sábado, 14 de agosto de 2010
Elías, el practicante
“El pobre Elías no tiene la culpa, imaginaos que de cada vez los niños le monten una perra…”
Mi hermano Juan y yo escuchábamos atentamente. Mi madre explicaba que, aunque nos doliera, lo que no podía hacerse de ninguna manera era gritar, escaparse o portarse mal resistiéndose a la inyección cuando Elías, el practicante, venía. Lo último era montar una escena ni a él ni a nadie, pero a él menos.
Era un hombre muy simpático, moreno, alto, con una verruga pequeña en la mejilla. Pero el proceso era realmente aterrador aunque él no lo fuera. Calentaba alcohol en una cajita de metal que sujetaba con unas pinzas largas, medio tijeras. De ese recipiente salían llamas azules y naranjas que se elevaban en una danza siniestra. Allí dentro estaban las jeringas que desinfectaba.
Nosotros mirábamos el fuego, olíamos el alcohol y nos temblaban las piernas. Él seguía con bromas, luego clavaba la jeringa en la ampolla aquella con el cierre metálico donde estaba el medicamento y la cargaba. Entonces era el momento.
Media infancia con el practicante viniendo a casa, no recuerdo por qué ¿vitaminas?, ¿hierro?, ¿estábamos enfermos? Como el médico de la empresa donde trabajaba mi padre, Elías nos visitaba a domicilio, no teníamos que ir a verle.
Mi madre se sentaba en el tresillo verde aquel con tela de paisajes y escenas pastoriles. Encima, en su regazo, tumbados hacia abajo, Juan o yo, alternativamente a veces, primero uno, luego el otro.
“Culo, culete, si no te estás quieto te doy un pínchacete…” decía Elías, aunque el pinchazo caía seguro, te movieras o no te movieras.
Caían unas lágrimas de dolor, apretábamos fuerte la mano de mi madre, y nos subíamos el pijama después muy dignamente.
“Nunca he visto unos niños tan buenos… aquí da gusto venir a pinchar, así que seguro que vuelvo…”
No nos hacía ninguna gracia, pero Elías era así, cariñoso y con un sentido del humor peculiar.
La encantadora sencillez con la que expones lo que hay en los recuerdos de infancia de momentos más o menos difíciles, es un retrato de una época, de unas situaciones que creo que podriamos subscribir casi todos. Pero con tanta gracia, y salero, dudo que supiéramos escribirlo.
ResponderEliminarMe gustan mucho esas croniquillas caseras de años ha, y me hacen recordar mil y una anécdotas parecidas.
Un abrazo.
Me haces revivir recuerdos hundidos en lo hondo de la memoria. Recuerdo también lo de las llamitas, y el preventivo terror.
ResponderEliminarUn abrazo.
Montse, gracias, ahora ¿no se pincha menos a los niños?
ResponderEliminarJM, un abrazo para ti, la Quequi está muy mona... ;-)
Ahora se pincha muchísimo menos. No sé por qué. Era más eficaz aquello, creo. Ahora se abusa de vitaminas por boca y tanto omega 3, 4 y 17, bífidus y esa parafernalia.
ResponderEliminarQué años de infancia entre Celia y Mafalda, eh Máster? Qué bonito lo cuentas. Qué verdadero.
Entre el humor del practicante, su verruga en la mejilla... De esas cosas pequeñas nos acordaremos cuando seamos viejas, ya verás. Construimos memoria.
Un beso
Impresionante para mí esta entrada. Podría haberla escrito yo sólo poniendo Paco donde tú pones Elías. Lo demás casi idéntico...no era Paco el practicante precisamente un hombre cariñoso.
ResponderEliminarLloró de emoción en mi comunión, por cierto. Leí de puta madre una epístola de ¿San Pablo?...no sé, lo recuerdo llorando y acariciándome la cabeza.
Besos.
EL de mi familia, Hilario, de toda la vida. Y el olor del alcohol, la ampollita de cristal a la que se le partía el cuello para sacar el milagroso líquido. Es verdad lo que se dice por aquí, hoy se pincha menos, por lo menos los practicantes.
ResponderEliminarLolo, yo ahora veo lo de los yogures y alucino: el nuestro, el de cristal, ¿te acuerdas luego de la yogurtera o del animal ese que teníamos que crecía en casa ... y era ocmo un alien, kefir o así? Huy qué miedo... Gracias por leer... la reforma ¿va bien?
ResponderEliminarJuanma... ay, Dios, seguro que leíste de emocionar, declamaste casi ;-), y claro, el público se emociona ... Gracias por leer y comentar, los dos pelones ¿se mojan con estos calores?
Naranjito... ¿era penicilina, hierro, no sé.., qué nos ponían tanto? Ahora me acuerdo de la bristaciclina esa amarilla que nos machacó los dientes a tantos... Gracias por leer, seguiremos...