lunes, 6 de julio de 2009

Maite y el late night


Volvió del cuarto de baño y apenas pudo buscar en el bolso. El teléfono sonaba y era Jaime otra vez por la línea 2.

"¿Pero se puede saber qué quiere ahora este pelmazo?"

Maite descolgó el teléfono e intentó que no se le notara el cabreo. Todas las mañanas era igual. Jaime venía en taxi al trabajo, no conducía. Llegaba sobre las 10, pero desde las 8 estaba colgado al móvil llamando a la oficina dos, tres y hasta cinco o seis veces.

Primero hablaba con Amelia que llegaba muy pronto para hacer el dosier de prensa. Quería saber si había salido algo importante en los periódicos. Luego con Maite, su secretaria. Preguntaba siempre si había llamado Rosetti, el director de la cadena, o Ibarra, el presidente. Y luego, siempre, en cuanto Sofres tenía los datos, Jaime quería saber qué habían hecho de audiencia ayer.

Todos los días lo mismo, aunque él tuviera móvil, estuviera localizable o pudiera acceder a la información a través de internet. Se rumoreaba que Jaime no usaba su propio ordenador jamás. De hecho su equipo no le vio nunca utilizarlo ni escribir un solo documento. Era todo muy misterioso.

Rosetti no había llamado, pero Ibarra lo estaba haciendo en ese mismo momento y hablaba con Amelia. No había manera de comunicar con Jaime desde las 8.

"Que tienes a Ibarra que dice que quiere hablar contigo, te lo paso ahora." Hizo una seña a Amelia que dejó la llamada en suspenso y Maite se la pasó a Jaime aliviada de librarse de él cinco minutos al menos. Volvió al bolso y a su tristeza.

La cadena se dividía entre los italianos, con un pasado de chicas despelotadas revestidos ahora de creatividad, y la parte más seria, los vascos, incorporados al accionariado de la cadena los últimos años. Unos hacían el entertaiment y los otros aportaban a la cadena la imagen de supuesto rigor e independencia informativa con el deje un tanto clásico y tradicional de Prensa Española tirando levemente a Prisa para evitar complejos. Lo que se dice un matrimonio de complementarios.

Así se habían repartido el pastel formalmente, aunque luego no acabaran de cuadrar los papeles de cada uno. Salvo el balance y los dividendos, donde todo parecía encajar tanto para unos como otros.

Lo cierto es que las quejas de los excesos de algunos programas llegaban a los vascos que tenían reputación de ser gente de bien y alguno hasta de misa diaria. Así Ibarra se quejaba formalmente a Rosetti y éste, para cumplir el expediente, llamaba la atención al responsable a través del director de antena o cualquier otro directivo, Jaime incluído. Luego llamaban a Ibarra para informarle que se había hablado muy seriamente con el implicado. El vasco se quedaba tranquilo y su mujer dejaba de darle la lata una temporada. Hasta que a ella no le sacaban los colores sus amigas o familiares con otro nuevo desmán de cualquier programa.

Podía ser el presentador del programa estrella del late night, un catalán impresentable que se creía genial. Éste apelaba a la libertad de expresión, se moderaba unos días a regañadientes muy satisfecho de ser tan terrible y luego vuelta a empezar.

Otras veces era la lengua viperina de otro de los programas estrellas de cotilleo que se hacía el sueco y volvía a las andadas pasado el temporal provocando de nuevo las iras o lloros de una actriz, una modelo o cualquier protagonista de la crónica rosa.

Y otras un reality show infumable vestido de "experimento sociológico" según la sagaz expresión de su presentadora, otra progre catalana tambien reciclada para el capital con más cara que espalda como era habitual en el medio.

Daba igual, podía ser cualquiera. Porque la cadena crecía en cuota de pantalla al mismo ritmo que sus programas se hacían peores y tenían más éxito. Porque al final los italianos, tan creativos, y los vascos, los del rigor, la independencia informativa y la buena reputación, acababan por estar de acuerdo en lo único importante: el share y la cuenta de resultados. O sea, había algo de lío pero no tanto. Y al final cien mil moscas no pueden equivocarse: coma caca.

Maite pensó en el día que le esperaba, viernes, un horror. Otra vez el teléfono, ahora era el móvil con su chico del otro lado. Tragó saliva, no tenía buenas noticias que darle.

"Nada, niño, que vamos a tener que empezar otra vez".

El niño de treinta y bastantes quitaba hierro al asunto y la daba ánimos. Iba a ser pesado, les había dicho el doctor, pero tenían suerte con la edad de Maite, otros lo tenían peor.

"Te dejo, guapo, luego hablamos".

Se acercó a Amelia, la preguntó algo, abrió su cajón y se dirigió a toda prisa al cuarto de baño de nuevo. Sabía que Jaime podía aparecer de un momento a otro por la puerta.

En el departamento ya estaban todas las televisiones encendidas. En el centro, con la pantalla más grande, la de la propia cadena, a su alrededor las de la competencia. A todo volumen las seis, pero a nadie parecía afectarle el ruido constante.

2 comentarios:

  1. Aquí, al habla, una catalana... que te ha leído, Aurora.

    La historia me confirma que el número de cadenas es inversamente proporcinal a la calidad de los programas de televisión.

    Un beso

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  2. Gracias por leer, a mí también me gustó más el anterior ;-)

    Y sí, yo era una firme partidaria de la libertad de mercado hasta que llegaron las televisiones privadas y empecé a creer que desde luego en ese caso casi mejor una sola y manejada por el brujo de la tribu ;-) Jo, qué tropa

    Un abrazo

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