lunes, 2 de julio de 2012

3. Escuchar nos cuesta (La señal de los bárbaros)


Es lo primero que te dicen cuando das clases, que la hora no es tal, que son 45 minutos lo que tiene que durar como mucho. Y la advertencia que a veces te hacen: “Que sepas que los alumnos desconectan a los 15 o 20 … ”. Entras en la clase con miedo, con la sensación de que hay que acabar pronto, “Dai, dai, que hay prisa”, como la vieja del anuncio de la Asturiana.

Se nota en todo. En las homilías de los domingos no aguantamos, nos revolvemos en el banco, “qué pesado es este cura, qué pelma”…  En las conferencias casi todo el mundo consulta el móvil, no estamos atentos. Y, por supuesto, en la televisión, donde cualquier debate al final no resiste a un tertuliano que utilice más de 59 segundos en decir lo que piensa. 

Digo yo que algunas ideas u opiniones no pueden ser expresadas de modo tan breve. Al final es el eslogan lo que vende y no el matiz, que exige siempre tomarse un tiempo. El matiz en lo que sea es lo que tantas veces hace la diferencia y dota a un argumento, a una opinión, de riqueza, de verdad en definitiva, me parece. Y para el matiz no se puede hablar como una metralleta, hace falta hablar despacio. Y que escuchemos, claro.

También es cierto que el arte de hablar en público parece que no es lo nuestro. No hay más que comparar un simple discurso de un presidente de una empresa del Ibex 35 con una del índice selectivo británico o un directivo de una gran compañía estadounidense. Los españoles somos serios hablando, no serios, graves y aburridos hasta la muerte. No hacemos un guiño al público, soltamos nuestro rollo habitualmente y hala, que aguanten. Pero esto es cuestión de otro tema. Hoy esto va de escuchar y no de hablar, que tampoco sabemos.

Es lo primero que le dice Dios a su pueblo: “Escucha, Israel”. Se repite varias veces en el Antiguo Testamento. Se ve que al ser humano le cuesta, que hacemos oídos sordos o vamos a nuestra bola en cuanto podemos. 

Es la queja  eterna de algunas mujeres “Tú nunca escuchas...”. Los hombres no se quejan, pero lo acusan. Lo notas en una reunión de trabajo, o compartiendo mesa y mantel, simplemente no nos escuchamos. 

¿Cómo vamos a escuchar nadie si estamos todo el día con el ruido de fuera y el de dentro constante?

Hay tantas voces, tanto entretenimiento, tanto ruido en definitiva, que escuchar a quienes tenemos cerca, o a quienes tenemos muy lejos y pueden decirnos algo que valga la pena, nos cuesta. Porque hablan en voz baja a veces. Unos por estar muy cerca, los otros porque el pasado sobre el que estamos sentados nos suele hablar en susurros en comparación con el presente que suele ser más vociferante.

La impaciencia, el monólogo interior de contarnos todo el rato por dentro o de contar a los demás un yo eterno que se da vueltas y más vueltas, porque quizás se siente, precisamente, que nadie le escucha, puede explicar el círculo vicioso de monólogos que se suceden. Facebook, twitter, lo que sea, son a menudo monólogos entrecortados.

Y caes en la cuenta que es otra señal de los bárbaros de ayer y de siempre.

Entumecidos por la sonoridad hueca de la verbosidad, por la rapidez o brillantez del argumento, o por la voz más alta, no por la verdad, aturdidos por el simple martilleo de tanto ruido, es difícil no ya escuchar sino oír simplemente.