Tras los pilares de anfitrión y huesped y la libertad de ambos, sigo ahondando. Sin libertad de las dos partes creo que no hay hospitalidad doméstica. Aunque continuo rumiando y tomando notas.
Junto a compartir mesa y mantel, lo que llaman comensalidad, y en su caso dar cobijo, descanso, a veces cama, la tercera C de la hospitalidad doméstica es la conversación en sentido amplio.
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Sin embargo, leyendo sobre las diversas tradiciones culturales, me quedo fascinada con costumbres japonesas, el llamado camino del té o chadó, del que escribe Pierre-François de Bethune en "La hospitalidad sagrada entre las religiones (Herder, 2009) (p.46)"Para que el encuentro transcurra en un clima de libertad-vacío, conviene también que el anfitrión y sus invitados renuncien a hablarse. Por el contrario, escuchan juntos, escuchan el sonido de los objetos de bambú o cerámica y, sobre todo, el zumbido del agua que hierve en el hervido (¿acaso no es el murmullo del viento en los pinos?).
No me parece mal esto, la verdad. Incluso creo que me atrae para momentos puntuales.
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¿Conversación o relato? ¿Contar algo uno... o dialogar varios?
Caigo en la cuenta de la doble posibilidad: la del relato de alguien y la de la conversación al compartir la mesa o, precisamente, en la sobre-mesa.
A menudo en las mesas familiares hay tanto jaleo, tanto ir y venir de platos, que es difícil hablar. O, también pasa que nos interrumpimos todo el rato. "O interrumpes o no dirás palabra" le decía un familiar mío a su entonces novia. Tenía toda la razón.
El otro día casi se nos atraganta un bebé sentado entre su madre y yo con una regañá que le dimos. Fue un minuto, nada.
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Contar historias, tusitalas fantásticos como hay, conozco varios. No de la palabra escrita, de la original, de la hablada. Y luego, buenos conversadores, que es otra especie. Aunque a veces coincidan ser un buen contador y un buen conversador.
El hábito de hablar-se en la mesa mientras se come, de no estar ahí sólo para alimentarse, sino como un momento de socialización, de intercambio, de saber, por ejemplo, cómo te ha ido el día, aunque sea una "small talk" que dicen los anglosajones, una pequeña charla más que una conversación, se perdió con la televisión o la radio de fondo. Ahora con el móvil que se consulta a ratos. No estamos.
Aunque se hable hoy mucho (y se escriba, ay), contamos peor y conversamos peor, creo. Digo esto generalizando.
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Es un arte saber contar cosas interesantes. Y es otro arte conversar. Ambos exigen trabajo. Y discutir bien, no pelearse, que es otra cosa, es otro arte.
A mí me espanta discutir y pienso que es un error. Es pelearse lo que hay que evitar.
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Decía mi madre, que era silenciosa, que era cómodo tener siempre a un hablador en casa, sólo había que escucharle.
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Interesantísimos los tomos de la vida privada de Arlés y Duby y lo que cuentan de la conversación en el siglo XVIII (y sé que presté el libro "La cultura de la conversación" de Craveri a alguien y lo he olvidado). Me encanta todo ese mundo de las societés y esos otros ámbitos de encuentro y conversación. El papel de la mujer fue clave.
Ya. A veces hablamos demasiado.
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Tertulias de amigos o familiares. Cafés interminables. A veces uno se cansa y prefiere darse una vuelta o hacer algo.
Pendiente leer más sobre la conversación y el hábito de contar (y escuchar) historias, relatos, como parte de la hospitalidad doméstica.
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Vuelvo a leer "El festin de Babette" y a ver la película. Y como a todo relato bueno, le veo nuevas capas, más hondura, más profundidad aún de la que recordaba. La que es acogida es la hospitalaria. Luz del norte y luz del sur. La misericordia y la verdad se han encontrado.
Y esa tortuga que me recuerda a la receta de la Marquesa de Parabere...
"Se cuelga la tortuga por las dos aletas de detrás: se le corta la cabeza y se deja que se desangre por espacio de quince o veinte horas. Ya desangrada se le coloca tripa arriba, se parte por en medio y se destripa, teniendo mucho cuidado de no reventar las tripas."