domingo, 26 de febrero de 2023

"El viento que atraviesa", de José Julio Perlado



Foto de Catalá Roca (Las señoritas de la Gran Vía) 
La empecé el viernes yendo de copiloto hacia Valladolid y la he acabado esta mañana. 

El viento que atraviesa era, creo, la única novela que me quedaba por leer de José Julio Perlado. La escribió entre 1964 y el 67, entre Madrid y Roma, ciudades ambas donde transcurre la narración. Sólo se encuentra en Iberlibro, hay que darse prisa. 

No tengo mucho tiempo para escribir esto, pero quiero compartir mi entusiasmo y mi agradecimiento porque es preciosa. 

¿Podríamos llamarla una novela de iniciación? De esas del paso de la juventud a través de diversas encrucijadas hacia esa otra edad (supuestamente) más asentada. 

Es una solidísima narración, muy agustiniana (y todos somos Agustín, hallamos tarde a la Belleza y estamos inquietos, a los 20 o a los 40) que tiene como protagonista a un chico de provincias que se va a estudiar a Madrid en los años 60.  

Estudiar, lo que se dice estudiar, no estudia mucho. En fin, como tantos. Gran  retrato de tipos diversos de esos años, entre el barrio de Salamanca y Gran Vía, de niños bien y bon vivants, también de algunas miserias de aquel tiempo, y ese run-run interno en el interior y que no se consigue acallar aunque se acalle.

Autor desconocido (Trip Advisor) 

Luego viene Roma,  viene Italia. Roma justo después del Concilio, con esos comunistas tan ¿elegantes?, la gauche divine a la italiana, tipos fascinantes, la macchina, la Cúpula de San Pedro al fondo, las catacumbas, en fin... 

Y ser joven. Y estar enamorado. O no estarlo. Y caer en la cuenta. O caer simplemente. Ser humano. Tener pliegues. Tener recovecos. No tener cabeza. O tenerla a ratos. Ser de una crueldad como sólo podemos serlo los hijos con los padres cuando somos jóvenes. En fin, la vida misma. 

Yo quisiera que esta novela la leyeran personas más jóvenes que yo, porque quizás en mí ha resonado por lo que sea, pero es posible que a alguien de veinti pocos años hoy le resulte Daniel, su protagonista, algo extraño. 

Me pasa como con Rosa Krüger o Pedrito Andia y otras, que son novelas que a mí me parecen apasionantes, pero que me pregunto si a una persona joven le llegan, le dicen tanto como a mí. Aunque creo más bien que sí, que es cuestión de sensibilidad y educación, o a veces ni de eso, resuenan , pero querría asegurarme. 

Salvando las distancias, creo que es una novela como otras de iniciación, que nos cuenta ese paso incierto de los veintialgo. Que quizás hoy se prolongue hasta los treinta. Pero cuenta ese paso, esos tropezones y esa Gracia. Un tema eterno, vamos, constante. 

En esta novela, y he caído en la cuenta, ya está ese Perlado de los mil colores ocultos del fondo del mar que sólo Dios conoce aunque no lo vea nadie y que él nos explicaba en clase de escritura. Está ya ese Perlado con quien tanto se disfruta en su blog Mi siglo, esa constancia del artesano. Y esa ristra de descripciones luego a borbotones, maravillosas, plásticas, que te envuelven , y tantas cosas que pasan. Porque siempre pasan muchas cosas en la ficción de Perlado. Y los mil velos de la realidad que se te abre, esa maravilla de un día, de una tarde, de cualquier momento o detalle. Es como si estuvieras tú en la montería o en las catacumbas y olieras y oyeras y vieras lo que ven los personajes. Y, sobre todo, los pliegues, recovecos, huequitos, luces, sombras, también colores, que es, que somos, cada alma humana.  Eso último, para mí, es casi lo más importante. Nuestro nombre de verdad sólo lo conoce Dios. Y esta novela va de eso también.