martes, 18 de agosto de 2009

Médico de pueblo


Vivir en un pueblo tiene estas cosas. Es un pequeño universo donde la enfermedad es más evidente. Veo a Matías en el bar, es el borracho del lugar, el que mueve a la risa con su bamboleo y su hablar entrecortado. Como no molesta mucho, los vecinos le toleran y hasta le jalean. Su enfermedad no va con ellos y les resulta incluso graciosa. Rara vez viene Matías a mi consulta. Su alcoholismo le dejó trabajar y vivir bien durante años. Ha ido lentamente instalándose sin síntomas apenas, sólo ahora empieza a pasarle factura en su soledad de cuarenta años. Yo lo sé pero poco puedo hacer. Le abrazo en el bar y hago que coma algo caliente.

Ser médico de pueblo tiene estas cosas. Sabes que tu medicina es limitada, aunque tus vecinos tengan a veces una fe inquebrantable y casi inexplicable en ti. Soy el doctor y como en otras fuerzas vivas se confía en mis poderes de modo a veces infantil. Algunos buscan la pastilla de oro, el tratamiento mágico y fácil que les curará de sus dolencias, la sabiduría de un diagnóstico certero bajo nombres incomprensibles. Cuanto más incomprensibles más les gustan, es curioso. Ellos mismos se buscan a veces unos nombres inventados para lo que tienen. Yo sonrío y no corrijo. Y los remedios: a veces también se los buscan a cada cual más raro: "el agua por la mañana bebida en ayunas encomendándose a San Expedito". Les dejo hacer.

Vienen otras veces como en procesión a mi consulta con pretensiones chocantes, sin poderse explicar a menudo. "Doctor, que tengo un dolor como por aquí que me sube y que me baja entre las cuatro y las seis de la tarde los primeros viernes de mes..." Es María que se vuelve a señalar la cadera. Le pregunto lo evidente "Pero, hija mía, ¿tú cargas con mucho peso?" "Pues ahora que caigo, un poco...". Decir lo sencillo es a veces lo que no se puede decir. Cargar con el saco de pienso de los cerdos es la lógica causa de la dolencia. Pero ella quiere la pastillita milagrosa que le hará enfrentarse al dolor con seguridad mientras sigue cargando el pienso. Dejarlo nunca jamás. Para ella es imposible, no puede imaginar su vida sin ese fardo, el ir y venir del corral y al corral, los pies sucios y agotada con tanto trajín. Se ha acostumbrado casi hasta al dolor aunque sea molesto.

Ser médico de pueblo tiene estas cosas. Sabes que todos tus vecinos están enfermos, que son enfermos. Incluso los que piensan que no lo están. Conoces sus antecedentes familiares y has trazado su historial clínico desde hace tiempo, vengan o no a tu consulta. No hay enfermedades sino enfermos, qué gran verdad. La humanidad son enfermos de gripe, cáncer, reumatismo, obesidad y, ahora, anorexia. Enfermos con pulmonías en invierno, úlceras de estómago en primavera y muchas otras dolencias ocultas, conocidas y desconocidas. Algunas se hacen crónicas. Por todos siento la misma compasión, por los que se pasan por mi consulta y por los que me saludan con miedo en la calle, esos que piensan que el médico cuanto más lejos mejor.
Siento una ternura especial por quienes cuidan de su salud, temerosos de los malos vientos, de las bacterias o virus: no saben que cualquier día se los lleva por delante una enfermedad desconocida, tan expuestos están como los demás. Ser hombre es estar enfermo.

Ser médico de pueblo tiene estas cosas. Vino el otro día Pablo, buen hombre, le notaba triste y muy desmejorado los últimos meses. Me lo encontré el miércoles en el mercado y le anime a visitarme. Vencí su natural timidez y resistencia con afecto y bromas. Hay hombres que no van al médico ni aún los maten. Se quitó la camisa sin ganas y como con miedo todavía, lo ausculté con calma. Hablamos un rato.
Al irse me preguntó Ana, mi enfermera "¿Qué le ocurre a Pablo?"
"Nada que no hayamos visto, Ana, otra forma de mal de amores", contesté.
Sonrió Ana.
Podría haberle dicho a Pablo que no buscara con tanto ahinco en el lugar equivocado, una y otra vez. Pero soy médico de pueblo y sé que no servirá de nada. Se le pasará.
Estoy para curar y, cuando no puedo, que es la mayoría de las veces, simplemente acojo.
Ahí va Pablo, el corazón roto de parte a parte, abierta la carne y a la intemperie. Sólo mi enfermera Ana y yo lo podemos ver.

(Entrada ya publicada el 19 de marzo de 2009, día del padre. Perdón, pero es que hoy no tengo tiempo para escribir en el blog, estoy dale que dale a la novela y no puedo perder el ritmo. Varias vacas mugen en el campo vecino, deben de estar pariendo las pobres)

4 comentarios:

  1. Me encanta este post, Aurora. Estoy ahí... en el otro lado. Estos días no puedo seguir el ritmo vertiginosos que llevas... Cualquier rato te leo de una atacada.

    Pasaba por aquí y quería aludarte.
    Besos

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  2. Pues aunque sea un bis ya viene bien, porque en su día se me pasó y es francamente precioso ... y muy real. Así me gusta, haciendo la competencia a Delibes.

    Un abrazo.

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  3. No hay nada como el ruido de los animales para inspirarse escribiendo, Aurora. La entrada es un bonito homenaje a los médicos rurales. Yo siempre los he admirado, eran gente con vocación auténtica, nada interesadosa por el dinero.

    Que sigas disfrutando del campo, auque a ver si pasa el calor...

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  4. Gracias, Sunsi, ya nos queda menos ;-) Hasta mañana ¿eh?, y sin falta...

    Modestino, vaya halago, qué majo eres.

    José Miguel, salvo los ladridos de Olimpia cuando se pone pesada, Razón tienes respecto a esos médicos, algunos en los pueblos eran -son- como Dios, hacen lo que pueden y dejan hacer también ;-), por eso me gusta vivir todo el año en el campo, cerca de un pueblo.

    Un abrazo a todos, gracias por estar, por leer y comentar, da ánimos.

    Hala, a seguir.

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