Bitácora de Aurora Pimentel Igea. Crónicas de la vida diaria, lecturas y cine, campo y lo que pasa. Relatos y cuentos de vez en cuando.

domingo, 25 de septiembre de 2022

Bien es bien

 -¿Cómo te parece el redondo?

Le pregunto a Gonzalo sobre la carne que estamos tomando

-Bien

Me contesta así mientras sigue comiendo. Me sienta, francamente, a cuerno quemado. Qué curioso esto.

Puede ser el tiempo o las ganas que pongo en cada comida que preparo. Pero puede ser también esa servidumbre que re-descubro de la mano de Sherry Turkle en su libro “El arte de la conversación” cuando cita la paradoja de la elección, la teoría de Barry Schwarzt. Vamos a ello.

****

Barry Schwarzt (resumo mucho esto) explica que nos dividimos entre “maximizadores” (optimizadores dicen otros) y “satisfizadores” (lo han traducido así, ya lo siento). Los primeros buscan la mejor alternativa, la mejor posibilidad. Serían, sólo en cierto modo, perfeccionistas. Los segundos no se detienen tanto en buscar “lo mejor”, suelen estar contentos con lo que se les ofrece e intentan maximizarlo.

Turkle menciona esta teoría para explicar cómo hoy el mundo digital nos hace desarrollar la psicología del maximizador, dado el amplísimo mundo de posibilidades que se nos ofrece a través de las pantallas.

Y lo aplica, en concreto, al contexto del ligoteo o las relaciones amorosas y cómo determinadas aplicaciones, así como la exposición propia y ajena continua, han ampliado la (supuesta) posibilidad de “encontrar alguien mejor”, lo que lleva al mariposeo, a una permanente insatisfacción y a una (agotadora) adolescencia.

*****

Más allá de la referencia a dicho ámbito, no menor, caigo en la cuenta de que frecuentemente y en diversos campos llego a pensar que un simple “bien” no es suficiente.

Tal ha sido mi caso ante el bien por “mi” redondo, para el que yo esperaba… ¿pero qué narices esperaba?, ¿una vuelta al ruedo? En fin. Soy hija de mi tiempo.

*****

Una primera explicación es que en general la aprobación ajena nos sea muy importante hoy. Otra que un simple bien ajeno o hasta propio –sí, también y sobre todo propio– no nos baste.

Voy a dejar la primera cuestión de momento fuera. Y me centro en la segunda.

 Efectivamente, hoy un bien no nos parece “bien”. Y si no, atención a las expresiones siguientes

¿Es guapa? Está bien…

¿Cómo lo pasasteis? Bien…

¿Cómo te salió el examen? Bien…

¿Qué te pareció el libro? Bien…

Un bien nos suena a menudo a poco. Nos suena insuficiente.

Pedimos, damos… y, lo más importante, esperamos de nosotros mismos… más de un bien en eso que hacemos porque ese escueto bien hoy es, chocantemente, como hacer de menos.

Es, por un lado, la sociedad de la hipérbole, el agotador hype, como lo es, a la vez, de la simple ceguera: no vemos todo el bien que hay en un bien. No lo reconocemos.

Un buen hombre es ya bueno. Una casa que está bien ya es algo para estar contenta. Escribí esto y está bien, sencillamente. ¡Qué bien! ¿no?  Y al redondo, o este vino, hay que darle un simple, estupendo, escueto y ya expresivo… bien, ¿cuál es el problema?

Estoy esperando las clases de Ética de este año. Confío que la excelencia y la virtud sean compatibles con un bien

De momento, por intuición y también por experiencia, creo que parte de nuestros males modernos provienen de no ver el bien, todo el bien, en todos esos (muchos) bienes que consideramos hoy insuficientes. En el necesitar o echar de menos un “entusiasmo indescriptible”, que diría un humorista español, un “esto es la repera” en y ante todo lo que acometemos. Insisto: no en la mirada de los demás siquiera, en nuestro propio ojo o juicio.

Por no encontrarnos con un simple bien, tal es nuestro miedo, a veces no hacemos algo: algo que vamos a hacer sencillamente bien, sin más. O no lo acabamos. O saltamos de una actividad a otra. O de una persona a otra. Sucede.

Es una mesa bien puesta. Es un artículo que está bien. La boda estuvo bien. Ese vestido te queda bien, sencillamente. Están bien esos zapatos que llevas. Es un político que está bien. Esto que has dicho o hecho está bien. Nuestra amistad está bien. Mi matrimonio está bien.

Bien está bienBien es bien. Y no es conformarse. Es no estar ciego ni ser un petardo adolescente.

lunes, 19 de septiembre de 2022

El cuidado ("Más acá de los Romances")

No conozco personalmente a Antonio Castillo Algarra, pero me habló de él uno de mis hermanos y empecé a seguirle en redes sociales hace años. Descubrí así la Asociación para la Libertad y las Artes Baltasar Carlos, interesantísima en sus actividades y, con ella, varias iniciativas culturales que promueven, entre otras, el teatro. Con lo que a mí me gusta el teatro.

Me perdí por diversas razones “Oro y Plata de Ramón” y la representación de “Más acá de los romances” en Alcalá de Henares hace unos meses, así que me propuse que, sin falta, este pasado sábado 17 iba a asistir sí o sí a la representación de “Más acá de los romances” en el Real Coliseo de Carlos III en San Lorenzo del Escorial.

Disfrutamos todo. Lo pasamos en grande. Me emocioné escuchando algunos de los romances que yo aún pude oír cantar en mi infancia a mi abuela. Sí: en los 60 todavía se cantaban en algunas casas, en los pueblos desde luego. Luego, en mi adolescencia, se los oímos a Joaquín Díaz, que tanto nos gustaba.

Me reí también con la obra: qué falta (nos) hace el humor fino (y qué bien puesto está en este caso).

Pero, sobre todo, me quedé admirada. Y muy agradecida.  “Qué belleza”. No pude menos que mandarle ese mensaje a Antonio nada más acabar la obra.

“Más acá de los romances” es “un retablo biográfico musical”, que así dice en el folleto, escrito por Antonio Castillo Algarra e Ignacio Rodulfo Hazen. Es el relato –pero sí, efectivamente un retablo, qué bonitos los retablos, por Dios de una doble historia de amor, la de Ramón Menéndez Pidal y María Goyri y la de su afán, su trabajo, el de ambos, por recuperar el Romancero.

Está contado inicialmente desde un Ramón ya anciano y viudo que habla con su hija Jimena. A partir de ahí hacia atrás, ocho actores elegantísimos, medidos, versátiles, con y en gracia en el pleno sentido de la palabra, texto, canciones, baile, todo ensamblado, hecho con cuidado, nos cuentan y cantan algunos romances y la historia de Ramón y María.

Mi agradecimiento y admiración por lo que han hecho For the fun of it junto a la Baltasar Carlos con “Más acá de los romances” es precisamente por el cuidado, que es el amor que se pone en algo.

Cuidar es ya mucho. Cuidar realmente lo es todo. Cuidar es a veces lo único y más importante que vamos a hacer en nuestra vida. Cuidar a una persona, cuidar una casa, cuidar de lo que se trate. Para sostener lo que sea hace falta cuidarlo. Y en este caso, sin solemnidad, sin grandilocuencia, como lo que es nuestra historia, nuestro legado, sin pretender, “reivindicar” nada. Sólo re-cordar –que es volver a pasar por el corazón–.  Cuidar y re-cordar.


La historia, la literatura, no se merecen petardeos ideológicos, creo que tampoco intelectualidades. Madredelamorbendito, la cantidad de petardos que hay de todo tipo con todo lo que (hay que, podemos) hacer. Y nada, que nos enredamos. En fin.

Finura de oído, de vista y de corazón. Admiración, asombro, reírse (también) encontrándonos a nosotros mismos en el pasado. Porque somos hijos y nietos del Romancero, como lo somos, en otro grado, de la Iliada.

¿Qué me gustó más? Es muy difícil decirlo. Dos cosas muy sencillas, como “pequeñas”: la recreación de Ramón y María andando por Castilla, el baile “de los arbolitos” (que me recordó todo el encanto del teatro escolar, y esto no es un desdoro, es toda una alabanza) y ese juego hombre-mujer, esa especie de reloj de dos caras, con motivo del romance de la doncella guerrera. Escenográficamente (como ocurre también con el vestuario) no puede estar más eso… cuidado. En fin, una gozada.

Coda:

Cuando empecé el Máster de Humanidades en la Francisco de Vitoria el año pasado el profesor Salvador Antuñano nos habló en la primera clase de la importancia de “el legado”: conocerlo, valorarlo, transmitirlo y, en la medida de nuestras posibilidades, acrecentarlo. El legado cultural, el español, el hispano, el occidental, en fin, varios. 

Más adelante, otra profesora, Victoria Hernández Ruiz, emocionada –como sólo puede hablar un buen profesor, apasionadamente de lo que ama nos contó del Romancero.

En otra clase el profesor Clemente López González nos explicó la ruptura de la cultura entre “baja” y “alta” que se produjo con la Ilustración en España.

Me he acordado de todos ellos, de lo muchísimo que les gustaría esta obra, así que les he escrito: profesor, no deje de ver esto, no puede perdérselo, por favor, vaya.

Ahora hace falta que teatros, ayuntamientos, no sé, universidades, a quien corresponda, lo incluyan en sus programaciones, porque “Más acá de los Romances” es un tesorito sobre un tesoro nuestro grande.  Un tesorito cuidado. Es mucho, de verdad, es muchísimo. Es lo más importante: cuidar algo. 

domingo, 11 de septiembre de 2022

Pobreza de España

Hace años en mi familia (extensa) teníamos un dicho: no hay como ser la (o el) pobre "oficial", ese o esa al que los demás compadecen siempre por su situación. Situación que puede llegar a ser un comodín -una palanca-... para algo. 

Y sí. Hay personas que son las pobres "oficiales" por algo. 

Bueno, en mi opinión somos todos bastante pobres siempre en general y por tramos. Pequeños, a veces miserables, dignos de compasión todos y en todo caso. No hay nadie que no sea pobre. 

Pero hay grados de pobreza. Y, sobre todo, hay grados de pudor al publicitarla. Y desde luego al utilizarla

Porque más allá de la misericordia y amabilidad que todo ser humano merece (porque somos todos pobres de solemnidad en cualquier caso), resulta que hoy el victimismo arrasa. 

El ir de víctima, el hacer un puñetero chantaje en muchos caso, el servirse... de lo que sea -fundamentalmente de dar pena por algo- para lograr algo. Fundamentalmente que te hagan (algo de) caso. 

Entre estos pobres, cuyo título sólo es comparable a la grandeza de España (así lo decíamos en casa con cierta guasa, fulanito tiene nivel, es "pobreza de España"), la "mosquita muerta con pobreza de España declarada" es un singular espécimen que merece párrafo aparte. 


No hay como ir de pobre damisela... enferma, abandonada o abrumada por no sé qué terribles pesos que el resto de la humanidad no soporta ni ha soportado... para que te hagan caso. 

Las mosquitas muertas han ejercido una atracción atávica y tradicional sobre el sexo opuesto. Hay caballeros aún, pero también caballeros que no se paran a pensar un poco, vamos, un rato. 

Las revistas femeninas, también gran parte del feminismo militante de reciente hornada, viven en gran medida de esto: en vez de esa espantosa palabra de "empoderar" a alguien  -darle un meneo y una palmada en el hombro, se dice en mi barrio- y decirle que pa´lante y que tú puedes, guapa (y ayudar, por supuesto),... pretenden que otras vivan con el eterno ay... Y sobre todo: del eterno ay. 

El eterno ay de cómo me salió este maromo...

El eterno ay de yo, que tengo esta enfermedad que no tiene nadie...

El eterno ay de que como tengo 50 años ya no intereso a nadie (profesional, afectivamente, rellene Vd. lo que crea oportuno)...

Pasa. 

Hay que tener cuidado siempre. Temple se llama. Sentido del humor también. 

La queja femenina es más antigua que la Tana. El diablo sabe bien lo que hace y cómo y a quién se lo hace. Y las mujeres somos distintas a los hombres. Esto de la víctima y la queja es muy nuestro, lo sé porque soy señora. 

A los 30. A los 40. Solteras y casadas. Viudas. Con hijos crecidos. Con hijos infantes. 

Negaos a tener ese titulo de pobreza militante. Negaos. 

Niégate a dar pena.  Mejor dicho: niégate a utilizar esa pena, no seas... mala. 

Tranquilas, todos somos dignos de dar pena por temporadas o a ratos. Todos. Todas. Pero NUNCA debe utilizarse eso como arma. 

Los pobres, los pobres de solemnidad, tienen la dignidad para aceptar (y pedir) que te echen una mano... y, a la vez, para no hacer nunca palanca con ella.

Y a las mosquitas muertas se les espanta, no dejas que te chupen la sangre. Se lo podría decir a varios, pero espero el encuentro personal con un vino por delante. 

sábado, 10 de septiembre de 2022

Sentido de la medida

Tengo querencia por algunos caracteres desmesurados, el de algunos santos, como Ignacio de Loyola, o algunos artistas inmensos. Pero fuera de la falta de la medida que es la santidad o la creación a veces, la mesura a mí me parece en líneas generales algo conveniente.

Vivimos en un hype continuo. Asumo hay que seleccionar con tiento la exposición a medios y redes. Porque hoy todo se saca de madre, da igual lo que sea.

Cuando quiero ver las últimas noticias, leo el Apocalipsis, creo que decía Chesterton. Qué razón tenía. 

Murió Isabel II, una oración por ella. Vale, bien. Entiendo que es noticia. Pero es como si no existiera nada más. 

Ni los 3 días de luto y el papanatismo de tantos medios patrios (madre de Dios, lo que hemos tenido que ver de conductores y tertulianos estos días, cuantísimo indocumentado tenemos), ni tampoco, por otro lado,  tanto imbécil tuitero a machamartillo con la pérfida Albión. Pero qué atajo de mezquinos y pequeños hay, como en los cuartos de baño de las carreteras, parece que hay que dejar escrito tu garabatito en la puerta. 

Hoy hay que ser no ya afín, hay que ser partidario a muerte de quien sea. 

El hooliganismo arrasa y con las personas es letal, destruye siempre. Ayusistas, olonistas, me es igual. Me tomo bastante en serio el (por otro lado un espanto de canción) "No adoréis a nadie más que a Él". Falibles todos, todos imperfectos. 

Hoy no basta con decir "me ha gustado esto tuyo" o "esto que ha hecho Z está muy bien hecho", hay que entrar en una espiral de halagos, adhesiones inquebrantables y, en otros casos, bombos mutuos que dan a menudo vergüenza. 

Me vuelvo a mi traducción y a estudiar el examen que tengo en breve. Porque yo no estoy para nada a salvo de esa falta de mesura. Y me temo. O se es medido, por don del Altísimo o virtud personal, mi admiración siempre, o es mejor estar a distancia y en silencio. Pues eso. 

domingo, 4 de septiembre de 2022

Trabajos de amor y un cielo estrellado

Con algunas películas del cine francés me siento conmovida. Hay un modo de mirar a las personas, al campo, a los objetos, que me encanta. 

Acabo de ver Le facteur Cheval, traducida como El palacio ideal, de Nils Tavernier, el hijo de Bertrand Tavernier, una historia delicadamente contada. 

No tuve duda alguna de que el protagonista, el cartero Cheval, era un hombre al que le podría pasar "algo" cuando su personaje, ante la vista de Laetitia Casta, no cae de rodillas. Esto, que parece una broma, no lo es. Además de un papel precioso y de ser una estupenda actriz esta mujer es descacharrante de guapa. 

La muerte en la época -la historia comienza en el siglo XIX y acaba en 1924- formaba parte de nuestra vida: muertes infantiles a miles; muertes habituales de madres, tanto viudo siempre. También la separación de hijos de sus padres era  abundante a edades relativamente tempranas. Así que ese modo de no reaccionar ante la desgracia en los primeros cinco minutos en que se nos presenta a Cheval no da muchas pistas iniciales. 

Todo el tiempo esta película me ha recordado a nuestro Justo de Mejorada del Campo y su catedral. Pude hablar con él en dos ocasiones y la sensación que tuve fue parecida a la que he tenido al ver Le facteur Cheval. 

Hay trabajos de amor que nadie entiende, que son inexplicables, incomunicables, vidas dedicadas a algo fuera de lo normal o esperable. Sí, posiblemente ayude tener algún tipo de rasgo que te haga inmune a lo que los demás digan para poder volcarse 33 años en una tarea que es un sinsentido a los ojos humanos. 

Además de una buena historia real de base, hay un guion finísimo y unos actores medidos y sólidos. Ver a Jacques Gamblín como el cartero Cheval  ya mayor es impresionante, cómo clava lo que es anciano ensimismado. 

Hay también un cielo estrellado y un padre y una hija hablando mirando a la estrella más brillante, Sirio, ahí en lo alto. El mismo cielo con las luces abajo y un baile con que se cierra la película. 

El palacio, como me ocurre con la catedral de Justo, es lo de menos, Dios me perdone. Bueno, personalmente a mí me espantan ambos, palacio y catedral, pero es que da igual. No va de resultados, va de seres místicos, tocados, de personas que viven no al margen, sino elevados. 

El difícil equilibrio de los árboles

Árboles enormes, gigantes, no árboles del otro lado del Atlántico o de bosque siquiera, árboles de aquí, de ciudad, ahí plantados, que han crecido mucho, que ahora dan sombra y fresco. 


Cuando bajo a Madrid y paso por el Museo del Prado siempre me quedo admirada y agradecida por todos esos árboles que alguien plantó, impresionantes ahora, auténticos gigantes a los que se ató, con muy buen juicio, la baronesa Thyssen hace años. Mi hermano y yo estamos de acuerdo en que Tita hizo fenomenal: no se podía talar esos árboles. 

Me acuerdo de Ideafix, el perrito de Óbelix, llorando cuando se corta un árbol. Yo soy igual, quitar un árbol sólo si no hay otro remedio. 

Sombra, fresco, automáticamente varios grados menos, verde que da descanso. En mitad de Castilla andando busco árboles. Hay encinas enormes, hay chopos que resisten mil embates, castaños de indias plantados en Ávila que, como en los del paseo del Prado de Madrid, son hoy gigantescos, aunque a medida de Ávila, más chiquitos, más de provincia, pero fantásticos. 


Luego están esos otros árboles de jardín que alguien plantó y has visto crecer, poco más que un palito y cuatro hojas y tienes ahora una sombra benéfica bajo la que sentarte. No una sombra  en nuestro caso "impresionante", pero sí una sombra muy agradable. Pero son muchos años los que cuesta conseguir una sombra de un árbol. 

En esto hay dos bandos a veces irreconciliables. Los del árbol que dé sombra, y los del jardín con césped y poco árbol, que entre el sol y corra el aire. Lo tengo muy visto en nuestra urbanización y en mi familia. Yo quiero árboles, pero necesito luz, y a veces es un poco complicado ese equilibrio entre la luz y sombra de los árboles. 

Mi marido es de los que plantó en nuestro jardín árboles -manzano, cerezo, ciruelo, membrillero, madroño y dos árboles del paraíso- y arbustos como el endrino, que no llegan a ser propiamente árboles. La mayoría de nuestros vecinos tiene muchos menos árboles, algunos ni uno, otros alguna encina que no cortaron cuando urbanizaron. Sus jardines son extensiones de césped o grava, limpitos siempre, impecables. El nuestro en cambio se llena de hojas, cuesta más "limpiarlo" y corre el riesgo de ser en exceso sombrío, lo que agradecemos en verano, pero contra lo que lucho porque necesito que entre luz en la casa y en especial en la cocina, donde paso muchas horas. 

Cuando llega el invierno, en diciembre, y hay que podar, llamo a los chicos, es demasiado trabajo para Gonzalo. "Sólo el seto, Aurora, los árboles no" me pide, el pobre. Pero al final acordamos que poden todo, y el árbol del paraíso de delante de la cocina más, porque crece tanto con el sol del sur, que me quita la luz en verano. Este año tuvo Gonzalo que podarle otra vez en julio porque no veíamos, y eso que le habían dejado corito, desnudo casi. 


sábado, 3 de septiembre de 2022

Levantar la casa

Son curiosas las expresiones que utilizamos. Levantar la casa, por ejemplo. Puede querer decir edificarla, pero también vaciarla de un modo rotundo. 

Esa relación especial que establecemos con la casa donde vivimos muestra uno de los aspectos más dolorosos cuando tenemos que levantarla, vaciarla, y no para mudarse. 

Las mudanzas tienen mucho de ansiedad, pero a menudo también de esperanza: la vida, qué cosa, resulta ser trasladable en parte de su "estructura" a otro lugar. En cambio, levantar la casa tiene algo de extinción, de liquidación, de corte rotundo, una tristeza honda y a veces inconsolable. 

Así ocurre cuando vendes la casa de tus padres. A veces, con suerte, puede quedársela un familiar. Y aunque a menudo habrá que vaciarla y repartir los muebles en su caso, al menos sabes que ese espacio seguirá perteneciendo a alguien que lo amó, que lo ama. Y tú podrás volver a él de vez en cuando. Tienes así una sensación de continuidad, un ancla arquitectónica, que es al fin y al cabo un ancla vital. No hay ese hachazo de levantar la casa. 

Una amiga que estuvo este verano en nuestra casa estaba en el trance de reparto de muebles o de ponerlos en venta antes de que su hermano se estableciera en la casa de sus padres, ambos fallecidos. Hablamos de la suerte de que alguien de la familia pudiera vivir en ese espacio. También de los muebles, movibles, que uno quisiera, ay, ver preferiblemente desperdigados en la casa de alguien conocido antes de poner la foto en un portal de segunda mano o tener que emprender las gestiones con alguna casa de subastas si son de cierto rango. 

Hablo con otra amiga que tuvo que levantar su casa y repartir muebles en varios sitios, una suerte de diáspora, antes de venirse al otro lado del charco, a España. Van a ver un piso nuevo estos días. Y está lógicamente ilusionada por la posibilidad de poder amueblarla esta vez a su gusto. Ha vivido en un piso de alquiler amueblado. Iremos a Astudillo a buscar telas. Le cuento las maravillas de esa tienda en la plaza. 

Poner una casa, qué alegría, es justo lo contrario que levantar una casa. Deberíamos tener siempre una casa que poner, da igual que no sea la propia, tener a alguien cercano que nos cuente sus planes para el cuarto de estar o si va a cambiar o no esa estantería, poder imaginar con alguien cómo quedará esto o aquello, si conviene o no cambiar esa mesa de lugar. Nunca se acaba de poner una casa. 

Ese pasillo largo, largo, de la casa en la película La familia de Ettore Scola. Esos garabatos a lápiz en un marco de una puerta señalando las alturas de los niños. O ese pequeño hueco que sólo tú conoces y donde te quedabas sentado mirando a las musarañas. La tapicería de toile de jouy verde con dibujos pastoriles donde te apoyabas para que te pinchara el practicante. 

¿Mudanza? Un nuevo párrafo. 

¿Levantar una casa? Cierras capítulo, quizás libro, y tienes que colocarlo en un estante. Y a veces no le encuentras sitio. 

¿Poner una casa? Estado mental envidiable.