Cuando eres pequeña, antes de cumplir los 8 años más o menos, depende lo alta que seas, estás demasiado cerca del suelo y ves muy cerca las cabezas de gambas, los huesos de los aceitunas, las servilletas todas hechas un gurruño, y hasta las colillas que la gente tira en los bares, o por lo menos así era antes. Te tomas tu Fanta compartida con un hermano y agarras la mano de tu padre de vez en cuando, no vaya a ser que te arrastre la porquería reinante. Lo mismo ocurre en el metro, zapatos y botas, culos y piernas de todos los tamaños y apariencias posibles rodeándote. Te coges de la mano de tu madre fuerte, fuerte, para no perderte en esa marea de hombres y mujeres que solo lo son de cintura para abajo. Para verles la cara necesitarías crecer o que ellos se acercaran. Mientras tanto son incompletos y amenazantes.
La mano de una madre te sujeta cuando te enseña a cruzar, “mira, el señor rojo, paramos; el verde luego, cruzamos. Pero siempre antes miramos a los lados…” Te sigue sosteniendo cuando te lleva al colegio, a la parada, te deja suelta un rato. Luego estarás todo el día sin ella, meses enteros de clases, pero sus manos ahí están si te baña, aunque tú te vistas ya solita, mamá viene y te acaba de aclarar el pelo con la esponja bien y te ayuda a incorporarte de la bañera donde has estado nadando como una sirena, buceando.
La mano de un padre es más grande. A veces seguirá siendo más grande aunque tú crezcas. Te mirará un día tu padre y verá tus dedos finos, alargados, sujetando el mismo libro que sujetó antes que tú, ese libro que tanto se empeñó que leyeras. “Tienes unas manos muy bonitas, hija…” Y le das la mano y se la besas tú a él, “te quiero mucho, papá”. Hay hombres que se dejan abrazar y querer, que lo buscan sin vergüenza, a quienes se les humedecen los ojos cuando lo haces.
Las manos de los padres te han sujetado. Ellas te sostuvieron cuando tú ladeabas la cabeza como un muñeco de trapo, te metieron en la cuna, te arroparon, te dieron el alimento, primero colocándote para que mamaras, luego la cuchara, lo salado, qué asco, cómo cuesta, después te llevaron hasta el orinal, "a ver si haces caca ahí, como los mayores", "qué bien, qué bien, que ya no tienes que llevar pañales", te alcanzaron pasta de dientes, camisetas y zapatos cuando no llegabas a ese estante que estaba alto, "ahora te pones la ropa tú sola, ¿vale?, y si no puedes, te ayudo yo", "otra vez la camiseta que no me sale, los botones son para adelante", "ahora ya sé atarme los zapatos", "no entres, ¿eh?, que me estoy vistiendo", "ya no me peines, que yo puedo sola"... "pero un beso si podré darte ¿no?", "eso sí, claro." Beso y beso, mano y mano.
Tú has visto esas manos que besarías mil veces haciendo otras cosas, croquetas, por ejemplo, o fumando, llevándose tu padre el cigarro a la boca y tú mirándole admirada cómo lo hacía porque entonces los niños no éramos de la liga antitabaco y dejábamos a los padres en paz con sus vicios que solían ser todos confesables e inofensivos. Leales vicios de padres de familia leales cuyas manos han levantado casas, familias, soportado trabajos, dado apretones a amigos y a quienes no lo eran, saludado a vecinos, acarreado bolsas de la compra, cestas, carritos de niños y muebles en mudanzas.
Manos también capaces de juntarse en misa, de rezar y enseñarte a rezar, madre y padre arrodillados no ya por el peso que llevaban, siempre sin quejarse, sino porque ellos esperaban en otras manos y se sentían siempre en esas más grandes. Y así te lo han enseñado.
Las manos de los padres a veces se van para siempre. No es que ya estén lejos porque tú eres mayor y ya tienes tus propias manos, que hacen muchas cosas, y que, como las de ellos, aman, que es lo mejor que pueden hacer unas manos. Esas manos han desaparecido de la tierra. Pero tú las sientes a veces por la noche, en la madrugada. Es tu padre que viene, tu madre a la que sientes entrar en la habitación y que te sube la sábana cuando entra el fresquito de las cinco de la mañana. “Vámonos Concha, ella estará bien, nuestras manos ya le han dado todo lo que podían darle”, “Déjame un poco más, Cosé, todavía me extraña…”
Tú sigues llorando desconsolada porque son sus manos ancianas, temblonas, intentando aún acariciarte, sostenerte todavía a esta delgada línea de tierra en la que tú te has quedado mientras ellos, ellas, sus manos, se han marchado.
Magnífico, y coincido contigo, las manos de los padres siempre siguen siendo las más grandes, siempre.
ResponderEliminarUn abrazo
Hermoso homenaje a los padres.
ResponderEliminarEnhorabuena, Aurora.
El relato está lleno de imágenes evocadoras, tiernas, reales. Y para más inri provocas un dulce escalofrío que recorre mi cuerpo, mi alma cuando leo y releo el final de tu narración " las manos de los padres".
Muchos besos Aurora.
Y gracias.
Precioso, Aurora.
ResponderEliminarUn abrazo.
Un abrazo inmenso, querida Aurora, estoy aquí.
ResponderEliminarPues me he quedado sin palabras ante ese derroche de sensibilidad, amor acariciante, y unas manos llenas de todo lo bueno que pueda haber aquí y más allà.
ResponderEliminarDe antologia...
Vaya, se me saltaron las lágrimas. No sé cómo verán mis hijos mis manos. Yo, por la suyas, me muero.
ResponderEliminarBesos, Aurorita mía.
Gracias Aurora, Yo lo he leido como padre y no dejo de mirar a mis hijos. Siempre me quedaré corto a la hora de "hecharle una mano" en lo que necesiten y aquí me tendran.
ResponderEliminarComo se que te gusta:
Beso tu manos querida Aurora.
Querida Aurora, lo que me admira es tu suave manera de convertir el dolor del recuerdo en una serena y lúcida melancolía, sin ni siquiera nombrarlo.
ResponderEliminarEnhorabuena.
Esta serie que estás haciendo bebiendo en tus recuerdos es muy buena. En mi opinión te estás superando en la técnica. Un abrazo.
ResponderEliminarCapitán, ¡qué alegría tenerte de nuevo! Te mando un abrazo fuerte ¿en Missouri o Sevilla?
ResponderEliminarGracias a ti, Ramón, el escalofrío está.
JM, a ver si nos vemos.
Annemarie, Cascais queda cerca.
Montse, estoy contenta de poder leer poesía en catalán gracias a ti ¡y entenderla! ¡Qué grandes poetas! Muchas gracias por tu blog.
Juanma, ¿por qué no escribes sobre las manos de los niños? seguro que será precioso: tan pequeñas, agarraditas primero a tu dedo, luego ya por dentro de las tuyas, manos intentado escribir, dibujar...
Naranjito, los padres nos pueden echar una mano cuando ni están.,. lo de besar la mano de una mujer es que es tan antiguo ;-) que me encanta
Olga, gracias, cuesta...
JM, muchas gracias, eres muy generoso en tu comentario, un abrazo de vuelta.
Muy cerca, sí!!! :))) Besossss!!!
ResponderEliminarEse tacto, que nunca se olvida...
ResponderEliminarEfectivamente, tú tienes unas manos preciosas,
Un beso