jueves, 10 de abril de 2014

La desesperanza y las verdades del barquero y II)


Sería demasiado fácil señalar como culpables a unos y no reconocer que el destrozo se labraba desde hacía tiempo y no sólo en la arena política.

Cuánto flojo, síseñor, mediocre, ambicioso, sin fundamento y cobarde trepando por la escalera. Claro, los que permitía  y alentaba el propio sistema, al resto los dejaba fuera.  Y así, en instancias diversas,  no sólo en las política, en  la universidad, sin ir más lejos.  Y  en las propias empresas, muchas veces clientes de una administración a la que dicen aborrecer, pero que les subvenciona o de la que dependen. Y qué decir de los medios: la publicidad institucional y otras formas de financiación les hace ser como son. Abres un diario o ves una televisión y sabes lo que pasa: les alimenta lo que se mueve institucionalmente, sea vía publicidad, concesión o nota de prensa.

Y ese temor reverencial ante el dinero, ante la afluencia, a partir de los 80: los españoles hemos sido unos grandes horteras preocupados fundamentalmente por el confort y la cartera  tal y como se ha trabajado para que así fuera, ciudadanos con soma, ciudadanos calladitos habitualmente. Hasta que nos la han tocado, y entonces nos dolemos. Qué pena que sea entonces cuando reaccionemos.


Vivo en la ciudad de Santa Teresa y a veces me pregunto qué pensaría esa monja que comenzó a fundar conventos bien pasados los 40 años, ya muy enferma, vieja para la época, con muy pocas ganas de nada (ganas por lo que debía de apetecerla), viajando incómoda por caminos infectos, tratando de reformar lo que ella creía reformable. Y no cejando hasta que lo hizo, lloviera o tronase y se interpusiera quien se interpusiera. Apartando también a los indeseables de su vera. Se debería tomar nota de esto siempre.
Qué diría la Santa de sus descendientes, aquí en Ávila, aún no de sangre, que tanto van a hacer por su centenario, tanta pompa y circunstancia y tan poco de fundamento. 

Esos que se sientan cómodamente y sonríen con condescendencia pensando que algunos estamos locos y somos unos ingenuos porque creemos que el país tiene que cambiar, y no sólo en sus dirigentes, que desde luego, sino también en el tejido moral de la ciudadanía.  Algo impopular que hay que decir aunque duela.

La regeneración institucional es urgente, pero  también lo es explicar a los ciudadanos que muchos cambios deben hacerse desde abajo. Es incómodo cantar las verdades del barquero, y mucho más fácil complacer al respetable con falsas quimeras , entrar en el juego del “tú más” o azuzar lo peor que tenemos y no apelar a las conciencias. Siempre es más popular decir a la gente que son peores los gobernantes que ellos: pero no es cierto. Tenemos simplemente lo que nos merecemos o hemos permitido por dejadez o abandono. Porque nos hemos retirado, han entrado los indeseables, se lo hemos puesto en bandeja. 

Por eso, lo prioritario es recuperar palmo a palmo una ciudadanía consciente de sus derechos y de sus responsabilidades, de ambos igualmente.

Y empezar con uno mismo: ¿cómo respeto y cumplo las leyes?, ¿qué hago personalmente por esto sobre lo que tanto protesto?, ¿cuántas horas, cuánto esfuerzo y, en su caso, dinero dedico a  aquello sobre lo que tanto me quejo?, ¿educo a mis hijos en el hacer y construir y no en la queja? En fin, un largo etcétera. 

Lo siento, pero no está en las siglas y ni siquiera en las caras nuevas o viejas, ni tampoco en las ideas o convicciones, importantes siempre, está en cada uno de nosotros, dentro. Está en los hechos.


martes, 8 de abril de 2014

La desesperanza y las verdades del barquero I)

A este país no lo reconoce ni la madre que le parió, ya se avisó de que así sería. Y tuvo razón, cumplieron totalmente con su promesa.  

En cuanto te paras a escuchar a alguien en la calle, te das cuenta de cómo ha sido arrasado y lo difícil que será remontar. Porque no es sólo por arriba, es también por abajo, desde la calle, como hay que cambiar esto. 

No es la crisis económica ni de lejos lo más grave. Es la desmoralización, el resabio, la desconfianza que se respira y un pesimismo atroz que se queda habitualmente en palabras airadas o fuertes.

Y porque las personas no estamos hechas para la desesperanza, algunos salen de ese fatalismo paralizante a base de utopías que han demostrado lo que de sí dan en países como Cuba y Venezuela. Realmente no es esto, pero desde luego que tampoco es aquello. ¿Tan difícil es entenderlo?

Esta situación es tierra abonada para demagogias diversas, tal y como Europa ha demostrado recientemente. Y también para la violencia, lo estamos viendo. 

A veces no sé ni por dónde empezar, especialmente si me encuentro con alguien mayor de 50 años que está con el ceño fruncido y la mirada del que ya lo sabe todo y cree estar de vuelta.  "A mí qué vas a contarme", me espetan. Esos son los que más pena me dan, con adultos así ¿qué podemos esperar de los jóvenes?, ¿qué ejemplo, ánimos, aliento vamos a darles con semejantes elementos?

Aunque hay otros que les superan, como cuando escucho ese comentario de "todo el que puede, roba", "yo haría lo mismo", etc.,  esa cantinela conocida y tramposa, dicha a veces como una gracieta. Y no se les cae la cara de vergüenza diciendo eso. Lo dicen abiertamente. 

A eso hemos llegado, a que tratemos a todos como ladrones, a que paguen justos por pecadores extendiendo la sospecha y, finalmente, a que se utilice ese mantra como la coartada perfecta para tapar -que es lo que realmente se quiere- las propias vergüenzas y caer cada vez todos más bajo, colectiva e individualmente. 

Pero este mismo pueblo es el que en los años 70 demostró una madurez impresionante pasando de una dictadura a una democracia.

Y este mismo pueblo es el que alguna vez fue sabio y sobrio, capaz de ser generoso, de cumplir con su palabra. No hacía falta ni registro ni firma de notario, los tratos se cerraban con un apretón de manos. Y la palabra que alguien daba -peluquero, soldado, noble o artesano- iba a misa.

Es el pueblo de mis abuelos y de mis padres que, con sus defectos, tiraron adelante trabajando por su familia y por su patria, sin esa obsesión por el dinero o el bienestar económico como única aspiración vital. Personas que, pensando en alguien más que "los suyos" o en la cartera,  se complicaron habitualmente la vida por el prójimo, vaya si lo hicieron.

Por eso, tras una mañana en el mercado del  Chico en Ávila escuchando a la gente y, de vez en cuando, contestando lo que honradamente creo, siento unas ganas enormes de llorar al ver el gran destrozo causado, esa labor de tierra quemada.

No sólo es el trabajo del rencor y el volver a abrir heridas ya cerradas, o la simple estupidez y la ineptitud de quienes ocuparon y ocupan los puestos más altos, sino también la labor de quienes creyeron y predicaron con su ejemplo que lo único importante es la cuenta bancaria, y el resto, a los españoles, les importa poco o nada.

Insisto: con estos parámetros, con todos ellos, es lógico tener lo que hoy tenemos.

jueves, 3 de abril de 2014

Las cartas

Al levantar la casa de nuestra madre hace años,  descubrí un paquete de cartas, unas cien o más.  Sin necesidad de leerlas, reconocí ya en los sobres la letra elegante y de colegio francés de mi madre y la más clara y rápida de mi padre. Era su correspondencia durante el noviazgo.

Se las enseñé a mis hermanos y, en mitad de la vorágine del vaciado de la casa, quedamos que yo las guardaba y que ya veríamos qué hacíamos con ellas.

Me las traje pues a Ávila. Y ahí las tengo, en una caja, en nuestro garaje.

Cuando pongo la lavadora sé que están exactamente donde las dejé en abril de 2012.

Entro a por la comida de Olimpia,  guardo algo que no me cabe en la cocina, y ahí siguen ellas, silenciosas, las cartas de mis padres. 

Soy incapaz de abrir ni siquiera la caja. Siento, como sentí al descubrirlas, un respeto y un pudor enormes. Las tengo como un suelo sagrado alrededor del cual se extiende todo mi desorden, mi caos. 

Creo que su mejor destino, si surge la oportunidad,  sería colocarlas en los cimientos de alguna otra casa de la familia. Quizás en las de los nietos de mis padres, cuando Carmen y Javier tengan sus propias casas.

Mientras tanto, las cartas duermen, bien abrazadas unas con otras,  algunas en ese papel de tela que usaba mi madre, otras en una tinta preciosa azul grisácea, con sus sellos de Franco, y ese pegamento que había que mojar también con saliva para que el sobre se cerrara. 

Y nosotros entrando y saliendo del garaje a coger o a dejar algo. 

PS: El cuadro es de Alberto Guerrero, de la serie Logos en ruinas.