Hace unos veintialgo, vivía mi madre aún, me regaló un cortavientos que los Reyes le habían puesto. Por lo visto, él ya tenía uno y no le hacía falta. Es hombre de pocas cosas Ignacio. Debió de pensar que para mis paseos buscando pájaros me iba a venir bien su cortavientos.
El cortavientos de Ignacio es verde por fuera, de tela impermeable, ligerísimo.
Un cortavientos tiene que ser ligero, pesar poco. Se pasa mal en el campo si algo te pesa. Además, los plumas me acaban dando un calor insoportable cuando ando. Prefiero un buen polar y una camiseta debajo y encima, siempre, el cortavientos de Ignacio.
El caso es que el cortavientos me estaba, y me sigue estando, bastante grande. Pero no me importa nada. Me recojo algo los puños, les doy la vuelta, y arreglado. Y además así voy comodísima. Me gusta ir ancha, que me sobre la ropa. Así que llevo años con ese cortavientos que me viene a todas luces grande andando por el campo.
Murió mi hermana.
Murió mi madre.
Hice diversas mudanzas en estas casi tres décadas. Muebles y libros. Trabajos. Me casé y me vine a vivir a Ávila. Alquilamos una casa en Carnota hace ya nueve años.
Hizo también Ignacio varias mudanzas. Ligerísimas todas, como su cortavientos.
Murió su madre.
Se jubiló.
Seguimos hablando y viéndonos. Somos amigos del alma. Una de nuestras grandes alegrías es tenerle a comer en casa.
Con su cortavientos, que sigue impecable, he andado por Guadarrama, por Campoazálvaro, hasta la playa de Carrofeito o subido hasta Bico do Santo. Y con ese mismo cortavientos vi hace un par de años a una gineta subida en un árbol que se me quedó mirando de hito en hito, como diciéndome ¿y tú qué haces ahí, maja, con ese cortavientos que te sobra por todas partes? Los animales ven cosas que no vemos los humanos.
El cortavientos de Ignacio y sus casi treinta años de ligereza y cálida compañía, cortando el viento en pleno campo.