Bitácora de Aurora Pimentel Igea. Crónicas de la vida diaria, lecturas y cine, campo y lo que pasa. Relatos y cuentos de vez en cuando.

domingo, 4 de septiembre de 2022

El difícil equilibrio de los árboles

Árboles enormes, gigantes, no árboles del otro lado del Atlántico o de bosque siquiera, árboles de aquí, de ciudad, ahí plantados, que han crecido mucho, que ahora dan sombra y fresco. 


Cuando bajo a Madrid y paso por el Museo del Prado siempre me quedo admirada y agradecida por todos esos árboles que alguien plantó, impresionantes ahora, auténticos gigantes a los que se ató, con muy buen juicio, la baronesa Thyssen hace años. Mi hermano y yo estamos de acuerdo en que Tita hizo fenomenal: no se podía talar esos árboles. 

Me acuerdo de Ideafix, el perrito de Óbelix, llorando cuando se corta un árbol. Yo soy igual, quitar un árbol sólo si no hay otro remedio. 

Sombra, fresco, automáticamente varios grados menos, verde que da descanso. En mitad de Castilla andando busco árboles. Hay encinas enormes, hay chopos que resisten mil embates, castaños de indias plantados en Ávila que, como en los del paseo del Prado de Madrid, son hoy gigantescos, aunque a medida de Ávila, más chiquitos, más de provincia, pero fantásticos. 


Luego están esos otros árboles de jardín que alguien plantó y has visto crecer, poco más que un palito y cuatro hojas y tienes ahora una sombra benéfica bajo la que sentarte. No una sombra  en nuestro caso "impresionante", pero sí una sombra muy agradable. Pero son muchos años los que cuesta conseguir una sombra de un árbol. 

En esto hay dos bandos a veces irreconciliables. Los del árbol que dé sombra, y los del jardín con césped y poco árbol, que entre el sol y corra el aire. Lo tengo muy visto en nuestra urbanización y en mi familia. Yo quiero árboles, pero necesito luz, y a veces es un poco complicado ese equilibrio entre la luz y sombra de los árboles. 

Mi marido es de los que plantó en nuestro jardín árboles -manzano, cerezo, ciruelo, membrillero, madroño y dos árboles del paraíso- y arbustos como el endrino, que no llegan a ser propiamente árboles. La mayoría de nuestros vecinos tiene muchos menos árboles, algunos ni uno, otros alguna encina que no cortaron cuando urbanizaron. Sus jardines son extensiones de césped o grava, limpitos siempre, impecables. El nuestro en cambio se llena de hojas, cuesta más "limpiarlo" y corre el riesgo de ser en exceso sombrío, lo que agradecemos en verano, pero contra lo que lucho porque necesito que entre luz en la casa y en especial en la cocina, donde paso muchas horas. 

Cuando llega el invierno, en diciembre, y hay que podar, llamo a los chicos, es demasiado trabajo para Gonzalo. "Sólo el seto, Aurora, los árboles no" me pide, el pobre. Pero al final acordamos que poden todo, y el árbol del paraíso de delante de la cocina más, porque crece tanto con el sol del sur, que me quita la luz en verano. Este año tuvo Gonzalo que podarle otra vez en julio porque no veíamos, y eso que le habían dejado corito, desnudo casi. 


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