“Tu abuela es
toda una señora” decía María con devoción. Así llegué a creer hasta que fui
mayor que las señoras de verdad bebían jerez a media tarde, usaban bastón y
eran capaces de saber lo que ocurría en el interior de las personas y qué se
podía esperar de cada una de ellas.
Mi abuela tenía una clarividencia rayana en lo prodigioso. Viuda también como mi padre a edad muy temprana, ese modo de llegar a conocer a los demás no sé bien qué era, si algo natural o la experiencia de haber tenido que sacar adelante sola negocio, finca y familia. Lidiar desde joven con tanto, sin el apoyo de un hombre, y en un mundo hostil a una mujer como lo fue la España de los años 40 y 50, le hizo desarrollar algo que quizá ya tenía de nacimiento: la capacidad de saber rápido lo importante, la fortaleza de seguir esa intuición sin que el deseo o la esperanza nublara su conocimiento sobre algo o alguien, la realidad siempre de frente y con su nombre puesto.
Mi abuela tenía una clarividencia rayana en lo prodigioso. Viuda también como mi padre a edad muy temprana, ese modo de llegar a conocer a los demás no sé bien qué era, si algo natural o la experiencia de haber tenido que sacar adelante sola negocio, finca y familia. Lidiar desde joven con tanto, sin el apoyo de un hombre, y en un mundo hostil a una mujer como lo fue la España de los años 40 y 50, le hizo desarrollar algo que quizá ya tenía de nacimiento: la capacidad de saber rápido lo importante, la fortaleza de seguir esa intuición sin que el deseo o la esperanza nublara su conocimiento sobre algo o alguien, la realidad siempre de frente y con su nombre puesto.
Recién acabada
la carrera me mandaron a Estados Unidos. “Hay que quitarle el pelo de la
dehesa” sentenció tío Joaquín, “esta niña tiene que salir de España, ver mundo
y trabajar”. Mi padre dejaba que su familia, tan variada, interviniera en
nuestra educación, él al margen desde la muerte de mamá, vencido y también
inapetente a su manera.
Viví en Nueva
York tres años, un descubrimiento y una gran pasión desde entonces. Salí del
pequeño mundo en que tantos ambientes en nuestro país, provincianos o no,
acababan por convertirse. El
mío no era una excepción.
“I'm still paying the loan for the
university...” Los estadounidenses ponen a sus hijos a trabajar
temprano. Es un modo de educar distinto al español. Da igual de quién seas hijo
ni el dinero que tengan tus padres. Todos mis compañeros americanos del banco
llevaban trabajando de un modo u otro desde los dieciséis años. Acabado el
instituto, a veces antes, tenían un empleo los fines de semana, los veranos, lo
que fuera para ganar su propio dinero. Sin excepción todos habían contribuido a
pagarse la universidad, también vivían desde la mayoría de edad fuera de casa
de sus padres. Pero eso no impedía que hubiera caprichos y caprichosos. Los
había de otra manera, caprichosos por todas partes.
Habíamos
estrenado los 80 y yo había sido educada en la contención en el gasto y en la
posesión, algo debido más al contexto de España, aún sobrio, que a los medios
de tu familia. Todos gastábamos menos. Llegué a Estados Unidos y me quedé
impresionada: el armario de una americana media era inabarcable, repleto de
ropa, tres veces más que el mío, una niña provinciana de clase acomodada.
Yo no sabía que se pudiera tener tanto de
vestir ni que cupiese en ninguna parte. Eran ellos mismos, mis compañeros, no tanto sus padres,
los que se concedían mil y un caprichos con el dinero que ganaban alentados por
ese ambiente general de consumo sin parar, inédito entonces para una española
nacida en los 60, absolutamente chocante.
Para mis colegas siempre había algo que comprar en alguna parte, el shopping formaba parte del ocio, de la vida entera. Todo era grande además: platos de comida a rebosar que no había quien acabase, coca-colas de dos litros que se tomaban una tras otra como si fuera agua. Y todo también siempre demasiado, porque en general era más barato o se ganaba más que en Europa: cinco barras de labios en vez de dos, aparatitos para cualquier tarea en la cocina, en el baño, en el garaje, cachivaches por doquier, a reventar a menudo estantes, cajones, a veces casas enteras en un desorden permanente por saturación.
Para mis colegas siempre había algo que comprar en alguna parte, el shopping formaba parte del ocio, de la vida entera. Todo era grande además: platos de comida a rebosar que no había quien acabase, coca-colas de dos litros que se tomaban una tras otra como si fuera agua. Y todo también siempre demasiado, porque en general era más barato o se ganaba más que en Europa: cinco barras de labios en vez de dos, aparatitos para cualquier tarea en la cocina, en el baño, en el garaje, cachivaches por doquier, a reventar a menudo estantes, cajones, a veces casas enteras en un desorden permanente por saturación.
“Me llamo Juan
Rodríguez Alcázar, trabajo en la planta cuarta, nos hemos visto ya, ¿no?” En
una fiesta del trabajo se presentó. Yo, tímida, observaba como siempre un paso
atrás. Claro que ya me había fijado en él, siempre riéndose y rodeado de gente.
Lo que no sé todavía es qué encontró en mí. Nunca fui guapa y allí sólo era una
niña bien de las muchas que las familias españolas con posibles empezaban a
enviar a Norteamérica, siempre callada y, desde luego, nadie especial en esa ciudad
con chicas y mujeres de todo el mundo interesantes y distintas, muy para
gustar, atrayentes.
(Sigue aquí)
(Sigue aquí)
Ay Aurora, me encanta esta niña mimada!!! Si no me lo aclaras en la primera parte, yo estaba convencida que era un relato autobiográfico, me metí en la historia y me pareció tan real... Igual que este viaje a los EEUU suena cercano; seguro que es historia real para muchos, digna de recordar. :) Un abrazo!
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