. Impresionante y admirable, siempre. En un hombre más. Olé. Olé. Y olé.

Pero hoy la piel dura, inflexible e impermeable, se lleva mucho.

Se presume incluso de determinadas variaciones de piel dura. Aunque toda forma de piel dura es tan vieja como el mundo.

Piel dura de quienes se consideran puros. Mal está. Hay que tener la piel muy dura para no darse cuenta de la propia y constante falta de sensibilidad tantas veces. Presunción triste de considerarse limpios o mejores. Y no, que manchados siempre estamos todos. Y no hay tipo de mancha peor ni supuesta limpieza mejor, vaya Vd. a saber.

Piel dura para no abrirse a nuevos vientos, a otras pieles, por miedo a la contaminación, no vaya a ser que si vemos lo que no queremos, o en lo que no creemos, nos volvamos peores. ¿Y por qué no, quizás, mejores? Es hasta posible que abiertos, más sensibles de verdad, podamos volvernos nosotros, no los demás, un poquitín mejores, con suerte caerá todavía esa breva tan necesaria.

Pero hoy de la piel dura que más se presume quizás es otra. Antigua y aburrida como la presunción de limpieza. Me refiero a la piel dura de ir de pecador por la vida, de canallita. Así, con orgullo y autoaclamación privada primero, popular después. Aunque, francamente, siempre son los mismos pecados o, mejor dicho, el mismo, único y repetitivo. Una pesadez, vaya.

La piel dura es esa del que se hace el machito, vaya tío que soy, o, también, que las hay, "la tremenda": "yo todo esto lo superé, niña, hace varios lustros, qué tiempos aquellos cuando éramos inocentes". O ese dicho tan falso de “las chicas buenas van al cielo y las malas vamos a todas partes”. "Defíneme mala y buena y no seas simple", le pedí a una buena amiga. "Y olvídate de Mae West, por favor, que hubo sólo una". " Luego, si quieres, muéstrame un punto geográfico de este planeta o galaxia donde una mujer que quiere ser buena, de verdad, -no esa caricatura chorra de niñita buena en la que tú crees, no yo- no pueda ir". Todavía estoy esperando que me responda.

Joé, vaya follón, con perdón por la redundancia y la obviedad, y vaya literatura barata se le puede echar a saltar de cama en cama mientras se deja el alma en el armario, ahí guardadita, no vaya a ser que pierda lustre. O que la hagan daño, vaya por Dios. Y luego dicen que son otros los inocentes, joé.

No es piel dura la del niño que, sin malicia, tantas veces como muchos adultos, hace daño, se lo hace, sin querer, así es la vida siempre. Ni tampoco es piel dura la del pobre, en cualquier sentido, hay muchos. Bien lo saben quienes han trabajado con la miseria, allí donde se mezclan pobreza material y moral.

Pero algunas pieles muy duras – ni de niño, ni de pobre, esas nunca lo son- necesitan de otra sensación más, quieren un poquito más de dureza aún. A ver qué pasa.

Aunque sea todo más viejo, y más cursi todavía, que Madona (la cantante) subida a un escenario, provocando allá por los 80, igualito. Escandalizar con algo a alguien, a ver si todavía se puede. Y con lo más sagrado que hay, y a la vez, lo menos. Por ser lo más sagrado, es lo menos, qué tristeza.

Nadie le responderá. Líbrenos Dios de hacerlo. Otra cosa sería si, en vez del crucificado, fuera Mahoma o Alá. Risotadas y "qué malo, qué malo que soy". Un niñato, que no un niño, ni media bofetada vital tienen a veces estos tan tremendos. Pobres también, como todos, todos somos pobres. Esa es la verdad.

La piel dura no es la piel original de las personas ni la que la vida hace. Curtirse sí, endurecerse jamás. Lo último es cosa nuestra, no de la vida. Porque llegamos a pensar que esa piel dura nos protege, nos inmuniza, habitualmente de la soledad. Solo, siempre solo; sola, siempre sola. Al final, así es. Por eso, piel dura, cada vez más, para no sentir la soledad otra vez. Y no hay tacto que te haga compañía de verdad. A la legua se ve, se nota, se palpa y hasta se huele. Y se lee.
Así es la vida de las pieles duras, que cada vez necesitan más para tener al final menos y a nadie.

Pero la piel dura se cura. Se muda más bien, cae. Y no a base de más refriegas o exfoliaciones. Se acaba desprendiendo cuando adquieres una mirada propia, cuando la descubres y te la trabajas. Y eres fiel a ella, dejando atrás la piel dura.

Me paso la vida


Me paso la vida buscando móvil, gafas, monedero, llaves y facturas que nunca encuentro.

Lo del móvil es lo que tiene mejor solución. Te llamas a tí misma por un fijo o pides a alguien que te haga una perdida. Ahí suena el movil entonces, en la honda caverna de un bolso que has revisado siete veces, o encima de los libros de un estante, imposible averiguar por qué lo pusiste ahí, tan alto. Y no hay nadie para echar la culpa.

Lo de las gafas es más complicado. Ser miope, no ver tampoco ya de cerca, usar lentillas para lejos y tener cuatro pares de gafas además -2 para lejos; otras 2 para leer, una por si llevas las lentillas puestas, y las otra por si no- amplia las oportunidades hasta el infinito para la pérdida, el olvido o tener justo a mano el par que no necesitas. A veces en el fondo de la cama aparecen las gafas, o en el suelo, hay que mirar menos a las nubes, guapa.

Quisiera una solución que me permitiera ver de una vez por todas y de modo constante, para distinguir pájaros y trabajar en el portátil sin cambios, sin pérdidas ni olvidos posibles. Pero sólo pensar en un quirófano me echo a temblar.

Quisiera un milagro, como en los evangelios, por favor. Me da menos miedo que una operación y lo necesito tanto.

Monedero de espanto, tarjetas engordando la cuenta de alguien, adelgazando la mía siempre. Y otro tipo de tarjetas que luego nunca recuerdas por qué guardaste: "casa rural la epifanía", "peluquería la intemerata", "no olvide su cita con sacamuelas el viernes a las tres". Incluso mazacote como es este monedero mío, no lo encuentro a veces y suspiro en el taxi desesperada. "Ya lo perdí". Pues no, desgraciadamente aparece siempre, estoy atada a él.

Llaves para abrir puertas. Las de mi casa, las de casa de mi madre, las de la casa de Galicia que, como un judío de Toledo, guardo por si vuelvo, las de otra casa en la que fui muy feliz y que tengo también por la misma razón. Y las de la oficina en la que ya no trabajo. En semejante maremagnum de llaves, malamente encuentro las que necesito. Se ríen las llaves sueltas, se desternillan todas en el mismo apartado del bolso donde duermen también varios pendrives, otro follón. ¿El rojo era el de Indra y el azul el de los Hermanos de San Juan de Dios? ¿Y éste? ¿Qué demonios puse en éste?

Facturas o extractos de banco que se pierden. Dejar siempre el iva y el irpf trimestral para el último momento. Procastinar -gran verbo- para prometerse, otra vez agobiada, que en el próximo trimestre no ocurrirá. Propósito de la enmienda tan infantil: "llevaré mis cuentas al día, sabré siempre lo que le debo a caja o caja me debe, guardaré todas las facturas y por su orden a medida que las emita o las soporte". Da igual. Cada trimestre ocurre lo mismo. Mañana intensa de intentar poner orden en el caos, viene el contable y yo con estos pelos. Pelos que vuelvo a tener exactamente tres meses después, otra vez.

Me paso la vida también llamando a amigos y familia, por eso necesito tanto del móvil o de un fijo. Hay que verse y lo hago, pero, si no es posible, tengo que saber qué ocurre con cada uno. Ahí sí que llevo una excelente contabilidad, casi al día, siempre hay caja, la tesorería marcha. Retrasos trimestrales creo que ni uno tengo, espero.

Me paso la vida enfadándome con mi madre. Siempre son demasiados los enfados que se pueden tener con una madre anciana. Te das cuenta que da igual que dijeras a las 8, que ella entendiera a las 6, que la volvieras a llamar para recordárselo y que volviera a entender lo que no es. ¿Y qué más da? A veces no sólo necesito un milagro en los ojos, sino también oír mejor, recordar, tener presente. No ella, yo.

Me paso la vida buscando cosas, ordenando en pocas hora mis papeles para caer en el más espantoso de los desórdenes de nuevo y vuelta a empezar, teniendo un cash flow de impresión en cuestión de afectos y amigos, y sabiendo, al final de cada enfado, que toda ternura es poca para quien rebasa los 80.

Y así se me pasa la vida.

lunes, 12 de enero de 2009

El calor de la vida II) La elegancia de la encina


Tras comer las migas, estupendas, y con un par de cafés entonados, siguen los matanceros con la labor. Tres mujeres limpian tripas, dan la vuelta a los intestinos. No paran.

El abuelo de Raquel tiene unos 84 años. Esta finca la compró él en los 70 tras trabajarla como arrendador. Así la tienen. Impecable. 250 hectáreas, más o menos, guarros y ovejas, no sé si las vacas que veo del otro lado son suyas. Todo el muro lo hizo él. El cortijo donde hoy estamos, y donde los muebles se han apartado para que se pueda trabajar dentro también, estaba ya en su día. Pero él construyo alrededor varias naves, las cochiqueras y otros edificios.

Cada vez que hablas con una persona mayor, es decir, por encima de los 80 años, te das cuenta de tu pobre vocabulario y de lo limitada también que es tu mirada, en tiempo y profundidad. En todo. Ha reunido varios troncos o rastrojos, ya no sé, y ha hecho otra candela y mientras la miramos le escucho.

Vuelan dos milanos, tres luego, por encima de nosotros, sus manchas blancas a los extremos y esa cola tan reconocible. El abuelo de Raquel vuelve a llevar otro tronco a la candela, no para. Ojos ya achinados, manos todavía fuertes y un dedo cortado en el extremo, su mujer para marzo hará un año que murió. "Tengo un huerto aquí, el bar no me gusta". Todos los días viene.

Salgo a andar, necesito pensar. Ha levantado algo el frío y se fundió la nieve con un sol espléndido, aunque sopla algo el aire. Camino sola. Veo a los guarros del otro lado del murete, se me quedan mirando y se alejan. Avefrías, aquí llamadas aguanieves, no está mal el cambio de nombre. Y un par de aguilas a lo lejos, creo que son.

No hay arbol como la encina. Silenciosa. Dicen que polvorienta. Pues será en verano, que ahora bien limpia está. Verde seco contra verde jóven. Pocas veces verás este campo así, me dicen luego Raquel y Mario. Muchos años, muchos, para que una encina se haga. Es especie lenta y segura.

Se yerge una encina con elegancia y sobriedad.

Luego me fijo en otra. Y en otra. Y en otra. Cada una tan singular. Con tantos años atrás.

Todas juntas y con la mano del hombre, que limpia y mantiene, forman ese paisaje domesticado que es la dehesa. Tan nuestra. Aunque esta finca no sea mía, es mía. El paisaje es de quienes lo contemplamos.

Me gusta el norte de España, Galicia especialmente. Adoro el sur de Irlanda, brezo, granito, mar y viento. Pero esta dehesa de Badahó -pronunciése con h y sin jota- te emociona. Más que la de Cáceres, que mira que me gusta.

Emprendo la vuelta al cortijo.

"Croinch, croinch, croinch", decenas de ruiditos de repente, muchos, tras el murete ¿Qué será? Me asomo y ahí estan, todos detrás, pero ahora ya no me tienen miedo o no me huelen: unos treinta guarros comiendo bellotas, hozando el suelo. Gozando.

Me dice Mario al llegar "casi te pierdes lo mejor". No, Mario, no, lo mejor está fuera. Se me saltan las lágrimas contándole mi paseo de apenas una hora y media. Joe, primero por el cerdo y luego por el paisaje, seré idiota.

El secreto ya está hecho: ese trozo de carne detrás de la paletilla, dentro del tocino.

No he probado nada más rico en mi vida procedente del cerdo, ni jamón quiero ya. Sólo secreto.

El calor de la vida I) Sangre y dormirse



Fui a la matanza a Barcarrota este fin de semana. Raquel, ex alumna y amiga me invitó. Salimos el viernes por la tarde. La carretera de Extremadura estaba en perfectas condiciones y dejamos atrás Madrid con su caos. Mario condujo todo el tiempo. Acostumbrada como estoy a ser la que lleva el coche, da gusto ir en la parte de atrás durmiendo y sin preocuparse de nada.

Llego al hotel Nautilus. El Rocamador no está lejos pero no puedo permitírmelo, otra vez será. Un frío helador en la habitación. No quiero dar la lata en ningún lado pero al cabo de una hora me doy cuenta que la calefacción no funciona y que no voy a poder dormir ni vestida. Me cambian la habitación. Ay, ay, el frío ya lo tengo dentro y me duermo a eso de las 3.

Mañana preciosa, la dehesa está nevada, caemos en la cuenta que ha debido de ser esta noche, porque ayer no había nieve. Raquel me presenta a su madre que con 57 años parece su hermana, suerte de piel y genes que ha heredado ella. Son las 8.30 y cuando llegamos ya han matado al primer guarro. Quedan cuatro. Conozco al padre de Raquel, a su abuelo, a varios de sus tíos, otros irán llegando. Dos matanceros, el encargado, otro más, que creo que trabaja aquí, David, el hermano mayor de Raquel, el cocinero y su hijo o sobrino, ya no me acuerdo. Y unos cuantos amigos.

Trabajo duro y muy intenso, cuatro o cinco hombres muy fuertes para empujar al guarro desde las cochiqueras a la puerta y allí tumbarlo. El animal chilla muchísimo, se me saltan las lágrimas. No debería verlo, pero quiero verlo.

Joé, claro que la vida mancha, pero un montón. Para que nos podamos comer un chorizo, este animal tan grande, hasta bonito -pues sí, un cerdo tiene su belleza-, y sobre todo con tantas ganas de vivir, muere. Y cmo toda muerte es una muerte violenta. Incluso las muertes que no son violentas lo son. No estamos hechos para ella.


"Sangre y dormirse"

Definición de mi sobrina, cuando no tenía cuatro años, de lo que era la muerte. Se lo preguntó su padre un día, creo que a raíz de la muerte de mi hermana, queríamos saber qué entendía la niña por muerte. Lo definió así, "sangre y dormirse", a veces sabemos más cuando no sabemos nada.

Derribado y agonizante el guarro, su sangre va cayendo sobre un barreño mientras dan vueltas para que no se coagule. Todavía chilla el animal, se mueve, a veces muere antes, bromean algunos, de un infarto. Bendito infarto.

Es tan parecido el guarro a nosotros -lo siento, lo veo así-, que te impresiona mucho más. Me acuerdo de "Sin Perdón" de Clint Eastwood, curiosa asociación de ideas. La duda de un pistolero antes de matar a un sólo hombre, una vida, quizás una mala vida. Pero vida.

A continuación, entre cuatro hombres o más -es peso muerto ya-, colocan al guarro en una especie de espalderas y con un soplillo le van quemando entero para que los pelos se puedan desprender. Lo "depilan" luego con cuchillo, sale fenomenal el pelo del animal.

Luego se traslada a otro lugar donde los matanceros lo abren en canal y lo van despiezando. Y entonces es cuando te das cuenta del calor que producimos, que somos.

La vida, incluso recién muerta, es calor.

Un inmenso calor que se desprende ahora del animal abierto de parte a parte. Es cierto que debemos de estar a menos dos grados y el contraste entre la temperatura de 37 o 38 grados del cuerpo y la del ambiente es más fuerte.

Un vaho cálido, un vapor constante que emana a medida que abren más la carne y la despiezan. Van rompiendo también huesos, suenan varios chasquidos, el de la cabeza y los pulmones, creo. La cara la cuelgan de una valla, luego el resto, en barreños las tripas, las otras carnes repartidas. El secreto, que nos vamos a comer esta misma mañana y que es la cosa más buena que yo he probado del cerdo. Todo ordenado, cada cosa en su sitio. Y la lengua que se lleva a analizar. Hasta que el veterinario no dé el visto bueno no podremos comer.

La carne despiezada todavía se mueve. Te impresiona. No estamos hechos para morir, ellos tampoco. Pero necesitamos de su carne. Somos carnívoros.

Salen las migas, no son más de las diez.

El calor de la vida, es también el olor de la piel quemada, más de quince personas sabiendo lo que hay que hacer y cómo hacerlo.
Y una candela dentro del cortijo y cuatro fuera, agua calentándose continuamente.
Agua que limpia todo.

viernes, 9 de enero de 2009

Vida perra. VI) Animales de costumbres


Buenas, señoras y señores. Aquí estoy otra vez.

Me miró esta tarde y me dijo: "Donde yo voy hoy, tú no puedes venir"

Jo, Ama, evangélica me suenas. Luego soltó una historia muy larga, larguísima, como Ella acostumbra, Vdes. saben, que también la aguantan. Resumida era: "Habrá mucha sangre, demasiados olores, estoy invitada y no puedo llevarte conmigo. Es la matanza, Olimpia".

Pues como no sea una matanza de osos polares, con la que está cayendo, no sé yo, Ama. Pero la dejé ir ilusionada con que la voy a echar de menos.

Un aire desvalido cuando cerró la puerta. Antes la miré tristísima mientras metía tres o cuatro cosas en una bolsa, ni dos minutos tardó. Puse esa cara de "¿te vas?". Me sale perfecta.

No hay nada como la literatura para mentir y como perra esa es mi literatura: el gesto.

La tengo engañada, en la gloria que me quedo.

Aquí en casa de su madre, con Josianne además. Mola un montón que te saque de paseo una mulata, dónde va a parar. Te hacen más caso en la calle. "¿Come carne esta perra?" Uno que intenta ligar, el pobre. No sabe dónde se mete. "Principalmente humana" contesta Josianne zumbona. Te está bien empleado, gracioso.

Estoy hecha a que me lleve mi ama a todas partes, casi.

En Misa me deja a la puerta con un mendigo. Me encantan, son todo olorcillos muy interesantes. A la salida soy la sensación de los parroquianos. De hecho ya saben que está dentro mi ama, porque me ven fuera. Como si fuera un converso todavía no bautizado, en el atrio que me quedo.

Suelo visitar las casas de familia y amigos. Soy como una señorita de compañía de las de antes. Da igual a la hora que vuelva Ella, ni que no haya un alma en el Boalo o en Madrid.

"Perro muy peligroso" está avisado en la puerta del jardín. Ladro todas las mañana y tardes por si acaso. Pegada a mi ama impongo, toda negra y colmillos.

Bueno, la verdad es que la echo un poquito de menos.

Duermo en su cama y vago por la casa, doy vueltas sin acabar de asentarme en un sitio.

Como perra que soy, no tengo sentido del tiempo.

Me da igual que salga una noche que dos días. Si no está, pues no está.

La echo bastante de menos.

Es la costumbre, saben, nada más.

Los perros y las personas somos animales de costumbres.