Diría casi ese sagrado que va más allá incluso de los credos que yo conozco.
En lo sagrado hay algo profundamente humano, ni siquiera de un dios o de Dios, póngase como cada uno crea.
Sagrada es la conciencia y por eso hay que entrar descalza hasta en la propia, no digamos ya en la ajena. Hay personas que por un tema de conciencia sin volver la vista atrás y con un par se lían la manta a la cabeza o justo todo lo contrario, cuando sería mucho más cómodo en todos los sentidos hacer oídos sordos a ésta. “Entre el Papa y la conciencia, elijo la conciencia” dijo el cardinal Newman. Yo sólo sé que la conciencia es un espacio, un lugar interno, donde hay que descalzarse, ir con una delicadeza extrema para saber realmente dónde te arde la llama esa que no se consume de la que hablaba Moisés y donde lo que hay son otras cosas, conveniencia, comodidad, etc., no sé si me explico.
Sagrada es también la naturaleza. Estos días debatíamos en el blog de Cotta al respecto. Creo que la naturaleza es sagrada, otra cosa es que tengamos que alimentarnos, obtener la energía que es la clave del desarrollo, que cada vez que encendemos la luz, pescamos un pez o le abrimos un tajo a la tierra haya un impacto medioambiental, hagamos sangre de alguna manera, ya lo escribí a propósito de Palin. Cuando voy a la matanza miro con respeto no sólo a los matanceros y la gente que sabe qué hay que hacer y cómo hacerlo, miro con respeto hasta al cerdo gracias al cual me alimentaré yo y muchos más (y si es de Barcarrota, divinamente). Hay algo de sagrado en lo que nos proporciona alimento y tiene vida.
No creo en nuestra inocencia ni en la imagen idílica ni posible del buen salvaje, tampoco en la de que somos malvados per se, todos y todo el tiempo. Pero otra cosa, muy distinta, es que crea que esto está a nuestra disposición sin cortapisas, que podamos arrasar con todo. Y no solo por los recursos, que serán ilimitados pero no infinitos, es algo más: la sombra, el rastro de vida o la evidente vida, tan plural, tan impresionante siempre, la nave tierra, dicen algo de sagrado que no debemos despreciar, que tenemos que respetar de alguna manera. No sólo en sentido utilitarista (para poderla explotar a más largo plazo, qué horror), es otra cosa también: hay algo muy sagrado en la naturaleza. No somos sus dueños de ninguna manera, como no somos dueños de nada, realmente de nada. Si uno sale al campo sabe que aquello no le pertenece ni aunque sea su propia finca.
No voy a insistir en otra cosa sagrada como es la vida humana, hoy despreciada. Bueno, siempre lo ha sido de alguna manera. He escrito lo suficiente, creo, sobre el aborto. Pero desde luego una vida humana es sagrada siempre. Y yo, que no he estado embarazada en mi vida, siento una verdadera reverencia (me da igual si suena cursi) ante las personas que son madres (y padres). No envidia, tampoco me considero peor, pero no es lo mismo. No por llevar a un niño 9 meses dentro –hay madres no biológicas tan madres como las biológicas-, sino porque acunar, custodiar, educar, alimentar, animar, perdonar y aguantar y muchos más “ar”, “er” o “ir” es algo que no tiene comparación con absolutamente nada. Nada es comparable a la maternidad ni a la paternidad. No solo la vida es sagrada, también lo es la paternidad y la maternidad entendidas como donación para toda la vida, eso sí que es eterno. Insisto: no me considero menos, pero no es lo mismo. Cada uno tendremos aquello con lo que daremos más fruto, santa paz.
Hay más territorios sagrados, espacios, tiempos. La siesta es un tiempo sagrado y no de va coña esto, lo saben bien mis sobrinos que como me armen jaleo después de comer en casa los cuelgo de los pulgares.
Por cierto, otro ámbito sagrado: la infancia. Los niños son sagrados, no en el sentido de ineducables o intocables, sino en el sentido de que hay que respetar sus tiempos y protegerles con la propia vida –aunque no sean tuyos- de esa mierda tan variada que nos rodea y que les amenaza en convertirles antes del tiempo debido en Britney Spears o cosas peores. “Cambio un polvo por un hada” titulaba la situación actual no sé qué bloguero, razón tenía. Hay muchos intereses, muchos -de sinvergüenzas, empresas, individuos, lo que sea- en quemar la infancia, en robarle ese sentido sagrado que tiene, la edad no sé si de la inocencia, pero de otros tiempos, ritmos, temas, de una mirada propia, la suya, que hay que preservar. Hay que protegerles también de nosotros mismos, de nuestras miserias, siempre que sea posible, desde luego si de mi depende no ven determinadas cosas ni oyen determinadas conversaciones, tampoco les expongo a otras cosas, no. Conmigo, no.
Del mismo modo la ancianidad tiene algo de sagrado, de honorable, también lo hemos olvidado y hemos hecho de ella algo innombrable o ridículo en vez de sagrado. Como la muerte, era y es sagrada, no un tema del que no hablar, es eso, sagrado, pero no un tabú, son dos cosas distintas y las equivocamos.
Hay un último terreno que creo que es sagrado, aunque ya sé que no se lleva y que esto puede mover a la sonrisa o hasta la risa, cosa buenísima por otra parte.
El matrimonio, las parejas –a estos efectos es lo mismo- pueden ser todavía un terreno sagrado para algunas personas, no digo ya si hay niños de por medio: doblemente sagrado. Líbreme Dios de, habiendo dicho lo que he dicho más arriba –la sacralidad de la conciencia, de todas las conciencias- vaya a valorar comportamientos de terceros, de ninguna manera. Pero sí voy a decir, al hilo de cierta discusión en otro blog, que precisamente porque es un terreno sagrado el matrimonio, "la castidad" tiene un sentido de virtud.
Sí, he escrito "castidad", aunque suene raro, antiguo, incomprensible: me es igual.
Para una persona casada será un tema de fidelidad primero quizás, pero para el que vuela libre como un pájaro no es cuestión de fidelidad –no se tiene otro compromiso-, sino de castidad. Una virtud que lleva a moderar el propio goce, en este caso a abstenerse totalmente, y no por un tema de áscesis, porque se sea mojigato o insensible o no se tenga valor, o porque a los curas o a la iglesia, que ya se sabe que tienen todos muy mala idea y, como ellos no, pues los demás tampoco o muy reglamentado todo, se les haya ocurrido reunidos todos en cónclave antisexo.
Para áscesis se puede hacer yoga o cosas bastante mejores, la sensibilidad y el goce suelen estar en perfecto estado, el valor a algunas personas les puede hasta sobrar en todos los sentidos, y los curas o la iglesia, de verdad, vamos a dejarles de lado. Créanme si digo que a la hora de la verdad se puede no pensar en absoluto en el Santo Padre echándote al fuego de los infiernos, sino en otra cosa más cercana y hasta más honda, más cierta.
Es algo todavía más profundo, más de dentro, más ¿humano? La castidad es algo humano, espero las risas o las sonrisas de condescendencia, toda virtud tiene algo de sentido del humor, sin él estamos perdidos, y esta virtud no es una excepción, provoca sonrisas y risas, es bueno que lo haga.
Se deriva esa castidad de la justicia, del respeto, de la prudencia, de la fortaleza: todo ello hace que a alguien se le ocurra que tiene un sentido respetar ese suelo sagrado de otros, aunque ni siquiera sea el propio, el que uno ha labrado. ¿Que otros entran o se pasean, hasta en el propio, con botas Doctor Martens? Ellos sabrán qué hacen, otros siempre descalzos al bordear suelo sagrado, ni siquiera al entrar: al aproximarte.
Incluso sucede que se puede pensar que ese sagrado y esa castidad convergen además, curiosamente, mira que son ya ganas de fastidiar, en la denominada regla de oro del "no hagas a los (las) demás lo que a ti no te gustaría que te hiciesen", lo cual puede ayudar un poco para mirarse por las mañanas en el espejo y seguir encontrando siempre al miserable que la condición humana impone, pero no a un o una canalla. Y facilitar en su caso el maquillaje y el arreglo personal después, bastante más que el mejor cosmético, aunque de esto no hablen las revistas femeninas, una pena. Al final es una cuestión hasta estética, no solo moral: porque es feo, poco delicado entrar en suelos sagrados sin descalzarse, como elefantes en una cacharreria, envejece además un montón.
Por supuesto que porque todos somos humanos se puede tropezar no una sino doscientas veces en una piedra hasta ya conocida. Pero, por Dios, al menos con conciencia -y consciencia- anterior, durante o posterior de que aquello que se está haciendo no está bien, es feíto: no vamos a negar la mayor por nuestras debilidades personales que pueden tener hasta su encanto. La verdad puede ser la verdad la diga Agamenon o hasta el porquero de la propia conciencia. O incluso esa institución tan denostada, risible, antigua y ya superadísima: la iglesia. Joé, la iglesia puede tener hasta razón y decir simplemente la verdad, una verdad realmente incómoda, porque fastidia un poco que te digan que no está bien tener relaciones con un señor casado. Pero vamos, lo dicho, sobra la iglesia, con ver el suelo sagrado basta, no hace falta más, de verdad, nada más.
Uf, he mezclado primero la conciencia con la naturaleza, luego con la vida, los niños, la siesta, la ancianidad y la muerte, la paternidad y la maternidad y, pa'rematar, con el matrimonio, todo sagrado. Lo peor es que me tomé un Ribera de Duero al empezar a escribir esta entrada y luego un Rueda frío porque hacía calor, y claro, conviene no mezclar, es malo para la escritura y para todo.
Parece que no hay hilo, pero lo hay: pisamos o bordeamos suelo sagrado todos los santos días y a veces podemos no daranos ni cuenta de que ahí está la zarza esa que no se consume, es impresionante, no se consume.
El fuego que arde ahí está, constante, guardando algo importante que sobrepasa a algunos: sagrado.
Luego hay más terrenos sagrados pero totalmente secundarios, por ejemplo, el dinero del contribuyente que debería ser sagrado también, ay. O hasta el de la empresa, que porque pague ella no te vas a llevar los folios a casa.