Tenía 37 años, seis libros
publicados, un apartamento en Nueva York y un divorcio bien aparcado. También
tenía Kate los amigos adecuados y una familia cuyos miembros estaban a la
distancia que ella consideraba justa y necesaria: la de una conferencia telefónica
dentro del mismo huso horario.
Vivía con un gato algo sordo y anciano. Ahorraba con calma para un buen plan de pensiones. Cada año, disfrutaba de unas largas
vacaciones que eran la envidia de sus conocidos, que rara vez podían
tomarse ni dos semanas.
Trabajaba en una universidad a cargo de unas asignaturas
cómodas, una ventaja que tienen las llamadas
“humanidades”: pocos alumnos y habitualmente interesados. Esto le permitía administrar bien su tiempo, leer y
escribir con paz y sin sobresaltos, y, también poder viajar al extranjero cada verano. Ese año tocaba España.
Sola de nuevo, ese enorme placer de ir a su aire y de no tener
que rendir cuentas a nadie ni tener que negociar nada. Tampoco de llegar a
ceder en su caso. Ni siquiera de organizar algo para alguien más que para Katherine
Anastasia Lindbergh. Un placer inigualable el de la soledad bien llevada. Y
es que la soltería tiene muchísimas ventajas.
Llegó a la T4 de Barajas a las
ocho y media de la mañana totalmente harta. Le había tocado un pesado en el
asiento de al lado empeñado en entablar conversación y en saber dónde iba a
estar en España y qué iba a hacer. Un tal Samuel Goldberg, un tipo gordo, totalmente
calvo y con unas espantosas gafas de culo de vaso. Y, lo peor, que no le dejó ni dormir ni leer
en todo el viaje, siempre hablando.
“Pesado, más que pesado”, rabió Kate desesperada durante las siete horas de vuelo. Abría su libro por la misma
página una y otra vez, y se decía para adentro “Que me dejes en paz, pelma,
¿cómo no te das cuenta que yo quiero leer, que no me interesa nada de lo que me
cuentas y que tampoco te voy a responder a tanta pregunta?”
Le lanzó hasta dos o tres miradas
asesinas. Incluso cuatro. Pero o ella había perdido facultades, o él era tonto de remate.
Samuel era de esos habladores impenitentes al que los monosílabos de Kate
parecían darle todavía más cancha en vez de pararle. Una especie dura de roer,
resistente, inasequible al desaliento, un luchador nato. Tenía además ese otro
entrenamiento en palabras e insistencias que da trabajar de abogado.
Tuvo que fingir al final Kate que
se dormía para no tener que escucharle. Al desembarcar decidió darle esquinazo
sin despedirse siquiera, todo más fácil, como sólo saben hacer las mujeres que
son hábiles.
Tres días en Madrid en un hotel
céntrico, luego una semana con coche de alquiler, un par de amigos a quienes visitar en Barcelona y Málaga, varios viajes en tren. Como para contarle
a un perfecto extraño a esas alturas de la vida qué pensaba hacer o no hacer ni
con quién. Faltaría más tener que dar explicaciones a alguien. Mucho menos a un
pelmazo. Además, aborrecía a ese tipo de desconocidos que quieren
hacerse cercanos.
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