martes, 13 de octubre de 2020

Lo que nadie ve

Hace unos diez años me dio clases de escritura José Julio Perlado, gran profesor y estupendo escritor, su blog es de lo mejor (y además está publicando ahí algo muy interesante, más allá de toda la parte de crítica cultural que es de lo mejor que hay). 

Las aproveché mal, pero en fin, algo quedará.

De las cosas que más me impresionaron fue lo que JJ contaba sobre lo oculto al escribir. Sobre todo lo que uno debe saber cuando escribe pero no muestra, no enseña, está ahí, debajo. 

Son las costuras, los remates que no se ven al leer, pero que sostienen un relato, pero también mucha "información", aunque "información" no es la palabra, que quien escribe sabe sobre la historia, sobre los personajes. 

Tienes que saber 100 de un personaje para mostrar luego 20, porque no se puede decir todo de nadie y sería un peñazo, además, interminable. 

Tienes que escribir sabiendo mucho más de lo que muestras, y lo que muestras sólo mostrarlo en cuanto esencial para el relato, el momento, etc. Un trabajo de cabeza bastante agotador, vaya. 

Años más tarde, al ir a clase de guion me enseñaron también lo que llamaban ha pasado tanto tiempo que no sé si ha cambiado la biblia, algo que cuenta mucho sobre personajes y la historia pero no es el guion. Ahí te explayas explicando el cómo, por qué y cuándo y detalles que no van a salir de muchos personajes, pero que tú los "tienes" que saber. Luego aquello puede no salir en ningún episodio, o en la película, pero tú escribes luego el guion sabiéndolo, teniendo en tu cabeza muy armado el personaje. 

Saber y no decir, no contar todo, es importante. Y cortar, todo el tiempo eliminando, estará sin estar. El iceberg flotando. 

(Foto Tip of the Iceberg, de  Carl Braun)



viernes, 9 de octubre de 2020

Desconfiar del entusiasmo


Con algunos errores de edición que a la autora le habrían puesto de los nervios (afortunadamente sólo en las primeras páginas), "La palabra escrita" de Mercedes Salisachs es una maravilla, ya se lo he dicho a alguna amiga que escribe. 

Trabajadora, paciente, una escritora con mucha cabeza y que desconfiaba del entusiasmo, Salisachs ofrece algunas orientaciones que creo que son muy útiles, y no sólo para novelistas, sino para escribir ficción en cualquier formato. 

Copio algunos párrafos. 

"Un relato lineal y capacitado para interesar precisa (aparte de una gran dosis de paciencia por parte del autor) un estudio exhaustivo de cada frase, de cada idea, de cada metáfora, de cada secuencia y de infinidad de objetivos capaces de conseguir ese "todo" que convierte la obra en una narración correcta.

También exige dejar "la prisa" a un lado y saber que "las cien primeras páginas" nunca son enteramente válidas" (al menos eso es lo que a mí me ocurre cuando empiezo un libro). En ellas siempre faltará algo, o sobrará algo o quizá nada de lo que se ha escrito puede ser aprovechable". 

"La facilidad es el peor enemigo del novelista. (Salvo en autores extraordinarios como por ejemplo el caso de Simenon.)"

"El novelista debe escribir con la cabeza como si escribiera con el corazón, pero jamás debe escribir con el corazón como si escribiera con la cabeza. Por algo a los escritores nos llaman intelectuales y no cordiales."

"Para escribir no hay que apoyarse en lo que sentimos, sino en lo que "pueden sentir los demás", en comprender las razones de los otros y en situarse de un modo neutral en las peripecias buenas, malas o regulares de todas las tendencias humanas."

"Pero, sobre todo, lo que jamás debe ocurrir es que el personaje en cuestión hable como "el autor". Es decir, lo que importa es que el autor se mantenga al margen de sus criterios y no se meta en la piel del personaje."




viernes, 2 de octubre de 2020

Manías

Hay bebés maniáticos. Recuerdo ahora mismo a un sobrino segundo protestando como un verraco porque se había manchado levemente el babero y no podía seguir su madre alimentándole con la cuchara hasta que no le cambiase la prenda, el muy zuavo.

Pese al interesante caso (digno de estudio en los anales de la historia de la más escrupulosa higiene a edades muy tempranas), tengo la cruel idea de que es la edad la que puede contribuir a hacernos (más en algunos casos) maniáticos. 

Algunas rutinas diarias pueden desembocar en manías. Recuerdo las 4 galletas María diarias de alguien también de mi familia. Siempre 4, no 3, y siempre María, no otras. Y así se murió, podríamos decir que mojando en café con leche esas 4 galletas María de su desayuno diario. Sí, más rutina que manía, claro. Las rutinas nos dan cierta seguridad y orden, benditas sean.  

Yo no tengo rutinas casi, pero sí manías bobas. Entre las que más vergüenza me dan están las literarias que quiero quitarme. Porque me pierdo, seguro, cosas buenas. Y no están los tiempos para perderse nada bueno si uno lo tiene al alcance...y resulta que por maniática -e idiota, sobre todo idiota- vas y te las pierdes. 

Consulto a alguien que me ofrece confianza. 

Sí, le confieso, tengo cierta manía a Z porque me parece que cobardea por artículos que le he leído y por genética o por lo que sea me cuesta horrores la cobardía (señal de que yo en mí tengo algo de cobarde). 

Tengo manía a otro más, aunque ya le he leído algo, porque -juzgo, mal-  de ser buena persona me parece que llega a hacer literatura, es como un personaje medido y alicatado, cosa que no aguanto (otra mala señal, me temo, prefiero no indagar mucho en ello). 

Me las voy a quitar con un curso de introducción en uno y avanzado en otro en cuanto acabe un par de cosas, a ver si puedo este invierno. 

Por cierto, el bebé aquel que montaba la de no te menees por una mancha de potito mínima en el babero (y cuya madre era una santa, razón que quizás explique la segunda parte de esta frase, -y por Dios, desde luego, que es el que llama- ) fue ordenado sacerdote hace unos años. Aquel bebé maniático y llorón, con todos mis respetos, insoportable. Dios es grande. 


lunes, 14 de septiembre de 2020

Las chicas de la facultad de al lado

Me manda un amigo esto de Pablo Malo y me quedo rumiándolo.  Me dice otro amigo al leerlo que la moral woke no es moral, sino moralina, que no confundamos. 

Acabo un libro que he leído con cariño, no estamos para apedrearnos (yo, por lo menos, no). 

Releo esto otro de Contreras Espuny, una de mis alegrías. Contreras cuenta con risas algo que ya me decía un amigo vallisoletano hace días. No hace falta ser escéptico ni cínico, pero sí moderarse en expectativas... y en desilusiones. Aquí Rocío Solís lo escribe más claro. 

Que el nivel general ha bajado lo sabe cualquiera. Todo hoy se ha impregnado del lenguaje ese "al hilo de los tiempos", explícalo en 10 minutos como si de una charla TED se tratara, automotivación rala, recetas -recetitas- que provienen de ese modo de mirar yanqui, esos "haga amigos", "tenga éxito", "haga que le pasen cosas buenas", en fin, la lista es larga. 

Es posible que ya las nuevas generaciones no entiendan nada si no se presenta así. Lo sé. Tengo un familiar al que le han regalado una tarjeta de adopción de un oso polar ártico tras dejar un trabajo. Así que así estamos. 

La buena voluntad y los buenos sentimientos son importantes, pero con ambos a veces se han hecho las peores barbaridades. En otros casos, simples castillos de naipes. Y, sí, en otros, muchas cosas buenas. 

Pero es que el We are the world, we are the children ha permeado en todos los ámbitos, y aún peor, el Imagine, ese espanto. 

El mundo sigue adelante porque (mierda, me vuelve a salir esto, no es porque...) y hay muchas mujeres y hombres buenos que hacen cosas buenas todos los días, eso está claro. Creyentes y no creyentes, de todas clases. Y es verdad que hay que poner el foco en ello, ya bastante noche hay. 

Creo, sin embargo, que a veces nos pueden sobrar ingenuidades y discursos del tipo "cambiar el mundo" (o sea, a mí, para empezar, me sobran los ODS, por poner un ejemplo, que me parecen un espanto por cursis y por cosas bastante más graves). Y más. Serpientes y palomas.

Me estoy acordando de alguien que quería ligar con chicas que no pretendieran cambiar el mundo y se iba al bar de la facultad de al lado donde estaban las menos concienciadas. 

Lo terrible es que una puede ser un poco así también, cree que puede cambiar algo y se deprime cuando ve lo que considera una debacle, un tsunami. Grandielocuencia se llama. Pretenciosidad. Vanidad. Y, muy especialmente, ser boba. Por eso también vienen los bajones (hay de todo, pero también pasa). 

Fue en los años 70 (que sí, que ya sé que la cosa viene de antes) cuando alguna gente sensata en España empezó a confiarlo demasiado al hacer, como los yanquis. Lo escribí en este relato corto. Nuestros abuelos eran más sabios. 

Las herejías vuelven y se revisten. Nada nuevo pasa. Pero en fin, doctores y personas buenas y sabias ya hay. 

El mundo sigue adelante por la Cruz que lo sostiene. Es un misterio muy grande. 


viernes, 11 de septiembre de 2020

La carcoma

Lo noté cuando estaba haciendo  las lentejas. Me quedé un poquito más en el cuarto de estar la primera noche a la espera de que la olla exprés hiciera su trabajo. Gonzalo estaba ya durmiendo.

Era un ruidito como el que hacen las brasas en la estufa de hierro que tenemos, pero en la leñera esa informal que montamos debajo de la escalera cada año. 

Puse el oído y miré a Arya, la gata, que, como yo, también miraba. Era un rumor pequeño y constante. Pensé en esas pequeñas escolopendras que Patagonia, nuestra otra gata, atrapa sin problemas. Seguí escuchando, pero no le dí más importancia. Abrí la olla y me fui a la cama. 

El segundo día, Gonzalo, que trabaja en la mesa de abajo, me llamó. "Es carcoma", sentenció. Y los dos nos quedamos espantados. 

Discutimos, claro. Yo era partidaria de una llamada inmediata a Pablo, el dueño de la casa. Él la reformó hace 7 años con su padre, ya fallecido. 

"Hay que decírselo inmediatamente, luego ya con él vemos qué hacer."

Mi gran temor era que la carcoma llegara a la escalera de madera que tiene encima y que hicieron Pablo y su padre al arreglar esta casa. Y que carcomiese la casa poco a poco. Hay granito, pero hay también mucha madera en esta casa. 

"Déjame que piense qué hacemos", decía Gonzalo. Dudaba nervioso entre sacar toda la leña fuera, que la recogieran, quemarla... Estaba,  sobre todo, muy enfadado. 

Me fui a Carrofeito con la perra esperando a que escampara. Llamé a Pablo pero comunicaba. Me vino a buscar Gonzalo ya convencido de que lo mejor era llamar al dueño. Llamamos otra vez a Pablo y le expusimos la situación. 

"Tranquilos, ya si queréis saco yo toda la leña fuera cuando os vayáis, no va a pasar nada porque esté ahí unas semanas más... Os la pongo bajo el alero de alguna forma que no se moje y la vais utilizando. La madera de la escalera está tratada, como el resto de las maderas de la casa, pero sí, mejor sacar la leña fuera en todo caso..."

Esa leña la trajimos en febrero, es el primer año que ha durado tanto. Como estuvimos confinados de marzo a junio, no pudimos consumirla porque no vinimos a la casa. En junio, cuando volvimos, ya no hacía frío, la leña se quedó donde estaba. Los que ocuparon la casa en el verano (este es un arreglo extraño que tenemos con Pablo, somos ocupantes sólo de temporada baja) no la usaron. Tampoco les llamó la atención ese ruidito de crepitar de brasas que nosotros descubrimos casi inmediatamente este septiembre, pero que en junio no estaba. Quizás la carcoma ha empezado ahora, con nosotros. Quién sabe. Son elucubraciones en cualquier caso.

Lo que yo creo es que otras leñas que compramos y nos han calentado tantos meses podrían haber tenido carcoma, pero al ritmo que consumimos cuando estamos no le daba tiempo a desarrollarse. 

Pero este año la carcoma ha tenido siete meses largos para pasar a estar activa y ha pasado lo que ha pasado. 

Paz es lo que nos transmitió Pablo. 

Tenemos mucho trabajo, pero la carcoma es prioritaria. 

Gonzalo ha sacado la leña pacientemente, con la misma paciencia con la que de cada vez la mete dentro en nuestra leñera improvisada. No me ha dejado ayudarle. Ha comprado una lona, quizás sería mejor una caseta, pero cuesta mucho y no podemos ahora. 

Y ahí quedará toda la leña afuera esperando. 

No se la van a llevar ni van a quemarla toda de golpe como al principio quería Gonzalo, preocupado como estaba. La usaremos poco a poco, si Dios quiere, como todos los años, calentando esta casa que queremos tanto. 






martes, 8 de septiembre de 2020

Huerto cerrado

 


Hace unos años había un blog con ese nombre tan bonito. Y no lo encuentro.

Y hoy me lo han recordado. 8 de septiembre, fiesta de la Virgen, la Natividad, mi santo. 

Sólo un huerto, nada más, un claustro, un jardín. Y cultivarlo. Cuidarlo. Cerrado a las miradas indiscretas o simplemente de quienes pasan. Hacia dentro. 

Hoy he recordado a una amiga embarazada y he pensado en que es ella, también, un huerto cerrado. 

Esa Virgen niña durmiendo con un libro en el regazo que tengo en el móvil como pantalla. A veces una está así, durmiente, todo corre y tú no puedes despertar, salir de ese letargo. 

lunes, 7 de septiembre de 2020

Hoy empiezo

Qué cosa tan extraña este año. Tengo la sensación de sueño raro. Más de una vez me he despertado estos meses pasados con cierto alivio momentáneo creyendo que era una pesadilla. Unos pocos segundos hasta que caigo que no lo he soñado. 

Y,con todo, sé que soy afortunada. Sigo viviendo en la misma casa, teniendo el mismo trabajo y el confinamiento inicialmente me costó poco, trabajo desde casa y, además, desde hace años no salgo mucho. Mi casa es cómoda y grande. Y lo más importante: estoy bien acompañada.

Sólo me cuesta y cada vez más no ver a gente que quiero, no poder invitar a casa casi. Y sí, el teléfono y las redes pueden apoyar, pero necesito ver caras. Y abrazar algo. 

Leo más, planeo poco, me sorprendo mucho. A veces voy de estupefacción en estupefacción. 

Quizás mi estado sea ahora vivir así: estupefacta. No entender nada, menos que antes. 

"Qué hacer" se preguntaba Lenin. Yo no llego a lo macro, pero sí me pregunto qué puedo hacer y, sobre todo, qué debo hacer. Y no sólo hacer de comer, que es una de las rutinas que más me anclan. Mi cocina es mi abadía, de las seguridades que me sostienen. Me encuentro más a gusto en el hacer que en el pensar y en el escribir. Qué pena no tener un oficio. 

El tiempo es limitado. Querría aprovecharlo mejor. Tempus Fugit en aquel reloj de mi abuelo.

martes, 14 de julio de 2020

Niña mimada ( y 5) Caprichos no

“No soy mujer para ti. Lo sabes ya, Juan, como lo sé yo…”

Le estaba haciendo un favor adelantándome a él. Si hubiera sido otro tipo de mujer habría dejado que fuera él quien tuviese que dar el paso o esperar una infidelidad, una coartada para romper con una causa de por medio como tantas veces se hace por miedo o pereza. Pero yo no soy así. Es la clarividencia de mi abuela que sale a flote o quizás su fortaleza. O puede que sea el orgullo, otro tipo de temor o la falta de ganas para empeñarme en algo o en alguien, esa autosuficiencia que Juan descubrió en mí, saber que me puedo llegar a bastar sin nadie a pesar de la soledad que arrastro desde pequeña. El caso es que yo le abrí la puerta a tiempo como siempre hago.

Pasamos aquel último fin de semana juntos en Vermont en casa de unos amigos sabiendo los dos que aquello se acababa. Pudimos no hacernos reproches ni daño, tratarnos con algo que parecía amor, quizás lo era. Gracias a ello conservamos el cariño y la amistad más de veintitrés años después. No nos vemos mucho, pero nos llamamos de vez en cuando. “¿Cómo vas?”, “He estado fuera”, “No, no salgo con nadie últimamente”, “Sabes que puede contar conmigo para lo que quieras…”

Juan me ayudó mucho. Es cierto que era otro niño mimado. Con las mujeres no fue una excepción. Dos divorcios y una vida sentimental sin asentar, con continuos vaivenes a sus cincuenta años, es la confirmación de lo que vi en él. De cerca, en la intimidad, un caprichoso común, un tonto global, o los simples vagos o diletantes, suelen ser más fáciles de trato y convivencia que alguien como él. Porque Juan tenía un peso distinto, mas matices y una soledad interior temblorosa y profunda que él ocultaba cuidadosamente. 

El vacío, la desnudez de fondo y esa tristeza lenta y oscura que algunos hombres no muestran es lo que te hace amarles más cuando ya no estás enamorada. Es entonces cuando realmente comienzas a quererles. Él además fue mi primer novio serio, el que me habló sin tapujos, a la cara. Me hizo sentarme a la mesa como los demás, como los adultos de verdad, y comer sin hacerme de rogar o haciendo esperar a nadie. Quizás no con las maneras que a mi abuela le hubieran gustado ni comiendo de todo, incluso potaje, que me horrorizaba. Juan, estoy segura, se lo habría dado a mi perra Tana por debajo de la mesa, sin que se enterasen los mayores, y, encima, quedando bien, poniendo luego los codos en la mesa con su sonrisa desafiante. Es como si le estuviera viendo.

Era así Juan. Lo es. Hoy le recordé al verle en las páginas salmón del País en una entrevista que la hacían, firme y seguro, su debilidad a salvo, las palabras siempre duras pero correctas.

“Tú no querrás ser una niña mimada, ¿verdad?...”

Cada mañana me miro en el espejo y me vuelvo a hacer la misma pregunta. Suena también aquel “Caprichos no” contundente de mi infancia. Como mi abuela soy capaz de saber antes que otros qué pasa y me atrevo a nombrarlo aunque me tiemblen las piernas. Una mujer abre los ojos con sueño, pero también con curiosidad y esperanza. Soy yo. No hay nada más ni nadie a esas horas en la casa. Está la que soy, Laura, solo yo. Laura sola y de frente.

La vida está ahí para no darnos aquello que queremos, lo que tanto deseamos por dentro. A veces puede ser una ilusión pasajera. Otras es algo constante que late con fuerza al compás del corazón cuando la soledad crece con el tiempo haciéndose más dura, seca, hasta acartonarse, abriendo un hueco cada vez más amplio y negro. Entonces te sorbes los mocos y caen todavía unas lágrimas. Sin rabia y con calma sé bien que ahora ya puedo decir "No abuela, no soy una niña mimada" mientras me siento en la mesa de los mayores y como con apetito lo que cada día hay en el plato aunque no me apetezca. Quizás un postre me aguarda aún en lo alto de la alacena aunque yo no pueda verlo. 

Niña mimada (4) Te faltan ganas

Pronto acabé por descubrir que Juan era también otro tipo de caprichoso y que compartía con algunos de aquellos “tontos globales” de Mara ciertos modos. No tenía todavía mucho dinero, estaba devolviendo el préstamo del máster a duras penas. Tampoco contaba con un padre al que acudir para pedir dinero o solucionar problemas. Ambas circunstancias le hacían diferente, un hombre frente a tanto niñato, también más ambicioso por conseguir lo que otros tenían de nacimiento.

Era así Juan un caprichoso en cierto sentido maduro, adulto, acostumbrado a hacer su voluntad porque la había entrenado a conciencia y nada se le había regalado. Pero la seguridad que esgrimía hacía aguas en cuanto no conseguía lo que quería o se le llevaba la contraria. Ese ansia por no se sabía bien qué, nunca contento por dentro, inquieto pensando en la siguiente jugada, acababa por hacerle imposible para quienes le queríamos. No, desde luego, para los que veían en él alguien perfecto de quien aprovecharse, con quien crecer a su sombra, tan fácil era engañarle si le bailabas el agua. Esos permanecían bien cerca como parásitos mientras él no se daba ni cuenta. En cambio, nos reprochaba nuestra supuesta falta de apoyo al resto, se distanciaba y al cabo del tiempo nos alejaba .

Yo supe todo esto relativamente rápido, a los pocos meses de vivir juntos. De mi abuela Marta heredé esa rara consciencia de ver pronto a los hombres, aun estando todavía enamorada, queriéndoles. Es una bendición que me evita males en el largo plazo, pero también una maldición que me impide ese ciego amor que tantos años de felicidad puede llegar a proporcionarnos si continuamos en el resplandor del enamoramiento.

"Juan, no te puedes poner así conmigo", "Juan, creo que no tienes razón en eso", "La vida no es justa, Juan, no es cuestión sólo de esfuerzo o mérito, simplemente las cosas no siempre son como querríamos tú o yo”, “No todo lo podemos tener cuando lo deseamos, Juan”…

Desde que empecé a ver cómo era, apagada la fascinación inicial que sentí por él hasta que rompimos, pasaron unos pocos meses. Fue algo lento y sin grandes roces, una deriva indolora y suave. Durante ese tiempo él también descubrió cosas en mí que no me gustaban nada, pero que estaban. Algunas quedan todavía. En otras él me hizo cambiar porque yo era entonces más dócil por dentro y por fuera.

"No es timidez lo tuyo, es que eres demasiado orgullosa para fracasar, eso es lo que te pasa, Laura...", "Te faltan ganas o verdadera necesidad, por eso no tienes ambición, no te empeñas”, “Has nacido con muchas cosas y gratis, te basta así con ir tirando de lo que tienes, de lo que se te ha dado...", "Eres una vaga en el fondo a la que le es fácil juzgar a los demás que luchan porque tienen menos”, “Tú te bastas a ti sola, ¿sabes?, serás siempre una niña rica, Laura, por eso desprecias a los que se afanan tanto como yo…" , 

"Dices que no quieres hacer daño a nadie, pero es cobardía. Es a ti a quien no quieres que le hagan daño, no te engañes, es más cómodo siempre estar dos pasos atrás como tú estás..."


"La vida está para mancharse y tú no puedes salir limpia, Laura..."

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Niña mimada 3) Juan y los tontos globales

Me fascinó Juan. Parecía fuerte y admirable, libre e independiente. Su vitalidad desbordante hipnotizaba. Reunía además ese algo de chico malo, que tanto atrae a algunas mujeres, con lo mejor de los hijos de los cachicanes de la finca de mi abuela: hacer lo que le daba la real gana poniéndose al mundo por montera. A la vez tenía el sólido entrenamiento de los que avanzan exigiéndose a sí mismos, sin presión o demandas externas. También era listo de natural. Estaba allí en el mismo banco de inversiones que yo, pero él por méritos y un currículo impresionante ya a sus veintiséis años, nada de favores de familiares o conocidos.

Juan no paraba. Donde otros llegaban a duras penas él iba sobrado por ganas y horas que echaba, por su pasión y dedicación. Quería llegar a algo, a alguna parte, una ambición natural que él alimentaba febrilmente con una actividad sin descanso porque nunca nada era lo bastante, nunca era lo suficiente. Logrado algo no se relajaba, pasaba a lo siguiente sin pausa y sin disfrutar lo que había conseguido, permanentemente insatisfecho.

Había de todo en aquella época en Nueva York: los que valían y venían como Juan a Estados Unidos, estudiaban con beca y trabajaban con esfuerzo y sin recomendación; otros muchos como yo, nada brillantes, pero laboriosos y constantes, incluso tercos, conscientes de la suerte de tener una oportunidad como aquella; y, luego, los diletantes, vagos o tontos, niños mimados en su mayoría, que no estudiaban nada, a quienes muchas veces se les había acabado por enviar al otro lado del charco para que volvieran con un máster o un curso en una universidad rara o una experiencia profesional incierta y casi inexplicable, lo que fuera que acabara teniendo valor en territorio español por puro desconocimiento, esa fascinación ante lo anglo. 

“Tontos globales” Mara, mi primera compañera de piso, los calificaba así. Y luego agregaba “Y éstos, que además de no saber nada y ser vagos, tienen muchas ganas de subir y figurar, ya verás qué bien se colocan al volver, aunque no sepan hacer la o con un canuto, ya lo verás, Laura. Algunas personas en España piensan que por decir cuatro palabras en inglés y haber estado fuera ya vales. Hay muchos tontos y de muchas clases en todas partes…". Tenía razón Mara, me acuerdo aún de sus palabras.

"Vale, Juan, vente al apartamento, pero no se puede enterar mi familia, por favor, se llevarían un disgusto… Si lo llega a saber mi abuela…" 

Fue muy rápido todo entre el fogonazo fulgurante del enamoramiento, ese sol y neblina que te rodea, y mi soledad de niña huérfana, que era muy amplia, inmensa, inabarcable. Mara se marchaba además, y yo no podía con el alquiler sola. Todo vino rodado. 

Recuerdo la ilusión de aquella mudanza y los primeros días de convivencia con Juan, la sensación de llevar por fin una vida adulta, el amparo que me producía tener un hombre a mi lado, en mi casa, en mi cama, su cuerpo en el mío protegiéndome.

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Niña mimada 2) Shopping para principiantes

“Tu abuela es toda una señora” decía María con devoción. Así llegué a creer hasta que fui mayor que las señoras de verdad bebían jerez a media tarde, usaban bastón y eran capaces de saber lo que ocurría en el interior de las personas y qué se podía esperar de cada una de ellas.

Mi abuela tenía una clarividencia rayana en lo prodigioso. Viuda también como mi padre a edad muy temprana, ese modo de llegar a conocer a los demás no sé bien qué era, si algo natural o la experiencia de haber tenido que sacar adelante sola negocio, finca y familia. Lidiar desde joven con tanto, sin el apoyo de un hombre, y en un mundo hostil a una mujer como lo fue la España de los años 40 y 50, le hizo desarrollar algo que quizá ya tenía de nacimiento: la capacidad de saber rápido lo importante, la fortaleza de seguir esa intuición sin que el deseo o la esperanza nublara su conocimiento sobre algo o alguien, la realidad siempre de frente y con su nombre puesto.

Recién acabada la carrera me mandaron a Estados Unidos. “Hay que quitarle el pelo de la dehesa” sentenció tío Joaquín, “esta niña tiene que salir de España, ver mundo y trabajar”. Mi padre dejaba que su familia, tan variada, interviniera en nuestra educación, él al margen desde la muerte de mamá, vencido y también inapetente a su manera.

Viví en Nueva York tres años, un descubrimiento y una gran pasión desde entonces. Salí del pequeño mundo en que tantos ambientes en nuestro país, provincianos o no, acababan por convertirse. El mío no era una excepción.

“I'm still paying the loan for the university...” Los estadounidenses ponen a sus hijos a trabajar temprano. Es un modo de educar distinto al español. Da igual de quién seas hijo ni el dinero que tengan tus padres. Todos mis compañeros americanos del banco llevaban trabajando de un modo u otro desde los dieciséis años. Acabado el instituto, a veces antes, tenían un empleo los fines de semana, los veranos, lo que fuera para ganar su propio dinero. Sin excepción todos habían contribuido a pagarse la universidad, también vivían desde la mayoría de edad fuera de casa de sus padres. Pero eso no impedía que hubiera caprichos y caprichosos. Los había de otra manera, caprichosos por todas partes. 

Habíamos estrenado los 80 y yo había sido educada en la contención en el gasto y en la posesión, algo debido más al contexto de España, aún sobrio, que a los medios de tu familia. Todos gastábamos menos. Llegué a Estados Unidos y me quedé impresionada: el armario de una americana media era inabarcable, repleto de ropa, tres veces más que el mío, una niña provinciana de clase acomodada. 

Yo no sabía que se pudiera tener tanto de vestir ni que cupiese en ninguna parte. Eran ellos mismos, mis compañeros, no tanto sus padres, los que se concedían mil y un caprichos con el dinero que ganaban alentados por ese ambiente general de consumo sin parar, inédito entonces para una española nacida en los 60, absolutamente chocante. 

Para mis colegas siempre había algo que comprar en alguna parte, el shopping formaba parte del ocio, de la vida entera. Todo era grande además: platos de comida a rebosar que no había quien acabase, coca-colas de dos litros que se tomaban una tras otra como si fuera agua. Y todo también siempre demasiado, porque en general era más barato o se ganaba más que en Europa: cinco barras de labios en vez de dos, aparatitos para cualquier tarea en la cocina, en el baño, en el garaje, cachivaches por doquier, a reventar a menudo estantes, cajones, a veces casas enteras en un desorden permanente por saturación.

“Me llamo Juan Rodríguez Alcázar, trabajo en la planta cuarta, nos hemos visto ya, ¿no?” En una fiesta del trabajo se presentó. Yo, tímida, observaba como siempre un paso atrás. Claro que ya me había fijado en él, siempre riéndose y rodeado de gente. Lo que no sé todavía es qué encontró en mí. Nunca fui guapa y allí sólo era una niña bien de las muchas que las familias españolas con posibles empezaban a enviar a Norteamérica, siempre callada y, desde luego, nadie especial en esa ciudad con chicas y mujeres de todo el mundo interesantes y distintas, muy para gustar, atrayentes.

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Niña mimada 1) El potaje y los cachicanes

“Caprichos no.”

La abuela Marta presidía la mesa, papá medio ausente en la otra cabecera y nosotras cuatro, las niñas, a los lados.

“Si no te lo comes ahora, lo tendrás para cenar. Y si sigues así, volverás a comer en la cocina…”

Era una advertencia más que me repetía la madre de mi padre para hacerme reaccionar. Acababa yo de cumplir los diez años, la edad en que se nos permitía compartir desayuno, comida y cena con los mayores en el comedor, un paso importante y anhelado. Pero yo comía fatal, no sólo poco, es que no me gustaba nada, un martirio era alimentarme con lo que fuera, salvo lo dulce, lo único que admitía con ganas. Volver a la cocina significaba una humillación completa, y yo quería estar en el comedor aquel de muebles oscuros y grandes, feos, con los adultos. Bastante malo era ser el último mico de la casa, la pequeña.

Tomé rápido las cucharadas finales que me faltaban de aquel potaje, uno de los platos que más me costaban, con sus espinacas nadando, el huevo duro deshecho y repugnante, las zanahorias y el bacalao, todo un asco. Era un viernes de Cuaresma. María desde una esquina del cuarto me daba ánimos con la mirada. Tana, echada al lado de la chimenea, me observaba también, prohibido acercarse a la mesa, siempre a distancia los perros para que no molestasen. 

“Tú no querrás ser una niña mimada ¿verdad?” era la reconvención final y habitual de mi abuela, en esa ocasión yo a punto de llorar por la vergüenza. Los demás esperaban pacientemente a que yo acabase. El postre, buñuelos para compensar el rigor del plato único, en la alacena, cubierta la fuente con una tapa de cristal. Yo no alcanzaba a verlos, pero sabía que ahí estaban.

“¡No, no quiero ser una niña mimada, claro que no quiero!” Lo dije con rabia, casi gritando. Las lágrimas de indignación me caían mientras me retiraban el plato sopero vacío que tanto me había costado. 

Podía ser una niña sin hambre, podía ser una niña sin madre, pero desde luego no quería ser mimada de ninguna manera. Era una ofensa hiriente que me hacía lloriquear de furia sólo porque alguien lo insinuase, mucho más mi abuela y allí, en mitad del comedor, todos presentes y callados. Solo Tana parecía reaccionar ante mi enfado puesta en pie y gimiendo, mi único apoyo con María, que en la cocina hubiera hecho la vista gorda si no me acababa los garbanzos. 

Era lo peor que se podía ser a finales de los 60 en mi familia: una niña mimada. Las había en el colegio, no muchas. Niñas que querían ser el centro de atención, acostumbradas a que sus padres cedieran a sus caprichos y a quienes tenían en jaque. Montaban la de San Quintín si no conseguían lo que deseaban inmediatamente. No había quien pudiera con ellas, eran unas cursis, unas remilgadas, todo lo que me espantaba ser. El capricho y el deseo constante han sido una forma de debilidad insoportable para mí, algo de lo que avergonzarse y ocultar bien adentro, que no se entere nadie.

Había también niñas malas, pero tenían su gracia, tan procaces y deslenguadas como eran, esas mayores que fumaban a escondidas en el patio y soltaban de vez en cuando un taco con precisión y cierto estilo mundano. No estaba bien ser así, pero eran, sin comparación, mucho mejor las malas que las mimadas.

“Las consientes demasiado” oí una vez que le decía la abuela a mi padre. “Es lo normal en tu situación, y te comprendo, pero no les haces ningún favor. A los niños hay que saber decirles que no. Tienes que aguantar el chaparrón de que tus hijas lleguen a pensar, o incluso a decirte a la cara, que no las quieres porque les niegas algo. Hasta entonces, hasta que no aguantes ese reproche o su pequeño odio, no sabrás lo que es ser padre.”

Ahí estaba ella, su madre, para educarnos, niñas huérfanas, pero no por eso mimadas, Dios no lo quisiera. Ser mala era francamente atrayente, pero, sobre todo, yo quería ser como los hijos de los cachicanes, los guardas de la finca, a su aire siempre, haciendo lo que les daba la real gana, descalzos, sin horarios ni obligaciones.

“¿Y por qué no puedo yo ser como ellos?” “Porque ellos no tienen lo que tú tienes” era la respuesta inevitable.

Crecí envidiando a esos niños libres y medio salvajes y adorando a mi abuela a la vez, temiendo también su mirada azul y certera que traspasaba.

(Sigue aquí)

martes, 12 de mayo de 2020

Las manos de los padres

Cuando eres pequeña, antes de cumplir los 8 años más o menos, depende lo alta que seas, estás demasiado cerca del suelo y ves muy cerca las cabezas de gambas, los huesos de los aceitunas, las servilletas todas hechas un gurruño, y hasta las colillas que la gente tira en los bares, o por lo menos así era antes. Te tomas tu Fanta compartida con un hermano y agarras la mano de tu padre de vez en cuando, no vaya a ser que te arrastre la porquería reinante. Lo mismo ocurre en el metro, zapatos y botas, culos y piernas de todos los tamaños y apariencias posibles rodeándote. Te coges de la mano de tu madre fuerte, fuerte, para no perderte en esa marea de hombres y mujeres que solo lo son de cintura para abajo. Para verles la cara necesitarías crecer o que ellos se acercaran. Mientras tanto son incompletos y amenazantes.

La mano de una madre te sujeta cuando te enseña a cruzar, “mira, el señor rojo, paramos; el verde luego, cruzamos. Pero siempre antes miramos a los lados…” Te sigue sosteniendo cuando te lleva al colegio, a la parada, te deja suelta un rato. Luego estarás todo el día sin ella, meses enteros de clases, pero sus manos ahí están si te baña, aunque tú te vistas ya solita, mamá viene y te acaba de aclarar el pelo con la esponja bien y te ayuda a incorporarte de la bañera donde has estado nadando como una sirena, buceando.

La mano de un padre es más grande. A veces seguirá siendo más grande aunque tú crezcas. Te mirará un día tu padre y verá tus dedos finos, alargados, sujetando el mismo libro que sujetó antes que tú, ese libro que tanto se empeñó que leyeras. “Tienes unas manos muy bonitas, hija…” Y le das la mano y se la besas tú a él, “te quiero mucho, papá”. Hay hombres que se dejan abrazar y querer, que lo buscan sin vergüenza, a quienes se les humedecen los ojos cuando lo haces.

Las manos de los padres te han sujetado. Ellas te sostuvieron cuando tú ladeabas la cabeza como un muñeco de trapo, te metieron en la cuna, te arroparon, te dieron el alimento, primero colocándote para que mamaras, luego la cuchara, lo salado, qué asco, cómo cuesta, después te llevaron hasta el orinal, "a ver si haces caca ahí, como los mayores", "qué bien, qué bien, que ya no tienes que llevar pañales", te alcanzaron pasta de dientes, camisetas y zapatos cuando no llegabas a ese estante que estaba alto, "ahora te pones la ropa tú sola, ¿vale?, y si no puedes, te ayudo yo", "otra vez la camiseta que no me sale, los botones son para adelante", "ahora ya sé atarme los zapatos", "no entres, ¿eh?, que me estoy vistiendo", "ya no me peines, que yo puedo sola"... "pero un beso si podré darte ¿no?", "eso sí, claro." Beso y beso, mano y mano.

Tú has visto esas manos que besarías mil veces haciendo otras cosas, croquetas, por ejemplo, o fumando, llevándose tu padre el cigarro a la boca y tú mirándole admirada cómo lo hacía porque entonces los niños no éramos de la liga antitabaco y dejábamos a los padres en paz con sus vicios que solían ser todos confesables e inofensivos. Leales vicios de padres de familia leales cuyas manos han levantado casas, familias, soportado trabajos, dado apretones a amigos y a quienes no lo eran, saludado a vecinos, acarreado bolsas de la compra, cestas, carritos de niños y muebles en mudanzas.

Manos también capaces de juntarse en misa, de rezar y enseñarte a rezar, madre y padre arrodillados no ya por el peso que llevaban, siempre sin quejarse, sino porque ellos esperaban en otras manos y se sentían siempre en esas más grandes. Y así te lo han enseñado.

Las manos de los padres a veces se van para siempre. No es que ya estén lejos porque tú eres mayor y ya tienes tus propias manos, que hacen muchas cosas, y que, como las de ellos, aman, que es lo mejor que pueden hacer unas manos. Esas manos han desaparecido de la tierra. Pero tú las sientes a veces por la noche, en la madrugada. Es tu padre que viene, tu madre a la que sientes entrar en la habitación y que te sube la sábana cuando entra el fresquito de las cinco de la mañana. “Vámonos Concha, ella estará bien, nuestras manos ya le han dado todo lo que podían darle”, “Déjame un poco más, Cosé, todavía me extraña…”

Tú sigues llorando desconsolada porque son sus manos ancianas, temblonas, intentando aún acariciarte, sostenerte todavía a esta delgada línea de tierra en la que tú te has quedado mientras ellos, ellas, sus manos, se han marchado.

miércoles, 22 de abril de 2020

Capítulo 2: "Marta, y tú... ¿qué haces ahora?" Los trabajos de tía Marta (Aventuras y desventuras de tía Marta, 7))

Una de las cosas más diferentes que tiene mi tía es que nadie sabe bien qué hace, a qué se dedica.

Mi madre, por ejemplo, da clases en la universidad de lo que ella piensa que ya no le interesa a nadie. Tiene pocos alumnos, pero está todo el día de arriba y abajo. Sin embargo, yo creo que en el fondo le gusta mucho enseñar precisamente eso que  no sirve para nada, le hace más ilusión. A mi madre le va mucho nadar contra corriente. Es tan contreras como mi padre, pero de otro modo. Mi padre, ya lo he contado, es psiquiatra, no hace más que trabajar en el hospital y luego pasa consulta en otro sitio por la tarde. Siempre comenta que él en esta sociedad tiene mucho que hacer y que nunca le faltará trabajo.

Tía Marta actuó en una serie de televisión que tuvo mucha fama. Era de un supermercado. Hacía de una chica que trabajaba de cajera. Allí empezó y acabó su carrera de actriz. Luego trabajó en el cine, detrás de las cámaras. Después, como ayudante de un fotógrafo en Londres tras casarse. Cuando volvió a España estuvo en casa enferma, no salía casi. Al poco de ponerse buena de nuevo empezó en algo relacionado con el arte, en una galería. Luego quiso volver a estudiar y se matriculó en una escuela de teatro para hacer creo que dirección de arte, que es quien controla las cosas que salen, el decorado y eso, la dirección que no es de los actores, sino de lo que tú ves en la pantalla o en el escenario, según ella me ha explicado. Así ha estado una temporada, pero no lo ha llegado a terminar. Le quedan sólo dos asignaturas que mi padre le anima a que acabe.

"Y tú, Marta, … ¿qué haces ahora?” es la pregunta que más le molesta a mi tía cuando se la hacen en las celebraciones familiares, en alguna boda, en reuniones de amigos de mis padres.

“La hacen con retintín, parece que no hago nada solo porque no tengo un trabajo de 9 a 6 como el resto de los mortales… ” se queja ella.

“Eres muy susceptible, Marta, no es así. Es que es muy difícil seguirte con tanto salto. La mayoría de la gente está acostumbrada además a que uno sea una cosa toda la vida, médico, ingeniero, profesor, secretaria. No lo hacen a mala idea ¿sabes?... ” Mi madre intenta explicarle lo que pasa, la anima para que no se sienta dolida o rara.

En el fondo a mi tía Marta sí que le importa lo que piensan de ella, yo creo que al final no tiene tanta cara. A mí me parece que a ella le gusta sentirse algo diferente a los demás, pero no demasiado.

A mi abuela por lo visto no le hacía ninguna ilusión que mi tía fuera actriz, más bien nada. Opinaba que era una profesión muy inestable y que su hija ya lo era bastante. Por eso discutían, según me ha contado mi padre. Antes de morir, mi abuela le dejó una casa a mi tía para que no estuviera agobiada por si no ganaba suficiente dinero con eso del teatro. Además encargó a mi padre que cuidara siempre de su hermana, pasara lo que pasara.

Mi abuela me han dicho que murió de cáncer cuando yo tenía tres años. Fue todo muy rápido y tía Marta se quedó con el abuelo que estaba muy triste en la casa. Entonces en el verano siguiente el abuelo conoció mejor a Doris, que es inglesa, y se consoló bastante. Doris vivía en Mallorca, era de las vecinas de mi abuela, aunque más joven que ella, unos años mayor que mi padre. Al final del verano dijeron mi abuelo y ella que se casaban y que se quedaban los dos a vivir en Mallorca. Doris dijo que a Madrid no venía ni atada.

Tía Marta entonces decidió que ella también se casaba con un novio que tenía entonces, el que llamamos ahora “el innombrable”. Era actor también, y salían y eran novios un rato, pero luego no, lo dejaban y volvían otra vez. Y así estaban, cogiéndolo y dejándolo, según me han contado. Eso dice mi padre que es muy mala señal antes de casarse. Pero mi tía Marta estaba muy sola y muy necesitada. Se había quedado, como dice mi madre, “desangelada”, sin su madre con la que discutía tanto. Y sin su padre, que primero estuvo muy triste, pero luego ya no, porque encontró a Doris que le hizo caso y se enamoraron los dos. Eso pasó, se enamoraron.

Mi padre dice que entiende que su padre se casara. Opina que la soledad es muy dura tengas la edad que tengas, estés o no acostumbrado a vivir o estar solo, mucho peor si has estado acompañado toda tu vida como el abuelo, que se casó a los veintipocos años y se quedó viudo a los sesenta y tantos.
Doris es mi abuelastra y no es mala, solo que es muy distinta a como era mi abuela y ha costado algo en la familia acostumbrarnos a alguien tan diferente, se nos hace raro. Pero ella no nos cae mal ni nada.

En la boda de mi tía Marta yo llevé los anillos. Fue en la playa. Ella llevó un vestido de campesina con las zapatillas de esparto como si fuera pobre. Justo lo contrario que otras bodas en que yo he estado donde todos vamos de punta en blanco. Parecía que estábamos de picnic o de paseo, decía mi madre.

Ahora todas las fotos de la boda de mi tía Marta están cortadas por donde aparece el innombrable. Hace raro verlas así, con ese hueco donde él estaba.

martes, 21 de abril de 2020

Capítulo 1: Tía Marta en el jardín con el perro Pancho (Aventuras y desventuras de tía Marta, 6)



Yo todavía me acuerdo cuando era pequeña y vivía la madre de mi padre, la abuela Eulalia, que no es la abuelastra que tengo ahora.

Estaba entonces mi abuelo en Madrid con mi abuela y tía Marta vivía con ellos. Ese es el primer recuerdo que yo tengo de tía Marta, ella en el jardín ese tan grande de los abuelos con un perro que se llamaba Pancho y que no se le separaba, le tenía siempre pegado.

Pancho es bueno, mira, Elvira, mira qué bueno es el perrito…

Y así poco a poco yo me acercaba. El perrito para mí era perrazo porque yo era muy pequeña. Todavía veo en las fotos su tamaño frente al mío. Yo estaba empezando a andar y para que me hiciera caso el perro, como le hacía a mi tía Marta, que no se le separaba, yo le tiraba del rabo, le cogía las orejas, le metía la mano en la boca y tía Marta se reía y me decía “mira que eres mala, pobre Pancho...”

Tenía entonces mi tía Marta el pelo muy liso, no rizado como ahora, y su cuarto en casa de los abuelos estaba lleno de fotos de la serie de televisión donde actuaba, porque mi tía entonces era actriz y famosa, no paraba en casa de los abuelos, salía y entraba. Era muy guapa. Bueno, lo es todavía, pero es distinta a cómo era antes. “Ha pasado mucho tu tía” dice mi madre, “han sido muchas cosas, demasiadas, en tan pocos años”. Mamá se lleve bien con tía Marta aunque la considere un poco locatis.

Tía Marta viste raro de siempre. No es como mamá, que se pone una falda y una blusa o unos pantalones o un vestido normales. Por ejemplo, un día la ves con lo que tú crees que es una falda larga y distinta, nueva, que no se había puesto antes, y de repente te empieza a recordar a algo que viste en su casa. Y es así, se ha colocado como falda una colcha grande que ha tenido encima del sofá durante años, se pone luego un broche de lado y así sale a la calle. No le da vergüenza ir con una falda que no es una falda. A ella en general no le da vergüenza nada, tiene mucha cara.

Tía Marta tiene los ojos verdes, la piel muy blanca y el pelo rojo, es de alta un poco menos que mi padre, y de flaca ahora más. Dice él que se parece mucho a la abuela, que es su vivo retrato.

La veo a ella y estoy viendo a mi madre.

Papá se la queda mirando a veces cuando está en casa. Como es su hermana pequeña, y le lleva siete años, yo creo que se siente responsable como yo con Jaime, aunque con él yo me llevo menos años, y además Jaime, de momento, no se deja cuidar nada, es como papá, independiente, va a su aire.

Se queda tía Marta dormida en el sofá un rato y va mi padre y le echa la manta. Riñe luego con ella bastante. Bueno, mi padre parece que riñe con todo el mundo, para empezar, con mi madre, pero es porque él cree que sabe lo que tienen que hacer las personas y ellas a veces no lo hacen y él ve cómo sufren mucho o se hacen todavía más desgraciados. Mi padre es psiquiatra y en cambio en la consulta no riñe a nadie, ahí es que no puede hacerlo, pero luego en la vida diaria "se desquita", en opinión de mi madre, y nos dice a todos cómo debemos comportarnos y qué nos pasa.

Marta, estás muy guapa hoy…

Mi padre sabe también decir a veces cosas agradables que a mi tía le encantan. Otras veces tiene poco tacto en familia y se le escapan “inconveniencias”, según dice mi madre, cosas que podrían decirse de un modo más suave o que no hay que decir según mi madre.

Marta, el tipo ese del que me hablas es un imbécil integral, no hay más que verlo, tienes una atracción especial por los hombres que no te convienen nada…

Así le suelta a la cara mi padre delante de todos a mi tía cuando está más entusiasmada. Ella le llama "aguafiestas", "cenizo" y se va a veces dando un portazo.

Mi tía Marta siempre está alegre salvo cuando está llorando. La verdad es que yo la he visto llorar bastante. Para animarse siempre se repite en alto cosas del tipo “Marta, tú puedes…”, “Esto pasará por algo…”, “Lo que no te mata, te hace más fuerte…”, “Será que tengo que aprender”, “ya vendrán tiempos mejores”… A veces hasta escribe estos mensajes en papeles de colores y se los pone por toda la casa para no olvidarse.

Mi madre, que es creyente y cristiana, no como mi padre, que dice que no cree porque no le da la real gana (esto lo dice él así para hacer rabiar a mi madre), dice que tía Marta es la encarnación de la esperanza.

De Julialaprofesora@hotmail.com a lareinadelosmares@hotmail.com (Aventuras y desventuras de la tía Marta, 5)


De: julialaprofesora@hotmail.com
A: lareinadelosmares@hotmail.com
Asunto: Re: Guión sobre tía Marta y dudas
Fecha: 6 de julio 2010, 8.30 pm.

Querida Elvira:

He recibido tu correo con el guión o índice que propones sobre los apuntes de tu tía Marta y algunas dudas que me planteas de contenidos y términos. El guión y los capítulos me parecen bien. Respecto a tus preocupaciones, yo que tú escribía según me fuera saliendo aunque cuidando la gramática (laismos especialmente, que ya sabes que los tienes a mares) y la puntuación y las comas, porque te embalas.

La ortografía también hay que mirarla, aunque en esto último fallas menos. Luego ya tendrás tiempo de corregir y cambiar si se da el caso. Es cierto que siempre te digo que debes pensar antes porque eres por carácter algo precipitada. Pero en esta ocasión te aconsejo que te sueltes. Escribe “tetas” si quieres poner “tetas” y sobre ellas, aunque la verdad es que no entiendo mucho la relación de tu tía Marta con las tetas de la que tú llamas “abuelastra”. Estoy francamente extrañada. ¿No te estarás yendo por las ramas, Elvira? Ya sabes que tu tendencia natural es a la dispersión y el escritor tiene que hacer foco, iluminar sólo lo que él quiere y la historia pide, no contar todo lo que le pasa por su cabeza a cada rato. Toda historia es un iceberg y el lector sólo ve lo que está en la superficie, que es sólo una pequeña parte.

Por otro lado preocúpate de momento poco de "la elegancia", aunque le hayas oído a tu madre lo contrario. Estate tranquila con esto. Ella se referirá a otra cosa casi con seguridad, ya te lo explicaré cuando nos veamos. Escribe sobre la vida amorosa de tu tía si crees que es importante o dice algo. No vayas pensando en qué opinará tal o cual cuando lo lean, ni siquiera la interesada. Es bueno que no quieras hacer daño a nadie, dice mucho de tu parte. Pero hay algo que los escritores deben evitar a toda costa. Una es intentar caer bien o mal, hacerse los buenos, los sensibles o los delicados, una tentación muy femenina ésta última, ten muchísimo cuidado, Elvira. Otra es ir de malos, de terribles con lo que escriben o relatan, pretender ser azote o adoptar la pose de provocar, otro extremo que también atrae mucho hoy a jóvenes y no tanto. La última, la peor casi, es autocensurarse. La libertad es muy importante, Elvira. Acuérdate todo lo que hemos hablado en el colegio, en las clases: la verdad nos hará libres, pero sin libertad no hay verdad que valga. Y la interior, libre hasta de una mismo, es clave para un escritor y se gana a pulso, no sin batalla.

Hay más cosas que deben evitarse, aunque creo que no es tu caso, porque quieres muchísimo a tu tía Marta y se ve que el tema ya te puede, el personaje. Son cosas que podrían meterse en lo que escribes, sostenerlo por debajo, y perdería en calidad la escritura, quedaría contaminada y falsa. Por ejemplo, querer ajustar cuentas con alguien o algo por venganza o afán de justicia, a veces hasta loable; o pretender ser moralizante o catártico (mira "catártico" en el diccionario), lanzar un discursito de cada vez en vez de contar algo que pasa o le pasa a alguien.

Después de escribirte esto me he quedado pensando que, a pesar de todo, hay escrituras que son de ajuste de cuentas, con pretensiones moralizantes o catárticas, hasta con discursitos velados, que pueden ser buenas y tienen su valor. En fin, Elvira, es más complicado de lo que parece, o más sencillo si cabe. Mejor dejamos todo eso de lado. Borra todo lo que te he dicho. A ti todo esto de momento te queda lejos por ahora, tienes solo once años. Así que tú sólo escribe y disfruta. El resto que te acabo de decir, y mucho de lo que os cuento en clase, olvídalo. Casi es mejor que te centres en pasarlo todo lo bien que puedas con la historia de tu tía Marta. Yo ya estoy esperando el primer capítulo como agua en mayo.

No tengo más tiempo. Confío en que seguirás tu instinto como a menudo haces. Como en el balonmano, no es por técnica ni experiencia cuando aciertas, es por la intuición, por tus ganas. Pues ahora es igual: échale lo que puedas y escucha tu corazón, las tripas, al escribir. Si metes la pata ya la sacarás más adelante. No tengas miedo a equivocarte ni con la escritura ni con nada aunque sea delante de todos.

Por último, te pido por favor que no estés pendiente de si te contesto o no comentándote lo que me vas mandando. Ahora estoy en Tegucigalpa y el acceso a internet es fácil, pero en unos días nos marchamos y no estoy segura de si podré entrar en mi cuenta ni cuándo. No tiene nada de especial la ciudad en la que estamos, es bastante feíta. Hace calor, pero, eso sí, los compañeros son muy majos. Estoy aprendiendo a enseñar de otro modo y otras cosas que no enseño en el colegio y deseando que entremos en faena, irnos al pueblo que nos ha tocado. Me gusta mucho daros clases, Elvira, pero aquí es otro desafío, otras personas, otro mundo casi. Aprender a enseñar de nuevo, comenzar desde cero en lo que sea, es siempre interesante.

Un beso y ponte buena. Escribir es la mejor cura a veces para la neumonía y otros males. Con cariño, tu profesora que te quiere muchísimo, pero tú eso ya lo sabes

Julia Lázaro

PS: Se me olvidaba: no dejes de leer ni un solo día, Elvira. Sin leer no se puede escribir nada que valga. Lee y cuéntame lo que lees de paso.

Un índice o guión aproximado (Aventuras y desventuras de la tía Marta, 4)



“Orden, orden, orden”, me repito todo el rato. El personaje está claro, mi tía Marta, la hermana pequeña de mi padre a la que lleva siete años. Es sobre la que voy a escribir no una biografía, sino apuntes, como dijo Julia, que es más sensato. Y menos "pretencioso", dijo además.

Pretencioso es una palabra que utiliza mucho mi padre. Y en inglés suena genial "pretentious", me hace gracia.

Para contar todo lo que sé voy a seguir un guión, un índice que estoy pensando. Notas que he tomado en el cuaderno rojo de espirales azules esta mañana nada más despertarme:

-Contar cómo es físicamente tía Marta, cómo viste, cómo habla. Esto es un capítulo claro. Mi tía tiene mucho estilo, dice mi madre, y no se parece a nadie. A mí me parece muy guapa.

-Contar que fue actriz y las cosas que ha hecho luego. ¿Un capítulo podría titularse “Los trabajos de tía Marta”? No, quizás “Lo que hace tía Marta”. O “Marta, tú ... ¿qué haces?” suena casi mejor y más aproximado a lo que pasa, que le pone muy nerviosa que le pregunten que qué hace.

-Contar su vida amorosa actual y pasada. Ser discreta con esto, “elegante”, que diría mamá. Que no parezca un programa de televisión o una revista de esas de corazón que papá odia tanto. Pedir consejo a Julia sobre si le dedico un capítulo o lo voy metiendo en otros para darle menos importancia. Al final como nunca acaba en nada quizás es mejor no tener un capítulo entero sobre el amor y la tía Marta. No sé, estoy dudando.

-Contar la relación de la tía Marta con la abuela, con el abuelo Fernando y con Doris, la abuelastra, la de las tetas de plástico. Y con papá y con mamá, y con nosotros. Creo que da para un capítulo o dos. Duda que me viene a la cabeza: ¿hay temas que no debería contar? No estoy segura. Consultar a mamá cuando venga por si acaso, no vaya a ser que meta la pata. También palabras, por ejemplo “tetas” creo que no queda nada elegante, pero es que no voy a decir "pechos" ni "mamas" escribiendo, ni tampoco voy a mentir sobre algo.

-Tía Julia y el día que fuimos a ver “Chicago” (y a mamá le dieron los siete males porque no es para niños), o el que me llevó a la exposición de Barceló, un pintor mallorquín que a ella le encanta, o al Museo del Traje y me vestí como una señora del Renacimiento. Esto es importante, mi tía me lleva a muchas partes y todas me gustan aunque a veces no sean para niños. Capítulo seguro, o dos a lo mejor. Mi tía no para.

-El cuarto de baño de tía Marta en su casa. Esto merece un capítulo entero, no sé incluso si me va a salir más largo. Luego puedo seguir por toda la casa, que no tiene nada que ver con la nuestra, es como un bazar oriental, dice mi madre. Debería hablar de Chesire, su gato, y del cabecero de su cama. Y del desorden que a veces hay. De esto último casi hago otro capítulo aparte.

-La enfermedad que pasó. Creo que esto es un capítulo importante. Y tengo el título ya, “Ella venció el cáncer”. O mejor no, en primera persona, como en esa foto que está calva y abajo pone escrito “Yo he vencido el cáncer” para recordárselo todas las mañanas y darle ánimos.

-El divorcio de tía Marta y el bebé que estaba esperando ¿debería contarlo? Yo creo que es importante, pero no estoy segura de si es mejor callarlo porque en casa nunca hablamos de esto y menos con ella ¿Puedo nombrar al "innombrable" o no? Consultar a mamá cuando venga, no hablar con Julia de esto, es secreto de familia. Yo callada, aunque me cueste. Duda de nuevo: no escribir de esto NADA hasta no estar segura de que no voy a hacer daño a nadie. Preguntar a Julia sin decir por qué cómo hacer para no hacer daño al escribir sobre alguien.

Vale, me salen unos siete capítulos claros y dos dudosos, y dos más por si me enrollo y no pueden ser tan largos. Los títulos ya los iré pensando con más calma. Las ideas ya las tengo en la cabeza y en el papel por si me olvido. Y el título del libro, que no puede ser “Tía Marta” que suena soso, tengo todavía que decidirlo. Ya se me ocurrirá algo. Luego he pasado las notas al ordenador, salvo lo que no sé si se puede contar fuera de la familia, y se lo he mandado a Julia como un documento adjunto al correo que le he mandado ¿Estará ya en Tegucigalpa?, ¿cuándo me contestará? Lo malo de los correos electrónicos es que todo parece que tarda mucho más de lo que tarda. Nada más enviarlo, casi me pilla, ha entrado tía Marta en la habitación con el desayuno y la medicina, se ha sentado en la cama y me ha dicho “Te encuentro más contenta, será que estás poniéndote mejor…”


Yo he sonreído "misteriosamente", como pone en las novelas que sonríen las mujeres que tienen algo entre manos o que son interesantes, y me he callado. No sabe tía Marta que la voy a hacer famosa porque esto lo voy a publicar con toda seguridad casi. No me voy a dedicar a escribir un cuaderno entero de casi 100 páginas para que solo lo lea mi familia, que ya nos sabemos todos la historia de tía Marta de cabo a rabo. Esto es para que el mundo conozca a mi tía, que es fantástica. Y además a lo mejor así se la sale un novio, que falta le hace. Pero tiene que ser de los “decentes”, que dice mi madre.

lunes, 20 de abril de 2020

Tengo al personaje (Aventuras y desventuras de la tía Marta, 3)

—Ya sé sobre quién voy a escribir. Voy a escribir sobre mi tía Marta, que creo que es una persona sobre la que sé bastante y no hay nada escrito, que yo sepa. Y mira que es interesante mi tía Marta.

Estaba y estoy emocionada. 

La verdad es que he pensado que en algo a lo mejor me puedo llegar a parecer a mi tía Marta, y me he sentido menos sola. Y no sólo por eso de parecerme por fin a alguien de la familia, sino porque gracias a ella no estoy aquí abandonada. Que es como me sentía cuando oía hablar a mis padres sobre si yo no puedo quedarme, pues yo tengo mucho trabajo, en fin, el rollo de siempre.

Tu tía Marta como personaje me parece perfecto, no me podría parecer mejor, la verdad.

La señorita Julia conoce a mi tía Marta porque fueron compañeras de colegio. Han ido al mismo que mi padre, al que vamos mi hermano y yo porque mi padre se empeñó y se puso muy pesado por lo visto. Aunque mi madre prefería que fuéramos a otro, a uno religioso, porque éste es laico, aunque hay un cura, pero no pinta nada, según dice mi padre "afortunadamente". Así que vamos a un cole con cura, pero de los que no mandan. 

— El título todavía no lo tengo claro, Julia… en casa ya le puedo llamar Julia sin el señorita, hay confianza—.

No pasa nada, ya se te ocurrirá. Lo más importante, y perdona que te lo recuerde, que te veo lanzada, es que tengas una idea de lo que quieres contar, aunque luego lo cambies. O sea,  hazte un índice, un guión, con lo que vas a relatar en cada capítulo. Cada uno debería medir más o menos lo mismo de extensión con pequeñas excepciones. También es importante que vayas al grano, porque tienes tendencia a enrollarte a menudo, Elvira. 

Pero yo ya no oía casi a la señorita Julia o Julia a secas, estaba totalmente entusiasmada. Recuerdo, eso sí, que me dijo que leyera todo lo que escribiera luego en voz alta, que es la prueba de oro lo de leer en voz alta lo que uno ha escrito. Que así se ven muchas faltas. Que después, si está bien, lo pase al ordenador, y que se lo vaya mandando, que aunque esté ella en Honduras, lo irá viendo cuando pueda y me lo mandará corregido de vuelta.

Es estupenda Julia, es la mejor profe. Y no sólo lo digo porque me haya venido a ver cuando estoy mala con la neumonía, es que de verdad es la profesora que mejor me cae. Mañana voy a ponerme con el índice. Estas páginas son sólo el prólogo o introducción que tienen muchos libros. Casi me estoy alegrando de estar enferma, de tener que quedarme en la cama y solo poder leer y escribir "sin fatigarme", como dijo el doctor a mamá antes de marcharse de viaje. 


Lo de "fatigarme" lo digo mucho. Ya me he dado cuenta que lo he escrito dos veces en este cuaderno rojo, ya me he dado cuenta y lo corregiré más adelante. Es que suena a novela, según me ha dicho Julia cuando se lo he contado que se lo dijo el médico a mamá así: "no puede fatigarse". Me ha dicho Julia que algunos escritores empezaron a escribir precisamente porque estaban enfermos y leían y escribían mucho al no poder salir de casa. Que aprovecharon, como yo, una enfermedad para hacerlo. 

A Julia le entró la risa luego cuando seguimos con lo de "fatigarse", siempre acaba riéndose con algo. Me dijo que lo de la neumonía es un catarro mal curado, que no pasa nada y que ni me preocupase, que ni que tuviera una tuberculosis, que es una enfermedad que se tenía antes y la gente se moría, y se contagiaba mucho y era un espanto. 

Luego me contó otra cosa sobre la ópera y una señora que se moría de tuberculosis, pero me he olvidado porque a mí la ópera no me interesa nada y siempre pienso en la Castafiore cantando, que es un personaje de Tintín que a mi padre le encanta. Y a mí también, dicho sea de paso.  

Lo siento mucho, hija, ya sabes que no puedo dejar a los alumnos tirados, pero vas a estar genial con tu padre y tía Marta. 

Mamá se despidió así tras darme un achuchón fuerte bien temprano antes de ayer. Yo hice como si siguiera dormida para que se sintiera peor por marcharse. Lleva dos días mandando mensajitos, la muy pesada. Pero yo ahora estoy muy animada con esto de escribir sobre tía Marta. 

La visita de Julia (Aventuras y desventuras de la tía Marta, 2)



Mamá me había dejado su portátil porque es mejor que el mío y ella se llevó el mío, aunque es una caca. Yo ya estaba enganchada horas y horas pesar de las advertencias de papá  antes de irse al trabajo y las de tía Marta para que no pierda tanto el tiempo con bobadas.

Pero a la señorita Julia no hay quien le oculte nada. Y además hay que hacerle caso. Te mira con sus ojos negros así fijamente y es como si te viera por dentro, no puedes engañarla. 

¿Y de qué escribo? —le he preguntado no muy convencida mirando el cuaderno rojo y grande, tan lleno de páginas.

—No me digas que no tienes temas tú, que te salen veinte historias sin pensar casi, será por imaginación, melona.

La señorita Julia nos llama melones de vez en cuando. Pero es cariñoso, no es para hacer daño. 

— Ya, pero es que ahora no es así, estoy muy cansada.

Pues no te voy a decir yo sobre lo que tienes o no qué escribir, faltaría más a una chica de casi doce años…

Ya está… le he dicho muy rápido mirando todos los póster que tengo en el cuarto voy a escribir la biografía de alguien. Por ejemplo, podría escribir sobre Robert Pattinson, el de la saga Crepúsculo…

No me ha dejado acabar la señorita Julia.

— No es por desanimarte, pero creo que no es una buena idea, ¿sabes? Es un actor sobre el que habrá doscientas biografías en internet, y además no es para que hagas corta y pega, que nos conocemos, sino para que escribas tú lo que a ti te salga. A lo mejor una biografía no, pero sí algo así como unos apuntes de la vida de alguien que tú conozcas bien, algo más cerca, más a tu alcance...

Apuntes cuando se escribe es como si en vez de pintar un cuadro completo voy primero con el lápiz haciendo pequeños dibujos, tomando notas, como hace papá con su cuaderno de campo, ¿no?, que también los llama apuntes.

Mi padre tiene un cuaderno pequeño lleno de cosas así, a mí me encanta: una ramita, un pájaro, una roca de una montaña que sube con mamá, cosas que él ve, no que imagina, y que llaman su atención y las dibuja en el papel con un lápiz que lleva siempre guardado. Luego a veces las utiliza para algo que pinta aparte, en su estudio de abajo, cuando tiene tiempo y ganas. 

Exactamente, y mejor de alguien cercano, y no por nada, es porque te va a ser más fácil… y así no lo vas a dejar a la primera de cambio.

Uf. La señorita Julia sí que me conoce bien y siempre da en el clavo. Llevo con ella ya muchos años y sabe que comienzo cosas con las que luego no puedo, me canso, y las dejo a la mitad o colgando. Es mi gran problema, la constancia. Y no lo entiendo, porque mi padre y mi madre son los dos súper machacas. Pero yo no he salido a ellos. Y en cambio Jaime sí se parece a mi padre, hasta anda como él. Yo no sé a quién he salido en esta familia, la verdad. 

Me quedé pensando sobre quién escribir. 

Sobre mi padre prefiero no hacerlo, no vaya a ser que no le guste. Tiene mucho genio y ningún sentido del humor, según opina mi madre. Con mi madre ahora estoy enfadada por dejarme aquí e irse a Grecia con sus estudiantes, así que no voy a escribir sobre ella por lo menos hasta que vuelva de viaje. De Tesa, la cuidadora, que es ecuatoriana, ya escribí mucho en el colegio este año porque su vida es apasionante. Hasta tiros daban en su pueblo y había bandas. 

Y entonces se me ha encendido de repente la lucecita esa que se enciende cuando a alguien se le ocurre algo al aparecer la tía Marta con la merienda para Julia y para mí y al pensar a quién he podido yo salir de la familia, que no soy para nada como mis padres. Pero he sido por una vez prudente y me he callado. Sí, además de inconstante soy, encima, una bocazas, pero hoy me he contenido. Mejor que no lo sepa la interesada. Cuando se ha ido y mientras estaba merendando se lo he dicho a la señorita Julia.

Ni campamento ni nada (Aventuras y desventuras de la tía Marta, 1)



Esta niña tiene una neumonía, no está ni para campamento ni nada.

Así ha empezado este verano de 2010, con la peor noticia que una puede imaginarse casi después de que se mueran tus padres.

Había acabado el colegio el jueves y yo seguía tosiendo, acatarrada y muy cansada. Las notas bien, como todos los años, aunque mi padre siempre pone peros y dice que soy un poco vaga. Como este curso estaba jugando en el equipo de balonmano y hemos quedado subcampeonas, por eso pensó mamá que lo que me pasaba era que se me habían juntado los estudios con el deporte, que había tenido demasiado. Pero no era eso, tenía algo diferente a un catarro mal curado y cansancio.

Me llamo Elvira y tengo casi doce años. Estoy escribiendo porque ahora solo puedo hacer eso y leer, tengo que quedarme en la cama. No me he ido a Estados Unidos al final. Es posible que no vayamos a Mallorca como todos los veranos si no me pongo bien antes. No puedo bañarme en la piscina de abajo, no puedo salir, solo descansar, comer mucho y leer o escribir “sin fatigarse” dijo el doctor Ramón, que es amigo de papá y el que nos ve a mí y a mi hermano.

— Esta niña además está demasiado flaca ¿cómo no me la habéis traído antes?...

Mamá miró al doctor con esa cara de culpabilidad que tan bien le sale.

Ramón, la niña ya sabes que es delgada como su padre, no sé, no le dimos más importancia, ha comido como una lima hasta hace bien poco. Sólo está desganada desde hace unas semanas, eso es lo que más nos ha preocupado…

Placas, análisis y no sé qué más. Nos pasamos toda la mañana en el hospital donde papá trabaja, aunque él sólo apareció al final y habló con su amigo aparte.

Mamá desesperada, con un viaje a Grecia que tenía con la universidad, papá dijo que él desde luego no podía quedarse todo el día en casa, que tenía la consulta tanto la de la mañana como la de la tarde hasta los topes. Tesa, nuestra cuidadora, se iba de vacaciones a ver a su familia a Ecuador porque en teoría Jaime y yo no íbamos a estar. Yo me iba a Hartforden (Connecticut) cinco semanas, y él a un campamento en Soria catorce días, que es donde se ha ido tan contento. Sólo quedaba tía Marta en Madrid a mano. Así que papá llamó a su hermana y le explicó todo, y luego le pidió el favor, le oí como puso la voz esa de pedir que le sale genial.

Marta, te necesitamos, ¿podrías tú quedarte al menos con Elvira las dos semanas que Ana va a estar fuera?

Así que vino tía Marta a casa. Se instaló en el cuarto de los invitados donde estuvo hace años y aquí estamos ahora las dos, ella, que es mi madrina, y yo, su ahijada y su sobrina favorita por otra parte, lo cual no es mucho, porque sólo estamos mi hermano, pero algo es algo. Apareció sin su gato, afortunadamente, Chesire se quedó en su casa seguramente protestando.

— Lo que nos falta es un gato en esta casa.

Papá se lo puso claro, no le gustan nada los animales. A mí sí me gustan los perros, pero nada los gatos, me dan mucho asco. Así que vino tía Marta un día antes de que mamá se marchara. Llegó con un traje de esos de flores que le gustan tanto, el pelo recogido por el calor que hace en Madrid con un pasador de cobre muy moderno, las sandalias de colores y las uñas de los pies pintadas, señal de que está enamorada, según dice mi padre. Y debe de tener razón, porque desde que llegó mira el móvil a cada rato, o sea, que seguro que está pendiente de alguien.

Yo estaba empezando a aburrirme el segundo día en la cama a pesar de que tía Marta me hace mucho caso y me cocina cosas que me gustan, cuando hoy por sorpresa ha venido la señorita Julia, que es la mejor profesora del colegio, o al menos la que a mí me gusta más. Se enteró por tía Marta de que estaba mala y antes de irse de vacaciones me hizo una visita y me trajo un cuaderno grande, nuevo, hojas crema y tapas rojas.

La señorita Julia nos lee en voz alta en el colegio, dice que es muy bueno y no sólo para los niños pequeños. Así nos ha leído a Ana María Matute, a Sánchez Ferlosio y a otros muchos autores españoles de cuentos y relatos. Después de leer ella en voz alta se hace un silencio en la clase que nadie nos atrevemos a romper, tan metidos estamos en lo que ella ha contado. Bueno, lo que ella nos ha contado que cuenta el que escribe, claro. No sólo es que son buenas historias, es la entonación que pone y lo que disfruta la señorita Julia con cada frase y con cada palabra.

He pensado que podías escribir algo mientras estás en la cama en vez de tanto estar pendiente de esas bobadas de las redes sociales… Y a mano, que es otra cosa, nada de ordenador, escribir como se escribía antes, a mano, luego ya lo pasas al ordenador.