martes, 30 de noviembre de 2010

Niebla y sol


A mediados de este otoño se instaló la niebla en San Juan, nuestro pueblo. Otros años esa blanca oscuridad baja mucho más tarde. Espera al menos que pase la Navidad. Se queda agazapada en el bosque cantando su canción de frío y humedad. Pero no ha sido así en esta ocasión. Sin hacer ruido, antes de la segunda luna de otoño, una madrugada se extendió desde la chopera y el pinar hasta las casas y las tierras de labor cercanas. Allí, lamiendo puertas y ventanas, de su abrazo solo se libró la torre de la iglesia, se acomodó pesadamente en calles y plazas, en cada patio. Los sanjuaneños estamos acostumbrados a ese tupido vaho invernal como algo propio del lugar, pero, ¿tan pronto? No era lo normal.

El suelo donde se asienta San Juan es duro y mínimo, una delgada línea de tierra que sostiene a quienes lo habitamos. Así, en verano el pueblo se hace todo él cielo, horizonte eterno y sofocante calor. Luego viene el otoño de pocas lluvias, con su suave luz y naranja, de melocotón. Es cuando mejor se está. Pero no este año en el que, sin saber por qué, se adelantaron las nieblas un mes, casi dos, y nos rodearon sin dejarnos ver ni el sol ni la luna, tampoco nuestro alrededor.

Ciegos hemos estado. Había que ir a tientas a la escuela, a comprar, para atender a los animales y a las tierras, porque la vida, aunque no la veas, no se detiene, haya niebla o no. Luego volvíamos a nuestras casas donde nos arrebujábamos en las mantas, al lado de la chimenea o de la estufa, las zapatillas puestas, no estábamos para más. Nos hicimos más lentos, apetecía quedarse en el interior, en silencio, sola y callada. Ni el alcalde ni las autoridades podían hacer nada. Solo cabía esperar.

Ayer la niebla abrió de repente. Tal y como vino, se fue. Se hizo un jirón de un lado, comenzó a romperse el denso algodón, y se fue disolviendo el vapor por capas. El sol pudo por fin entrar, besar el adobe y la piedra, el metal de las farolas, calentarnos cara, manos y corazón.

Hoy me encuentro en el mirador. Veo a mis paisanos que han salido a sus tareas y no tienen ya que ir palpando paredes y esquinas por miedo a tropezarse, a no llegar. Saludo a un par de niños que van a clases, a María, que abre la tienda, a algún jubilado más.

La niebla volverá, pero en San Juan estamos acostumbrados. Sólo que este año vino con anticipación y se quedó demasiadas semanas. Pero no pasó nada digno de mención.

lunes, 1 de noviembre de 2010

Esperando a nuestro Papá (o Mamá)



Vivo en una calle de Madrid donde hay cuatro colegios. Muchos días coincido a la entrada o salida del cole, un verdadero follón de autobuses y, especialmente, coches de papás y mamás. Hay también muchos niños que se suben al 150 con su cuidadora para volver a casa, adolescentes a su bola en manadas o en solitario absortos con su musiquita, lío general, diario y doble, que los vecinos nos tomamos con bastante filosofía y humor. Los niños dan mucha alegría al barrio.

Cuando bajo o subo mi calle a eso de las cinco de la tarde observo que en medio de ese follón monumental hay siempre varios niños o niñas esperando solos a su mamá, a su papá. Muchos de ellos, pequeñitos, están dentro del recinto escolar. Con fe inquebrantable saben que su mamá, su papá, aunque sean unos pelmazos, aparecerán de un momento a otro, vendrán a por ellos.

Como en la película "Los niños del Coro", aunque ahí era más triste. El pobre Pepinot salía a la verja del orfanato a ver si de una vez su papá venía a buscarle. Oye tú, pues que al final viene su papá, es su papá al fin y al cabo el maestro que se lo lleva. Y lloras a moco tendido.

Yo creo que cambiamos muy poco del niño o la niña que fuimos en el colegio. Veo a antiguas compañeras y la verdad creo que en lo básico somos las mismas, exactamente iguales. Por eso es tan difícil mantener una identidad forjada a posteriori tanto con los hermanos como con los amigos de infancia. Jolín, Fulanita, que ahora irás de super mega guay y darás conferencias mundiales sobre el agotamiento del petróleo, pero yo te he visto copiando. Es un decir, pero creo que ilustra.

Hay muchas películas que van de esto. "El chico" con Bruce Willis es una: uno no puede traicionar, engañar, a quién uno fue. Se puede ser aparentemente un triunfador pero en tu fondo queda el gordito que fuiste, el niño solo al que le caneaban y a quien tu vida actual le parece -esa sí, no la otra- una mierda. "No te has casado, no tienes hijos, no tienes perro: eres un fracasado" sentencia el niño que fue Bruce. "Claro que entiendo lo que haces para ganarte la vida: mientes a la gente". Y da igual que Bruce le diga que trabaja como asesor de imagen, el niño sabe de qué va su trabajo realmente. Los niños saben siempre de qué va la vida, de verdad.

Hay otra, que me encanta, porque retrata un tipo de perfil que se da con cierta frecuencia en nuestro competitivo mundo, "El Club del Emperador". Sí, a veces se puede necesitar ganar por goleada en la vida, y más que ganar: que los demás nos vean como ganadores, serlo públicamente y por aclamación popular. Y si hay que hacer trampas, se hacen, pero luego vamos de guay. Hay gente educada para ese tipo de éxito social donde las trampas son celosamente ocultadas. Pero en el fondo somos niños, todos. Hay algo muy infantil en las trampas.

Volviendo al tema de la entrada, que me voy por las ramas.

Esperando a nuestro papá, a mamá. Día duro en el cole. Es posible que estemos solos, que hayamos sufrido, como dicen ahora, acoso escolar. No es posible muchas veces: es seguro. También que la maestra haya sido dura con nosotros. Y que la comida fuera un asco. También que lo hayamos pasado medianamente bien o incluso muy bien. Hay días estupendos en el cole. Hay de todo.

La vida es como un colegio, pero de verdad, es el colegio de verdad, el otro es una imitación. No somos muy distintos a lo que fuimos de niños y el caneo varía, la soledad varía en matices, y la compañía también, pero en lo esencial es igual. Clases, cuatro cosas que hay que aprender -no son nunca muchas- y que a veces nos cuestan, no somos el centro de la atención, porque en nuestra casa podemos serlo pero en el cole somos demasiados para serlo. Siempre hay un caradura, un matón, una cursi, se pasa bien y se pasa mal. Pues eso.

"¿Llevabas mucho tiempo esperando?" "Eres una pelmaza, mamá, siempre haces igual..." La mamá pide mil disculpas, siempre se lían las mamás, más ahora que hay poco tiempo. Se enfurruña el niño. "Venga, que ya verás qué merienda te tengo preparada" Y se nos pasa.

Tenemos mucha suerte los que sabemos que nuestro Papá, nuestra Mamá, siempre vendrán a por nosotros tras ese día duro o menos duro de cole. Da mucho calorcito por dentro tener esa seguridad. Aunque algunos nos digan como a Pepinot que somos huérfanos: no es verdad. ¿Veis como aparece su Papá?



PS: Publicado en 2008, lo vuelvo a hacer hoy día de todos los Santos cuando la orfandad se siente mucho más profunda. Con paz y esperanza, pero orfandad al fin y al cabo.