Es un privilegio entrar en casa de alguien siempre. Y así lo tengo, por privilegio.
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Subimos a casa de I., su piso soleado, la luz entrando con toda su fuerza. Y él con su andador y esos ojos traviesos. "Creía que no veníais ya..."
Y allí en el aparador su altarcito con las pequeñas esculturas de la Virgen y santos junto a las fotos de la familia.
Rezamos tras la comunión "Alma de Cristo"... que no me sé entera y sólo si la dice alguien conmigo me sale.
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L. nos espera leyendo con su chaqueta de punto impecable sentado al lado de la camilla. En la cocina el puchero con su gorjeo, la suerte de tener alguien que te cuida, la casa reluciente.
Comulga y se queda en silencio. "Alma de Cristo"...
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Fuimos a casa de D., estuvo enferma. En su dormitorio tiene un espejo como las actrices los tenían en los camerinos de antes: todo estampas de santos, vírgenes y el corazón de Jesús y el de María metidas en el marco.
Se lo digo y nos reímos. "Parece el espejo de Nati Mistral". Antes actrices y hasta vedettes, por mucho que enseñaran la pierna, eran muy creyentes.
En una pequeña mesa el libro de la liturgia de las horas abierto.
"Yo nunca estoy sola, Aurora, Dios está conmigo siempre."
Y es así. Donde está D., donde va D., Dios está siempre. Por eso hay que tenerla cerca.
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D. es la primera persona que nos ha invitado a comer a su casa tras doce años viviendo yo en Ávila. Mi llorada Teresa fue la primera que me dijo que fuera a su casa a tomar el aperitivo, cómo no voy a echarla tantísimo de menos.
Esta ciudad es así, hay que aceptarlo, pero no dejar que te "pueda": que vivan en un castillo otros, que pongan la muralla ellos.
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Lo dicho. Entrar en una casa ajena es un privilegio siempre. Y también que quieran compartir contigo mesa, un vino, un café, lo que sea.
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